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Cortá con tanta blancura

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Columna de opinión.

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En 1971, cuando el Frente Amplio (FA) participó por primera vez en una campaña electoral, sus militantes realizaron acciones de limpieza de espacios públicos y mejora de paradas de ómnibus. 43 años después, Pedro Bordaberry, líder del sector mayoritario del Partido Colorado y precandidato a la presidencia de la República, anunció y comenzó a poner en práctica una iniciativa que en algunos sentidos es parecida y en otros no.

Lo del FA era un mensaje con varios sentidos: por un lado, contribuía a mejorar la imagen de una propuesta política que había surgido, en gran medida, de sectores estigmatizados por el oficialismo de la época; por otro, constituía una demostración de fuerzas, en la medida en que exhibía capacidades de movilización que otros no eran capaces de desplegar; a la vez, por lo menos en la cabeza de una parte de los frenteamplistas, prefiguraba un modelo de encuadre y organización de la ciudadanía, correspondiente al modo en que se imaginaba una sociedad involucrada de modo masivo en la cosa pública.

Lo de Bordaberry es muy similar en el primer aspecto: el conductor de Vamos Uruguay (VU) carga una mochila pesada en términos de imagen para el gusto predominante en estos tiempos. Y no sólo por ser hijo del candidato ganador en aquellas elecciones de 1971, que luego se quiso poner a la cabeza del golpe de Estado de 1973 y terminó su vida condenado por graves delitos cometidos durante la dictadura. Aunque Pedro se apellidara Pérez, sería la cara más visible de un partido desprestigiado y muy reducido en su capacidad de convocatoria electoral, además de representar a la corriente histórica menos apreciada de ese partido. Para él es crucial lograr aceptación en vastos sectores de la ciudadanía que consideran al FA menos malo que el coloradismo no batllista, y gran parte de su trayectoria política puede verse como un esfuerzo en tal sentido, incluyendo la presencia en el bordaberrismo de figuras como Ope Pasquet o Fernando Amado, que amplían el atractivo del sector o por lo menos contrapesan, en cierta medida, los rechazos hacia él (así como, en 1971, la presencia de algunos sectores y dirigentes en el FA ampliaba su atractivo y contrapesaba, en cierta medida, la hostilidad de gran parte de la sociedad hacia otros de sus componentes).

En cuanto a la demostración de fuerzas, algo hay. Los actores políticos asumen cada vez más que todos sus movimientos (aun fuera de los períodos formales de campaña electoral) son también publicidad y, como bien señaló Gonzalo Eyherabide en la edición de febrero de nuestra revista Lento, la publicidad es en gran medida un modo de exhibir poder.

Por último, la prefiguración de un modelo social quizás exista, aunque se trate de uno diferente al que se imaginaba desde el FA de 1971. Una pista es que los participantes en las acciones iniciadas por VU no son identificados como militantes, sino como voluntarios, y quizás esto no se deba sólo al razonamiento publicitario de que “voluntariado” suena más moderno y menos ideologizado que “militancia”. Cabe suponer que en el mundo ideal bordaberrista la solución de “los problemas de la gente” con participación ciudadana no es, como en el imaginario izquierdista previo al golpe de Estado, una labor asociada con la extensión al conjunto de la sociedad y el Estado de los modos de organización propios de un sindicato o un partido influenciado por el leninismo, sino algo más emparentado con la iniciativa privada, caritativa o no. Pero lo más diferente está en otra parte.

VU anunció que sus voluntarios van a “resolver el problema de las pintadas” políticas, tanto en construcciones privadas como en edificios y espacios públicos, como lo hicieron en el Puente de las Américas el sábado 15, dejando en su lugar “muros limpios y recién pintados” para que la ciudad quede más “linda”.

Resulta que no existe consenso social acerca del significado de la palabra “lindo”, y es un exceso convertirla en sinónimo de “limpio” y “blanqueado” (que tampoco son equivalentes). Además, ¿quién va a decidir qué constituye un enchastre indeseable? Y si alguien se arroga el derecho de decidirlo, ¿por qué debería limitarse a “limpiar” sólo las pintadas y afiches partidarios? Por otra parte, mantener un muro libre de pintadas no es tarea de un día (como sabe bien el director de la Biblioteca Nacional). ¿Qué hará el bordaberrismo ante la reincidencia, aparte de escracharla en internet? ¿Montará guardia? ¿Tratará de disuadir a quienes sorprenda con las manos en la brocha? Y si no lo logra ¿empleará medios de resistencia pacífica?

Numerosas diferencias entre los seguidores de Bordaberry y los de Gandhi llevan a pensar que esto puede terminar tan mal como el corto publicitario de “Salvador presidente”, ese candidato trucho que “ama el amor”, “lo celebra cada día” y “lo construye con sus manos, / con esfuerzo y alegría”. Guarda con los vigilantes.

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