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Willian Astengo en su pueblo, 25 de Mayo.

Foto: Marcelo Ruiz

Segundo movimiento

9 minutos de lectura
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[Las más leídas 2018] Entre huerta y pescas, la vida recuperada de Willian Astengo tras la neurocirugía por Parkinson en el Hospital de Clínicas.

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Esta es una de las notas más leídas en nuestra página web en 2018. Podés consultar otras aquí

“Lo que pasa es que el enfermo de Parkinson es como que anda con un cambio atrasado; el desplazamiento es lento”, dice Willian Astengo, golpeteando sincronizadamente sus dedos gordos sobre una mesa acomodada a la sombra del nogal del fondo de su casa. Como pudo, según cuenta, los últimos años se las pasó peleando contra el temblequeo incesante que no le dejaba siquiera servirse un vaso de agua y llevárselo a la boca. “Cada día que pasaba era peor. La calidad de vida estaba muy deteriorada. Mes a mes me daba cuenta de que dejaba de hacer cosas que antes hacía, a pesar de que no aflojé nunca. Ya para comer empecé a agarrar el tenedor con la mano izquierda porque con la derecha no podía, y a lo último tenía que agarrarlo con las dos manos. Dormir prácticamente no dormía. Cuando mucho dormía una hora y me levantaba porque no podía estar en la cama; el movimiento era insoportable para todo. Además la voz te empieza a quedar como tenue. Y perdí bastante el olfato, que era algo que tenía y mucho”.

En 25 de Mayo, que también se llama Isla Mala, a Willian lo conocen por su nombre pero pronuncian la doble ele como se hace en estas latitudes: Güiyan, le dicen.

Vive en las orillas del pueblo, por la calle Treinta y Tres, donde el paisaje sonoro, de tan manso, termina siendo envolvente. Cualquier canto de pájaro se cuela entre las ramas,así como cualquier paso de hombre por el balasto alerta a los perros de que puede estar llegando un extraño. Y si no anda algún motor prendido en la vuelta, alcanza con frenar la caminata para que una estela de viento acerque las conversaciones de las gallinas de la otra cuadra. Quien no aspire a mucho más que a pisar la tierra blanda, hacerles fiesta a los perros y poder vivir en calma, allí parece que tiene todo lo necesario.

Las manzanas de la periferia de 25 de Mayo están más bien despobladas. En muchos casos albergan no más de cuatro o cinco casas. Los fondos de algunas de ellas, como las de Willian y su familia, se vuelven pequeñas chacras. Tienen invernáculos y parcelas en las que Willian cría y varea petisos de carreras. Salvo por alguna moto que pasa apurada por la calle, todo parece viajar lento; especialmente el tiempo, sin presiones de horarios a la vista. Con el Parkinson, a Willian todo se le hacía más lento todavía; una lentitud tediosa y atroz. “Para bañarme nomás me tenía que tomar mi tiempo, y así para todo. A un cantero de tierra de esos [de los invernáculos] yo antes lo hacía en dos horas y media, pero ya me estaba llevando todo un día. Todo así, lento para todo. Lo que pasa es que el enfermo de Parkinson es como que anda con un cambio atrasado”, repite entonces.

Retornos mínimos

Como su enfermedad sigue allí, a veces Willian puede volver voluntariamente a sus vicisitudes pasadas. Quiere estar erguido pero le resulta imposible quedarse quieto. Él lo está, pero su cuerpo no. El epicentro del movimiento involuntario parece ser su brazo derecho. Lo estira hacia adelante junto al izquierdo, lo más que puede, con las palmas de las manos hacia abajo, y pelea por la quietud pero es imposible; en esa posición es incluso peor. La mano derecha, sobre todo la mano derecha, dibuja en el aire enormes óvalos horizontales. Aunque un poco menos, también lo hace la izquierda. Algo parecido ocurre con sus extremidades inferiores, fundamentalmente su pierna izquierda, sometida a un eterno sismo. Todo él, a lo largo y ancho de su metro setenta o menos, es un sismo.

La mano de uno de sus hijos le acerca al pecho un control remoto, semejante en tamaño a un handy, y presiona un botón. Como por arte de magia, en apenas tres segundos los movimientos desaparecen. Willian se queda quieto y ahora su cuerpo le respeta la quietud. Estira los brazos hacia adelante lo más que puede y esta vez sí puede: las manos, con las palmas hacia abajo, son dos tablas inmóviles flotando frente a él. Se sienta y exhala aliviado, con placer; sonríe, indisimuladamente emocionado.

La primera

El martes 14 de noviembre de 2017, en el Hospital de Clínicas, Willian Astengo fue sometido a una intervención quirúrgica que llevó unas diez horas. Apenas salieron del quirófano, los miembros del equipo de cirugía de la sección de Parkinson y de Movimientos Anormales hablaron con su esposa Araceli y sus hijos para contarles que todo había salido bien. Unos minutos después se acercaron hasta donde esperaba un puñado de periodistas, algunos de ellos para transmitir en vivo para los informativos centrales de televisión cómo había sido la primera operación de Parkinson que se hacía en la órbita pública utilizando microrregistros cerebrales para colocar un estimulador cerebral profundo. Fue apenas unos meses después de la primera de esas características en una prestadora privada. A la cabeza del equipo estaba Humberto Prinzo, jefe del Instituto de Neurocirugía del Hospital de Clínicas, acompañado por el neurocirujano Federico Salle. Junto a ellos apareció Stéphane Palfi, director del Servicio de Neurocirugía de la Universidad de París.

Prinzo integró también el equipo que en 2005 colocó, en el Hospital de Tacuarembó, el primer neuromodulador en un enfermo de Parkinson en el país. Poco después lo hizo también en el Clínicas. Desde entonces se han colocado poco más de 20, pero la mayoría en el ámbito privado. “Lo de hoy fue algo diferente: logramos introducir tecnología de avanzada, de primer uso a nivel mundial”, explicó Prinzo aquel día.

La convalecencia

Parar frente a la casa de Astengo en 25 de Mayo y sentir, en esa mansedumbre envolvente, una motosierra que desde un predio vecino lo invade todo puede resultarle perturbador a quien llega pensando en grabar con Willian una conversación limpia, exenta de ruidos. Pasaron ya siete meses de aquella intervención. Es media tarde y las puertas y ventanas están abiertas de par en par. La motosierra vecina ofusca. Es inevitable refunfuñar entre dientes contra quien la porta justo ese día y a esa hora, inmejorables para sentarse a hablar tranquilo con alguien a quien hace pocos meses le hicieron dos perforaciones en la zona más alta de su cráneo y le implantaron electrodos en su cerebro, comandados por un pequeño estimulador que lleva debajo de la piel a la altura del pecho. El estimulador llega a los electrodos a través de un cable que, también bajo piel, transita toda la longitud del cuello.

Aunque parece necesario golpear las manos para llamar, Araceli se adelanta a salir. Cálida en la recepción, invita a ir hasta la casa de al lado, donde vive uno de sus hijos, pues su marido está allí “cortando leña”; Willian es el hombre de la motosierra.

Admitir el asombro es entonces lo primero que surge tras saludarlo. Se podía suponer que la vida después de la intervención fuera más bien llamada a la cautela, a extremar cuidados. “No, para nada –explica Willian de sobrepique–. Me dijeron vida normal y yo hago vida normal. Estuve tres o cuatro días internado nomás. Vine un sábado derecho a comer un asado con la familia y unos amigos, y después enseguida me puse a varear los petisos. Después de ahí ya no paré la pata. Claro que siempre cuidándome la cabeza, porque andaba todavía con los puntos y con todo, y también el marcapasos, que siempre lo estoy cuidando”.

La vida de Willian empezó a cambiar una década atrás. Sintió que un músculo del brazo derecho le temblaba. Después, con el tiempo, también la mano. Cada vez temblaba más. “Luego empezó la pierna. Era como que el temblequeo se iba corriendo por todo el cuerpo”. Más tarde le llegó a la cara, dificultándole articular la boca. A pesar de que el movimiento involuntario le seguía colonizando el cuerpo, intentó mantener sus actividades de rutina. Vendió su moto y compró un cuatriciclo para salir a pescar y, además, repartir las lechugas y los tomates que cosecha. Todo costaba cada vez más, y eso, advierte, implicó aumentar el sacrificio para poder seguir haciendo la vida de siempre; a otro ritmo, pero seguir con ella.

En el Parkinson “el temblor es un síntoma característico y muy estigmatizante, pero no hay que dejar de pensar que hay otros importantes, por ejemplo el del trastorno del ánimo”, explicó la neuróloga Bettina Aguiar, del Hospital Amorín de Florida.

La medicación atenuó ese temblequeo, pero con los años esta deja de surtir efecto e incluso puede tener efectos adversos, según explicó, desde Francia, el neurocirujano Salle.

Enterado de que la cirugía era una posibilidad, Willian se acercó al equipo del Clínicas. “Primero pasé la etapa de los ejercicios de rehabilitación, trabajando con un equipo multidisciplinario. Después de que me evaluaron, me pasaron al doctor Prinzo. Ahí me hicieron más evaluaciones, porque son operables entre 5% y 20% de los casos. En esas evaluaciones, en las que también se pasa por psicólogos y psiquiatras, salí como operable. Esa fue la primera batalla que gané. De 189 personas que llevan evaluadas yo era el número 22 o 23 que salía operable. Claro que después vino la etapa de conseguir el marcapasos, que cuesta 50.000 dólares. Estuvimos por todos lados, golpeando puertas con mis hijos, mi señora y mis amigos. Que gobierno, que BPS y todo eso. Estaba todo trancado por todos lados. Un día, a la hora de la siesta, llegó una llamada. Era el cirujano Prinzo diciéndome que fuera urgente, que había algo para mí. Habían donado un neuroestimulador, y me lo habían concedido a mí por la gran evaluación que tuve. Sé que pesó mi edad, porque de alguna manera soy un paciente joven, y también por lo activo que estaba”.

La del neuromodulador, explica Salle, “es una tecnología que no está financiada de ninguna manera en nuestro sistema de salud. Los pacientes que se han operado hasta ahora lo hicieron gracias a donaciones o al esfuerzo para obtener recursos a través de kermeses, colectas, rifas y otras formas de sacar plata de debajo de las piedras”. En el caso de Willian, accedió al neuromodulador gracias a una donación de la propia empresa fabricante, la francesa Medtronic. Hay vías alternativas. “En los últimos años se ha podido hacer recursos de amparo ante la Justicia. De esa manera se han obtenido estimuladores”, comentó Salle. “Estamos luchando para incorporar esta tecnología a nuestro sistema de salud. Otro de los caminos es la exoneración de impuestos, dado que la carga impositiva es alta”, comentó. 45% de lo que le cuesta el neuromodulador a un paciente uruguayo representa la carga impositiva. “En realidad son pocos los que se precisan, porque con la cantidad de parkinsonianos que hay en nuestro país y los que pueden beneficiarse por la cirugía estaríamos hablando de diez a 15 aparatos al año; sólo 10% de los enfermos de Parkinson terminan superando todos los filtros del protocolo de selección. Con eso estarían cubiertas las demandas del país. Nosotros seguimos trabajando, seguimos seleccionando pacientes, y los que tienen la indicación de operarse hoy en día el camino que tienen es el del recurso de amparo”.

La exoneración impositiva es otra de las alternativas que proponen al Poder Ejecutivo los colectivos de personas que padecen Parkinson. También apuntan a que el Estado pueda hacerse cargo del costo. “Con lo que cuesta la medicación de un enfermo de Parkinson, en tres o cuatro años ya se cubre lo que cuesta un neuromodulador”, aseguró Ramón Tejera, quien ha impulsado en Florida la organización de los parkinsonianos.

El lugar exacto

“Estimulaciónsubtalámica bilateral” es el nombre de la cirugía. La que se le practicó a Willian contó con el aporte de los microrregistros cerebrales, lo que “le agrega mayor precisión a la técnica”, explicó Salle. Un microelectrodo registra la actividad eléctrica de las neuronas, identificándose así el lugar en el que están las que se encuentran alteradas. “Eso se puede detectar perfectamente a través del microrregistro, y sabemos que ahí está el lugar exacto en el que debe ir el electrodo”.

Cuando no se usan microrregistros el paciente debe estar despierto durante buena parte de la cirugía para ir midiendo la reacción ante la colocación de los electrodos milímetro a milímetro, movimiento por movimiento.

Con el neuromodulador instalado los electrodos descargan impulsos eléctricos de bajo voltaje en sectores profundos del cerebro. “Lo que hace la corriente eléctrica es estabilizar a un grupo de neuronas que están descargando de manera errática o muy rápida. Los electrodos hacen que se sincronicen, que funcionen mejor”, explicó Salle.

“A siete meses podemos decir que la operación ha cumplido con todas las expectativas que teníamos. El control del temblor ha sido de 100% y la mejoría global en las escalas motoras por su enfermedad alcanzan más de 65%. Es una cifra bastante elevada, ya que a nivel mundial el porcentaje habitual es de 50%. Willian ha tenido mejoría superior”.

La estimulación es graduada de acuerdo a las características del paciente. A la sombra del nogal, Astengo vuelve a golpetear sobre la mesa los dedos gordos y algo raídos de su mano de carpintero jubilado devenido horticultor. Explica orgulloso que cumple con todas las indicaciones del equipo médico y que periódicamente asiste a controles en los que, si hace falta, le regulan el voltaje. “A mí me quedó impecable”. Se saca un gorro que lleva para protegerse del sol y lleva el índice de su mano derecha a recorrer el cuero cabelludo para apoyar lo que dice: “Tengo tres voltios del lado derecho y dos con setenta del izquierdo. Quedó justito, impecable”.

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