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La falacia transgénica

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Columna de opinión.

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Fue en el Hotel Conrad de Punta del Este en noviembre de 2012. Allí sesionó un congreso internacional sobre investigación agrícola. Cuenta la crónica que José Mujica y el ministro de Ganadería, Tabaré Aguerre, mantuvieron un intercambio privado con un grupo de jóvenes periodistas. Allí el presidente se refirió a la importancia de las empresas que “nos enseñaron a trabajar la tierra, y ahora somos un país agrícola, cosa que no éramos, porque la siembra directa no se conocía”, agregando que la soja “merece un monumento porque es una planta sagrada que nos trajo rentabilidad” (Presidencia, 03/11/12).

Mujica no hizo otra cosa que reproducir el discurso celebratorio de los transgénicos, que ha construido una serie de falacias en torno a sus supuestos beneficios. Un centro de producción de ese discurso es el ISAAA (sigla en inglés de Servicio Internacional para la Adquisición de Aplicaciones Agrobiotecnológicas), cuyo cometido es “facilitar la introducción de biotecnologías patentadas por los laboratorios de las empresas de los países industrializados a los sistemas alimentarios y agropecuarios de los países del Sur” (GRAIN, 2000).

El informe nos dice que desde 1996 la superficie sembrada con transgénicos en el mundo se ha multiplicado por 100, lo cual ha generado “cada vez más beneficios” (ver la diaria del 26/02/13). Pero, ¿qué sabemos de los impactos sociales y ambientales de este proceso? Repasemos alguna información relativa a nuestro país. En términos de la propiedad de la tierra, según los datos iniciales del último censo, se registraron 12.000 explotaciones agropecuarias menos que en 2000 y en general se trató de unidades menores a 200 hectáreas. O sea, la expansión de la superficie cultivada con transgénicos ha estado asociada con la desaparición de pequeñas explotaciones agropecuarias y la emergencia de nuevos actores empresariales (los llamados “pool” de siembra) que han concentrado superficie y producción.

El informe también plantea que la expansión de la superficie de cultivos transgénicos ha estado asociada a una reducción en el uso de pesticidas. Según la Dirección General de Servicios Agrícolas del Ministerio de Ganadería, Agricultura y Pesca, entre 2003 y 2010 las importaciones de herbicidas aumentaron 120% y las de insecticidas se duplicaron. Lo mismo sucedió con los principales plaguicidas (endolsulfán, clorpirifós y cipermetrina), cuyas importaciones pasaron de 40 toneladas en 2000/2001 a 820 toneladas en 2009/2010 (Narbondo & Oyhantçabal, 2011).

El informe de ISAAA agrega que entre 1996 y 2012 “los transgénicos contribuyeron a la seguridad alimentaria, a la sustentabilidad, [a] conservar la biodiversidad y aliviar la pobreza”. Algunos datos de nuestro país permiten contradecir esta afirmación. La aplicación de pesticidas y la homogeneización productiva en la agricultura han afectado seriamente la producción apícola: en 2003, había registradas 258.525 colmenas en el país, distribuidas en unos 3.000 apicultores. La producción promedio por colmena se situaba en 27 kilos de miel, mientras que algunos productores alcanzaban los 60 kilos. Según datos oficiales, la cantidad de productores se redujo 20% entre 2007 y 2009 mientras que el número de colmenas, pasó de 517.000 en 2007 a 486.000 en 2009 (Digegra, 2009), y la producción se redujo 40% en el mismo período.

Según estimaciones recientes, las principales causas de esta afectación son el uso de insecticidas en las plantaciones de soja (Ríos et al., 2010). Hace pocos días el presidente de la Cooperativa Apícola de Paysandú manifestaba que “con las aplicaciones de agroquímicos en soja a los apicultores nos están matando vivos” (El Telégrafo, 05/03/13).

México se enfrenta a la absurda decisión gubernamental de liberar la comercialización de maíz transgénico (justamente en uno de los países que ha sido centro de origen y reserva de una gran diversidad de especies nativas). En Argentina se han obtenido evidencias científicas del impacto negativo en la salud y en el ambiente de la aplicación de agrotóxicos. En Francia, por su parte, se han difundido estudios que relacionan a los transgénicos con el cáncer. En nuestro país, la hegemonía construida a partir del discurso celebratorio de los transgénicos ha llevado a que el INIA (Instituto Nacional de Investigación Agropecuaria) haya firmado un convenio nada menos que con Monsanto para desarrollar eventos de soja transgénica adaptados a nuestros sistemas productivos (ver la diaria del 04/02/13).

Mientras tanto, la promoción de una agricultura con agricultores, que apunte a la soberanía alimentaria e incorpore a la sustentabilidad (social, económica y ambiental) como elementos clave de una política agropecuaria diferente sigue esperando. Por lo pronto, la rentabilidad -de algunos sectores y grupos empresariales- parece ser la medida para el diseño de la política agropecuaria.

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