Desde el 15 de mayo de 2018, el Espacio Memorial del Penal de Libertad desafía a la impunidad y el olvido forzoso. Raquel Lejtreger y Javier Olascoaga aplicaron inteligencia, sensibilidad y arte para traducir a hormigón la sutil dignidad de nuestra resistencia en aquel establecimiento militar de reclusión número uno, donde también sus padres fueron prisioneros. El portal que diseñaron interpone una apertura elegante y austera frente a la clausura prepotente que representa el edificio carcelero. Porque la cárcel de Libertad todavía ensucia el paisaje amable que va desde la ruta al río. Memorial y cárcel, lejos de complementarse, son dos mensajes antagónicos disputando por el sentido de la vida en nuestras sociedades.
A los antiguos moradores de aquel paraje, el memorial nos ofrece la posibilidad de un momento apacible en el mismo lugar de lo trágico y doloroso. Bajo el umbral de esa puerta abierta, obsesión de cualquier prisionero, puede uno recordar lo personal vivido en intenso colectivo. Así lo sugiere la delicada simetría de los 2.872 nombres organizados de modo que ninguno destaca pero la falta de cualquiera desbarataría todo. Estoy seguro de que desde esa puerta puedo reencontrar el amor de quienes vinieron incansables a sostenerme; madre, abuela, hermana, hermano, la novia inventada. Allí puedo estarme junto al camino que traía noticias de mi tía en aquel otro, su penal; las cartas de amistades y familia, de la desconocida María Rodrigues, madrina portuguesa de Amnistía Internacional. El portal parece un buen lugar de encuentro con quienes quieran visitarme de entre los hermanos de la vida transcurrida allí. Para convocarnos frente al camino por el que entramos muy temprano, en montón adolescente y sacando fuerzas de flaqueza, para salir al final de la dictadura con alegría y esperanzas, otros miedos e incertidumbres.
Lo que no podré hacer desde ese portal es dirigir la vista hacia la fachada odiosa, buscando alguna de mis varias celdas para evocar el hermanaje que pobló y transformó aquella cárcel. Me encantaría poder soñar que desde allá me miren los ojos agudos, pícaros y compañeros de, por ejemplo, el Nene Calzada o el Polo González. Por nombrar los que llegan a la memoria en el instante que pienso en la combinación de bondad y firmeza que construyó los mejores silenciosos liderazgos, en aquel mundo hipermasculinizado. No se puede porque aquella cárcel, cuyo fin también celebra el memorial, transcurridos 33 años de liberados los últimos de nosotros, sigue siendo un lugar infame para miles de otros. Aquella, nuestra antigua cárcel, sigue recibiendo condenas por las condiciones que impone actualmente a los reclusos, como las recibió cuando estaba poblada por nuestro dolor, lucha y resistencia. Los mismos organismos de defensa de los derechos humanos que defendieron nuestra dignidad durante la dictadura demandan, una y otra vez a las autoridades, cambios radicales en la política de cárceles. Dura paradoja que las autoridades sean las personas y fuerzas políticas que ayer poblaron las celdas con su sufrimiento y dignidad las que hoy conduzcan el Estado responsable de la vulneración continuada de los derechos de estos otros, nuestros semejantes. Dura paradoja que la persistencia del penal de Libertad como cárcel no sea una excepción ni una emergencia, sino un patrón. Porque el penal de nuestras compañeras también es cárcel, el centro clandestino de secuestro y tortura de la Tablada lo fue y puede volver a serlo. Extraño patrón, que distingue a Uruguay también gobernado por las izquierdas, de mantener en funciones carcelarias los edificios emblemáticos del terrorismo de Estado. Imaginemos la ESMA, Villa Grimaldi, Auschwitz...
En las oratorias de Gastón Grisoni y Osvaldo Espinosa coincidió el reclamo de transformar el penal en un centro de estudios. Es un tópico que nuestra aspiración sea devolver la dignidad a todo, también a los espacios. Si pudiera elegir un destino para el penal, cosa que no está en mis capacidades, lo prefiero tapera. Imagino con entusiasmo alambrados, torres de vigilancia, puertas y rejas de ventanas vencidas por aguas y vientos, soles y noches. Quisiera ver los yuyos, pastos y enredaderas, que carpimos con sistema durante años, liberados de toda intervención humana, borrando del paisaje la mole de ladrillos que no tiene redención posible.
Ahora está emplazado un sitio de memoria que relata con belleza y serenidad lo que ocurrió en aquel paraje durante 13 años. Quizá su mejor complemento sea la imagen lejana del edificio emblema de lo intolerable, transformándose también serenamente en nada.