El relato en primera persona de un vuelo especial para repatriados argentinos y las situaciones de riesgo a las que fueron expuestos todos sus pasajeros por la falta de prevención y planificación
Tengo un recuerdo inventado que me acompaña desde la niñez: ronda el mes de marzo de 1976. Caminamos con mi madre por el barrio, tomadas de la mano. Yo tengo cuatro o cinco años. Ella tiene una panza enorme, está embarazada de mi hermano mayor. Caminamos apuradas, disimulando un trote miedoso. Su expresión lo explica todo. Doblamos la esquina al divisar un tanque de guerra.
Quien tiene que dejar su lugar de origen, trasladarse cientos o miles de kilómetros para sobrevivir, no es un oportunista, es una víctima. Igual que quien en su propio lugar no cuenta con condiciones dignas de vida, pero peor. El racismo y la xenofobia no son más que un ejercicio brutal de la opresión de una clase dominante que se ampara en conceptos que fueron ideados precisamente para mantener privilegiados y desgraciados.
En Fortaleza es verano todo el año y oscurece a las seis de la tarde. Pasamos por la playa urbana para reservar unos pasajes y recorrimos la feria buscando generar hambre para la cena. En eso estábamos cuando irrumpió una manifestación con las consignas "fora Lula, fora Dilma, fora PT, minha bandeira nunca será vermelha". Era una caravana de autos importados y camionetas 4x4: Hylux, Mercedes Benz, Smart, Audi, Mini Cooper. Un lujo de manifestación.
La última vez que había viajado a Buenos Aires había sido para votar en el balotaje. Nunca antes voté al kirchnerismo ni al peronismo y, de hecho, desde que me instalé en Montevideo, no había vuelto a sufragar. Sin embargo, lo que hasta ese entonces era la amenaza neoliberal resultó una convocatoria suficiente a ejercer mi derecho a voto.