El proyecto de Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual enviado al Parlamento por el Poder Ejecutivo es extenso y perfectible, pero uno de sus grandes méritos es el de plantear que la cuestión sea ubicada en un marco doctrinario moderno. En ese sentido corresponde destacar una idea que a muchos les puede parecer obvia, pero que aún afronta resistencias: no están en juego sólo las libertades de quienes conducen ciertas empresas dedicadas a la comunicación, y no se trata sólo de regular las relaciones entre tales empresas y el Estado. Esos aspectos del asunto son importantes, pero resulta crucial que también sea tenido en cuenta el derecho de acceder a informaciones y opiniones de todas las demás personas; y que se regulen, del modo que parezca más conveniente para la calidad de la democracia, las interacciones entre muchos y muy diversos actores, que en su enorme mayoría no son dueños de empresas ni gobernantes.
Además, la complejidad del escenario está determinada en gran medida por el hecho de que muchos de los medios de comunicación más potentes operan en un espacio acotado. En el mundo de la transmisión digital hay más lugar, pero sigue siendo lugar para pocos: por lo tanto, es necesario buscar soluciones con la intención de que las herramientas en manos de una minoría les sean útiles a todos. Y eso exige diseñar con sumo cuidado las reglas de juego, evitando muchos males posibles. No sólo los del control estatal arbitrario, sino también los del manejo privado irresponsable o mediocre, y también, entre otros, los derivados de pactos entre el Estado y las empresas en perjuicio de la mayoría de la población, e incluso los que surgen cuando algunos grupos de presión logran, aunque sea en nombre de causas nobles, una incidencia privilegiada en la definición de las normas generales.
Asumir esas premisas es la base de algunos aspectos centrales del proyecto, como la limitación de la cantidad de medios que puede poseer un solo operador; la apertura a la existencia de medios comunitarios; la concesión del uso de frecuencias a partir de propuestas evaluables y por plazos determinados; la protección de los derechos de la infancia y de diversas minorías; el resguardo de la producción nacional; la limitación cuantitativa y cualitativa de la emisión de publicidad; o la creación de una defensoría de la audiencia.
Es cierto que, en algunos aspectos, el proyecto deja sabor a poco. Por ejemplo, al no profundizar acerca de las diferencias entre las empresas y los periodistas que trabajan para ellas, dejando espacio para el discurso de quienes, desde las primeras, invocan los derechos de los segundos para resistirse a cualquier forma de regulación, pero en la realidad suelen coartar el ejercicio libre y digno del periodismo, por acción y omisión, mucho más que las instituciones estatales. En todo caso, eso nos remite a otras batallas que deberán librarse, pero no le quita valor a la iniciativa presentada. Hacía mucho que el comienzo se hacía esperar.