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Acto en recuerdo a las Muchachas de Abril, en Mariano Soler y Ramón de Santiago (archivo, abril de 2016).

Foto: Javier Calvelo

La noche en la que el terror fue por Barrios

12 minutos de lectura
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A 46 años de los viles asesinatos de tres muchachas y un policía en Brazo Oriental.

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Tuvieron que pasar más de cuatro décadas para que, en plena vereda, Roberto y Jorge pudieran hablar libremente de lo sucedido aquella madrugada. “¿Por tus techos estuvieron?”, preguntó Roberto, que en 1974  tenía 23 años y fue el único que no se despertó con los tiros. “Había milicos por todos los techos de la cuadra”, contestó Jorge, que tenía ocho y había espiado por la ranura de una persiana semicerrada, hasta que un militar se dio cuenta y pegó un culatazo en la ventana. “¡Bajá la persiana, botija!”, le dijo.

Jorge recuerda que ese domingo de abril fue la última vez que jugó en la rinconada con su barrita de amigos de entre siete y diez años. Entre estaban ellos Julito, Gabriela y Toto, el primo de Roberto que lo visitaba los domingos. Con una mezcla de picardía y estupor, Jorge revive el último juego de niños: juntar los casquillos de balas que habían quedado esparcidos en todo el corredor. 

Los vecinos de la rinconada de Mariano Soler y Ramón de Santiago guardaron por muchos años, con temeroso silencio, sus recuerdos de aquella oscura madrugada de abril. Para muchos, haber sido testigos directos de lo que pasó esa noche resultaba una mochila pesada e incómoda. Hubiesen preferido no saber nada. No eran buenas épocas para ser curioso y hacer preguntas. Mucho peor era contradecir la versión oficial que se imponía de forma totalitaria. Los tiempos cambiaron, pero las heridas quedaron abiertas y los recuerdos, vivos.

Lejos de su habitual efecto somnífero, las lluvias de granizo que caen sobre los techos de chapa de la manzana ubicada entre las calles Mariano Soler, Ramón de Santiago, El Iniciador, Carabela y Fomento desvelan a los vecinos más veteranos, que reviven la noche más terrorífica de sus vidas. Durante media hora, incesantes y descontroladas ráfagas de ametralladoras .30 aturdieron a Brazo Oriental la madrugada del 21 de abril de 1974. Los que todavía no se habían despertado por la estruendosa e inescrupulosa lluvia de plomo se hacían los dormidos o estaban siendo acribillados en ese instante por un comando antisubversivo de las Fuerzas Conjuntas.

Buscaban a Camilo

Jorge C tenía 15 años y, como todas las noches, jugó a las cartas hasta tarde con sus amigos, en el almacén El Viejo Carmelo, ubicado en Soler 3100. Mientras recorría los 80 metros de regreso a su casa, ubicada en Ramón Márquez y Ramón de Santiago, se vio intimidado por un intenso y numeroso operativo militar en el barrio. Un uniformado lo apuró para que entrara a su casa de inmediato. Pensó que iban por su tío, Jaime Pérez, diputado del Partido Comunista de Uruguay (PCU), que vivía en Márquez y El Iniciador, y había denunciado el asesinato de ocho compañeros, el 17 de abril de 1972, en la Seccional 20 del PCU. Pérez, que fue detenido meses después y estuvo preso durante diez años, no era el objetivo del comando represivo que sembró el pánico aquella madrugada en Brazo Oriental.

La orden militar era el allanamiento de las viviendas ubicadas en el corredor de Mariano Soler 3098 bis. Buscaban a Washington Javier Barrios Fernández, alias Camilo, nacido el 19 de setiembre de 1952 en la ciudad de Cúcuta, mientras su padre atajaba en el Cúcuta Deportivo, club colombiano que ese año había fichado a 17 futbolistas uruguayos en su plantel, entre ellos a dos campeones del mundo, Schubert el Mono Gambetta y Eusebio Tejera. Por esos años Washington el Cholo Barrios se dio el gusto de atajarle algunos tiros al gran Alfredo Di Stefano, que brillaba en Millonarios de Bogotá, previo a firmar por Real Madrid. Al volver a Uruguay el Cholo Barrios puso una carnicería a media cuadra de la rinconada, donde más tarde compraría los terrenos de Mariano Soler 3098 bis.

Washington hijo estudió derecho y militó en el Movimiento de Liberación Nacional - Tupamaros (MLN-T) a partir de 1971. Su papel en la agrupación tomó mayor protagonismo en 1973, cuando los miembros del MLN-T que aún no habían sido asesinados o capturados por la dictadura se reagruparon en Buenos Aires, lugar desde donde siguió operando el comité central de la organización. Los asiduos viajes de Barrios, por su labor en la Agencia Marítima Dodero, facilitaron el traslado de militantes y encomiendas. A su vez forjó un vínculo estrecho con miembros del Partido Revolucionario de los Trabajadores y el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), que junto al Movimiento de Izquierda Revolucionaria chileno y el Ejército de Liberación Nacional boliviano, crearon en 1974 una unidad mayor latinoamericana denominada Junta de Coordinación Revolucionaria.

A la espera del inminente escape hacia la capital argentina, se mantenían en la clandestinidad Diana Maidanik y Laura Raggio, que se refugiaban en el apartamento de Brazo Oriental con Silvia, la esposa de Barrios; y también una pareja con un bebé que Stella –hermana de Silvia– escondía en su casa de Buceo. Washington había viajado en avión de Montevideo a Buenos Aires el 20 de abril con el objetivo de conseguir alojamiento y poder sacarlos del país entre el 23 y el 24.

Al igual que en Argentina con la creación de la Coordinación Federal en sustitución de la sangrienta Triple A, el Órgano Coordinador de Operaciones Antisubversivas (OCOA) uruguayo fue la fachada para maquillar las operaciones que años atrás desarrollaban los Escuadrones de la Muerte. El OCOA 1, comandado por José Nino Gavazzo, funcionaba en el cuartel La Paloma, y los primeros meses de 1974 tuvo como objetivo apagar las últimas llamas prendidas del MLN-T y desactivar el reagrupamiento de sus miembros en el exterior, principalmente en Argentina. En ese plan, las Fuerzas Conjuntas fueron en busca de Washington Barrios, integrante del MLN-T sospechoso de ser un nexo importante con grupos revolucionarios asentados en Buenos Aires y Córdoba.

El allanamiento ilegal, coordinado por altos miembros de Inteligencia y ejecutado por la primera línea del OCOA, de la División I del Ejército, salió del Grupo de Artillería 1  del cuartel La Paloma, ubicado en Santín Carlos Rossi y Camino La Boyada, sobre las 2.00, y se trasladó por la ruta 1 y Bulevar Artigas. El convoy llegó a la zona indicada a las 2.20. Algunos soldados de otros regimientos aguardaban tendidos sobre los techos linderos a la rinconada que forman las calles Mariano Soler y Ramón de Santiago, mientras efectivos policiales suprimían el paso en un perímetro delimitado entre Luisa Domínguez, Fomento, San Martín, Bulevar Artigas y Burgues. En el operativo también participaron varios civiles.

El comando recibió el apoyo del Grupo de Artillería 2 de la ciudad de Trinidad, el cuartel de Flores, que nutrió al comando con armamento antiaéreo. Ese batallón estuvo a cargo del teniente capitán Julio César Gutiérrez –herido de muerte en el operativo– y fue secundado por el teniente coronel Carlos Casco, mano derecha de Gavazzo en las operaciones del OCOA 1 en 1975 y edil suplente de Trinidad por el Sector Vamos Uruguay del Partido Colorado en plena vida democrática.

Los generales Juan Carlos Rapela y Estaban Cristi –comandante del golpe de Estado junto con Gregorio Goyo Álvarez–, y el mayor Armando Méndez, fueron otros de los altos miembros de las Fuerzas Armadas que estuvieron presentes en el escenario de la masacre. Fueron los encargados de hacer el relevamiento del allanamiento y comunicárselo al Consejo de Seguridad Nacional mediante un informe. La versión militar se transformó en oficial a través de medios de prensa escrita de la época como El País, La Mañana y El Día.

Crónica de una masacre de Estado

Primero golpearon en Soler 3102. Javier, que tenía siete años en ese entonces, cierra los ojos como aturdido cuando recuerda el ruido de los camiones, los gritos, las corridas y los golpes en las puertas y ventanas. Los militares pensaron que por ahí se entraba a los apartamentos de la rinconada e interrogaron a su padre mientras él, junto a su hermanita Gabriela y su mamá Cristina, observaban con temor.

Cuando golpearon la puerta del apartamento 8 de Soler 3098, Carlos, de 19 años, y Julio, de diez, que dormían en la habitación principal del apartamento vecino, se despertaron con las pisadas de las botas, los golpes y los gritos que se escuchaban cada vez más cerca. “¡Abran o tiramos la puerta abajo! ¡Somos las Fuerzas Conjuntas!”, se escuchó casi al mismo tiempo que el papá de Carlos se disponía a abrirla, pero lo empujaron violentamente y cayó un par de metros hacia atrás mientras Carlos intentaba cubrir a su hermanito de esa película de terror. “Peludo, no te muevas porque te quemamos” le dijo un oficial a Carlos, apuntándolo con un fusil. Sin hacer referencia ni preguntar por Barrios, los militares registraron las habitaciones de la casa y se fueron. Otra vez, “acá no es”, dijo un uniformado, y a las corridas se dirigieron al apartamento 5.

02.45. El speech represivo se repetía puerta a puerta: “¡Abran o tiramos! ¡Somos las fuerzas Conjuntas!”. Estaban frente a la casa de los padres de Barrios. Su papá, de casi dos metros de altura, fue empujado y golpeado por portación de nombre. En la casa también se encontraban su madre, Hilda (Nené), y los dos hermanos del requerido; Edward, de 17 años, y Jacqueline, de diez, que fueron ubicados en un dormitorio. “No, a este no lo maten que es el padre”, advirtió Gavazzo, vestido de sport y con metralleta en mano. Aclarada la confusión, los militares siguieron la cacería. Ya habían registrado casi todos los apartamentos de Soler 3098 bis, sólo faltaba el 3. Efectivamente, ese era el pequeño apartamento donde Washington Javier Barrios y Silvia Reyes vivían mientras esperaban la llegada de un hijo para octubre. Ningún militar se sensibilizó por el pedido desesperado de Nené, que intentó frenar la arremetida de los oficiales del Ejército, advirtiéndoles que no tiraran al apartamento donde se encontraban su nuera embarazada y unas amigas.

La suplica fue en vano. Con vehemencia y sin piedad, los agentes militares arremetieron con saña contra la puerta del apartamento de Silvia, sin registrar antes quién estaba adentro. Los vecinos más cercanos al objetivo militar fueron desalojados de sus casas en camisón y calzoncillos, y luego ubicados a pocos metros, debajo de una gran palmera. Antes de salir despavorido con su familia, Carlos escuchó que desde el apartamento donde se encontraban las tres muchachas emergía una joven voz femenina que gritaba con coraje: “Hijos de puta, de acá me sacan con los pies para adelante”. En respuesta, los militares abrieron un feroz y cobarde fuego sobre la puerta. Eran las 03.00.

Los disparos frontales de fusiles y las ráfagas de ametralladoras antiaéreas .30 que bajaban desde los techos hicieron añicos en pocos segundos la primera puerta, que descubría un pequeño patio interior y otra puerta en el fondo. El fuego fue tan intenso y descontrolado que fueron heridos dos de los militares que comandaban el allanamiento y procedían a entrar a la vivienda. El general Juan Rebollo, que estaba al mando del operativo, fue hospitalizado al ser baleado en el brazo derecho. El capitán Julio César Gutiérrez tuvo peor suerte. Los tiros que le dieron en la nuca le causaron la muerte meses después del dantesco operativo.

“¡Granada! ¡Granada!”. Carlos recuerda ese grito de los militares como el detonante del caos y la posterior masacre. Rebollo declaró, años después, que desde el interior del apartamento voló una granada, pero no sabe lo que pasó después. Lo habían trasladado al hospital, se excusó, y se desligó de los macabros hechos posteriores. La granada jamás explotó, estaba vencida. Lo único que estalló esa madrugada fueron las esquirlas violentas y paranoicas del terrorismo de Estado. Durante media hora dispararon sin cesar sobre la puerta del apartamento 3.

Mientras se escuchaba la balacera en la rinconada, un agente de la Policía era asesinado en El Iniciador y Márquez. Pensaron que era Barrios en su moto, pero era Dorval Márquez, que volvía en bicicleta a su casa después de hacer un 222. Al no responder a la voz de alto fue acribillado a sangre fría. Márquez había quedado sordo tras un accidente en un entrenamiento policial, y ahora era asesinado en un infame operativo militar. A la madre de Márquez le dijeron que su hijo murió “cumpliendo funciones”. Tres meses después, el alférez Ricardo Morales confesó la autoría del crimen en comparecencia ante el Juzgado Militar.

A menos de 30 metros de los acontecimientos, en medio de un escenario de guerra, envuelto por el humo y el olor a pólvora, Carlos, su familia y los vecinos de la rinconada aguardaban con miedo e incertidumbre que terminara la pesadilla. Pero a las 4.30 volvió el terror. Desde la palmera donde esperaban tiritando de espanto, escucharon de nuevo el estruendoso eco de las armas de guerra. Silvia, Diana y Laura eran rematadas contra la pared del dormitorio donde agonizaban.

“¡Mátenme a mí, que también soy tupa!”, gritaba desconsolado el Cholo Barrios al descubrir la desgarradora escena que habían dejado los terroristas de Estado. Desconsolado, llamó a Carlos y a su padre: “¡Vengan a ver lo que hicieron estos hijos de puta!”. La casa estaba completamente destrozada por la balacera y había sangre por todos lados. Pero en el dormitorio el panorama era mucho peor. Sobre el rincón derecho de una de las paredes había no menos de 140 impactos de bala, algunos con cuero cabelludo insertado en el techo y las paredes del cuarto. A las 6.00 llegó un camión azul ‒“la morguera” ‒ y se llevó los tres cuerpos. “Fueron tirados con desprecio”, recuerda Carlos con profunda indignación.

Diana Riva Maidanik Potasnik (22). Cursaba el último año de Psicología y hacía poco había abierto un jardín de infantes para niños de dos a cinco años llamado El Globo Rojo. Vivió sus primeros años en Tres Cruces y después se mudó a Carrasco junto a su madre Flora, que tuvo tres hijos más con su nueva pareja. El papá de Diana había muerto cuando ella tenía apenas dos años. En la adolescencia cursó teatro y llegó actuar en la sala Verdi. Le gustaban los Olimareños, el canto popular y los Beatles. Pasaba sus veranos entre Jaureguiberry y La Floresta. En julio de 1972 fue detenida y recluida en el Batallón 13, ubicado en Gruta de Lourdes, lugar donde se encontró con Laura Raggio, a la que conocía por ser compañera de liceo de su hermana y compañera de militancia en el FER 68. 

Laura Marta Raggio Odizzio (19). Era la mayor de cuatro hermanos y vivió toda su vida en Malvín con su madre Marta, profesora de educación física, y su padre Daniel, empleado bancario en La Caja Obrera. Ambos militaban en el Partido Demócrata Cristiano y le inculcaron a Laura la educación religiosa. Su papá participó activamente en la huelga de 1969 y estuvo preso en el Cilindro Municipal, y luego trasladado a un cuartel. Por ese entonces Laura empezaba a militar en el FER 68, mientras asistía al liceo 10, centro de estudios que ocupó junto con otros compañeros. Terminó bachillerato en el liceo 15 y empezó a estudiar derecho. También participó en ocupaciones en solidaridad con las “marchas cañeras”. Con apenas 18 años fue detenida por las Fuerzas Conjuntas el 31 de julio de 1972, cuando ya formaba parte de la columna 70 del MLN-T. La torturaron y violaron en el Batallón 13. Mientras estuvo en ese infierno, sus hermanos se comunicaban con ella por medio de palomas mensajeras que lanzaban desde Gruta de Lourdes.

Silvia Ivonne Reyes Sedarri (19). Fue criada en Buceo con su hermana mayor y amiga  Stella. Fue al liceo 12 de Parque Batlle y pasaba sus horas libres tocando la guitarra y escuchando a Eduardo Mateo, los Beatles y los Rolling Stones. Junto con sus amigos del barrio formó un grupo de rock llamado The Alacrans. A los 15 conoció a Washington, con quien se casó el 3 de octubre de 1973. Militó en el 26 de Marzo y luego pasó a filas del FER 68. A los 18 años Silvia se mudó a Brazo Oriental junto con Washington y en la noche de la masacre estaba embarazada de tres meses.  

Al otro día, Washington llamó a la vecina para hablar con su madre y se enteró de lo sucedido de madrugada en el apartamento, donde todavía había militares llevándose las cosas que quedaban sanas. Fue la última vez que Washington habló con su mamá. Nené le pidió que no volviera a Uruguay, y Camilo se instaló en Córdoba, donde fue detenido el 17 de setiembre de 1974 en un apartamento del barrio Cabo Fariña, junto a cinco ciudadanos argentinos vinculados al ERP. Washington Barrios se declaró combatiente y exigió que se respetaran los derechos establecidos en la Convención de Ginebra. Estuvo preso en la Dirección de Coordinación Federal de Córdoba hasta el 11 de octubre, día en que fue trasladado a la ciudad de La Plata. Estuvo detenido en una cárcel clandestina de Lomas de Zamora (Pozos de Banfield) y luego en la Unidad 9 del Ejército ubicada en La Plata. El 20 de febrero de 1975, autoridades argentinas informaron que Barrios se había escapado del móvil policial que lo trasladaba de nuevo a Córdoba. Nunca más se supo de él. Tenía 22 años.

La causa judicial en la actualidad

Los familiares de Silvia, Diana y Laura realizaron la primera denuncia penal el 20 de mayo de 1985. Pero al comenzar a regir la Ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado, en 1989, la Justicia archivó el expediente. En 2005, amparándose en el derecho internacional relativo a delitos de lesa humanidad, las familias de las víctimas presentaron una denuncia ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). Desde 2013 la denuncia se encuentra en estudio, a la espera de que la comisión decida si eleva el caso a la Corte Interamericana, lo que permitiría exigir la intervención de la Justicia penal. Pero la Justicia uruguaya dio otro paso en falso en detrimento de la búsqueda de la verdad, cuando la Suprema Corte de Justicia (SCJ) declaró inconstitucionales los artículos 2 y 3 de la Ley 18.831, norma que sustituyó a la ley de caducidad. En 2017, la Fiscalía Especializada en Delitos de Lesa Humanidad pidió la reapertura de la investigación de esta y otras causas.

El titular de esa fiscalía, Ricardo Perciballe, dijo este martes a la diaria que se trata de “una causa compleja”, y recordó que el año pasado emitió un dictamen solicitando distintas pruebas, entre ellas “la declaración de algunos testigos que eran víctimas en ese momento”, “ciertos oficios a distintos organismos del Estado y también una reconstrucción histórica por parte de la cátedra de Medicina Legal” de la Facultad de Medicina de la Universidad de la República. El fiscal especializado añadió que “algunas de esas pruebas ya fueron diligenciadas”; en cuanto a los testigos, “algunos ya declararon y otros no han sido ubicados”, y “resta aún el informe pericial de la cátedra, que va a ser muy importante para resolver la situación”.

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