La placita Portugal, que está ahí en Monte Caseros y Mariano Moreno, vio interrumpida la tardecita del jueves pasado su apacible rutina primaveral cuando más de un centenar de personas se empezó a congregar, convocadas para la presentación de un libro.
Lejos de los rutilantes salones de las instituciones en los que se acostumbra hacer este tipo de actividades, no fue, sin embargo, caprichosa la elección de ese lugar para hacer la presentación del libro La resistencia anarquista: el Gauchito de León y el grupo de acción Los Libertarios, una investigación de Pascual Muñoz, que ese mismo día una camioneta naranja llevó, en la hora, de la encuadernadora derecho para la plaza.
Es que además de presentar el libro, su pretensión era, también, reivindicar la figura de quien quizá haya sido uno de los últimos, si no el último, de los caídos en un enfrentamiento armado contra las Fuerzas Conjuntas, el 29 de octubre de 1974: Idilio de León, un anarquista que en esa misma plaza, luego del asalto a un camión de reparto de bebidas, murió desangrado tras un enfrentamiento con una patrulla militar.
Idilio de León Bermúdez (Tacuarembó, 1944) se sintió atraído por las ideas anarquistas de muy jovencito, escuchando los versos del payador libertario Carlos Molina que hablaban del sufrimiento del hombre de campo y las duras condiciones del trabajo de la tierra. Fue así que se vinculó a los jóvenes anarquistas que se reunían en la sede de la Sociedad de Resistencia de Obreros Panaderos, en La Teja, donde surgiría el Ateneo 1º de Mayo. Allí conoció a Adalberto Soba y juntos se integraron en 1964 a la Federación Anarquista Uruguaya (FAU), una organización surgida en 1956 y en la que se aglutinaba casi toda la militancia anarquista de la época, que no era poca.
Participó en La Teja en la ocupación de un terreno en el que los vecinos levantaron la primera cancha que tuvo la Institución Atlética La Cumparsita y un rancho que fue centro de actividades de jóvenes libertarios. En ese rancho se recibía a los cañeros que venían de Bella Unión y se organizaban veladas solidarias con la participación de distintos invitados, entre otros Mario Benedetti, Eduardo Galeano, Los Olimareños, Alfredo Zitarrosa, Daniel Viglietti y el mismo Gaucho Molina.
En sus primeros pasos en la militancia participó en acciones de solidaridad con los trabajadores de Bao y de los frigoríficos que se encontraban en conflicto.
En ese mismo barrio, el Gauchito y otros jóvenes anarquistas construyeron, junto con militantes de la Asociación de Estudiantes de Medicina, una policlínica autogestionada, en otro terreno ocupado.
Ya como militante de la FAU, se fue a Bella Unión, en 1964, y se vino caminando junto a los “peludos” que trabajaban en la caña de azúcar, en la marcha que, bajo la consigna “Por la tierra y con Sendic”, llegaría a la capital para mostrarle al país entero las condiciones de vida miserable que soportaban.
En 1969 se integró al brazo armado que la FAU venía desarrollando y que posteriormente se llamaría Organización Popular Revolucionaria 33 Orientales (OPR-33). En ella participó en el robo de la famosa bandera de los 33 Orientales del Museo Histórico Nacional. La idea original, se señala en el libro, era “retener la bandera por un tiempo hasta encontrar un momento oportuno para que reapareciera en medio de alguna lucha popular”. Sin embargo, “las derivas de la lucha social llevaron a que esa reaparición nunca sucediera, y la bandera, con su fuerte carga simbólica, se volviera una obsesión de los mandos militares durante la dictadura y motivo de reiteradas sesiones de tortura”.
Tras el frustrado asalto a la Fábrica Nacional de Cerveza el día del pago de los sueldos, en 1970, el Gauchito fue detenido junto a Roger Julien y trasladado al Penal de Punta Carretas, que se estaba empezando a poblar, a pasos agigantados, de presos por motivos políticos. Allí se reencontró con otros compañeros de su organización, como Hébert Mejías Collazo y Augusto Chacho Andrés.
En 1971, los tupamaros presos en ese penal les habían otorgado tres plazas a los presos de la OPR-33 para la fuga conocida como El Abuso, en la que se fugaron 111 presos. Uno de ellos fue Idilio de León.
Si bien en 1972, con el país bajo Estado de Guerra Interno, el MLN ya había sido derrotado militarmente, la FAU tenía sus estructuras casi intactas. Tanto la organización política como sus distintos frentes (la OPR-33 y la Resistencia Obrero Estudiantil, ROE).
Pero algunos de sus principales referentes ―Gerardo Gatti y Hugo Cores― estaban requeridos y León Duarte estaba detenido y soportando la tortura. Bajo ese panorama, la FAU decidió el repliegue, obligatorio para sus militantes, hacia Argentina, con la intención de seguir operando desde allá, decisión que encontró fuerte resistencia entre sus integrantes. De León se negó a irse y organizó, por su cuenta, una acción de sabotaje contra una panadería que no respetaba las conquistas obtenidas por el gremio.
Estos dos fueron los elementos que llevaron a la organización a expulsar a De León y sus compañeros de sus filas, a lo que ellos respondieron creando el grupo Los Libertarios, cuyos integrantes eran tan sólo una decena y que se dedicó, según relata Muñoz en el libro, a realizar “expropiaciones para financiar la infraestructura de la lucha revolucionaria, algún sabotaje, algún escarmiento a carneros y a jerarquías vinculadas a los aparatos represivos”.
Ya instalada la dictadura y en un contexto represivo cada vez más complejo, este grupo llega a realizar innumerables “expropiaciones”. A pesar de que habían sido expulsados de la FAU, sus viejos compañeros, ya en Argentina, siguieron ofreciéndoles ayuda para salir del país, algo que tanto De León como sus compañeros siguieron rechazando.
Sin embargo, Muñoz deja abierta una ventana para entrever que, viendo el contexto represivo de 1974 y dado cómo estaban las cosas, quizás ese, el último asalto que le costó la vida, haya sido una acción para conseguir fondos para la tan resistida salida hacia Argentina.
Algo que nunca pasaría, porque allí moriría, con sólo 30 años, desangrado, tras un enfrentamiento con los militares. En esa misma plaza donde el jueves se juntaron a recordarlo algunos de sus viejos compañeros, como Chacho Andrés con su bastón (autor, además, del libro Estafar un banco: ¡qué placer!, publicado por Alter Ediciones) o su hermana Sara, con 86 años, que también fue militante de la FAU y presa política, o los hermanos Elbio, Rosario y Juan Pilo.
Como presentación de un libro, fue bastante atípica. Entre otras cosas, porque su autor, Pascual Muñoz, entre las montañas de ejemplares que estaban a la venta sobre una vieja mesa de madera, tenía tres rosas rojas. Porque, según palabras del propio Muñoz, “cuentan que al día siguiente que lo matan, en el lugar donde él cayó, alguien puso unas rosas. Y parece que todos los años, en esa fecha, alguien ponía rosas”. Algo de lo que se enteraría años más tarde, en la cárcel, su hermana, Sara, sin llegar a saber nunca de quién fueron esas manos anónimas que se atrevieron a tamaña osadía.