Cuando se lee un cuento con la atención centrada en el amasijo argumental, al margen de las filigranas y firuletes del estilo, la disposición formal y el aliento que le otorga su extensión, en la mente del lector opera, subliminalmente o a sabiendas, un repertorio de derroteros posibles, conformado por acumulación de su propia condición lectora. En ocasiones se ve venir el desenlace (en caso de que lo haya), o la determinación del protagonista en un momento dado de la trama, e, incluso, la eventual incomprensión de la pieza puede contrastarse contra otras operaciones similares leídas en otros lados. Por eso, al momento de practicar la cuidada artesanía del cuento –un trabajo que se asemeja al de un orfebre en su taller, frente al de picador de piedra que representa el novelista–, el escritor tiene la posibilidad de moverse sobre las sendas conocidas, o lisa y llanamente apartarse del trillo. Como en toda tarea de exploración que implique un alejamiento del área cartografiada, siempre están latentes los eventuales peligros, pero, también, las iluminaciones. En estas mismas páginas he reseñado libros de cuentos que lo ejemplifican –Adulterio, de Andre Dubus, Relatos, de Deborah Eisenberg, y La casa en llamas, de Ann Beattie, por mentar apenas tres–, sitial en el que también debe ser ubicado Un desperfecto en la carretera, de la escritora montevideana Cecilia Ríos.

Autora copiosamente premiada y de variados registros (cuento, novela, poesía, teatro), Ríos le da una vuelta de tuerca en este libro a un elemento presente en su anterior obra publicada, la novela policial Apenas lo conocía: el flujo de la trama hacia terrenos impensados, a primera vista disonantes, que, lejos de desvirtuar el relato de las peripecias y las particularidades de los personajes, terminaba reforzando el esquema excesivamente ejecutado del género negro. Algo similar ocurre en los 11 cuentos de Un desperfecto en la carretera, y si bien la apuesta no logra cuajar a pleno en todos los casos, reduciéndose en algunos a meras viñetas, el libro incluye un puñado de piezas de muy sólida factura.

En el centro mismo del libro se ubica el cuento “El tamaño de la maldad”, un durísimo drama intrafamiliar basado en un episodio real ocurrido en Sarandí Grande, varias décadas atrás. Aquí, la maldad es desmontada de su pedestal genérico para volverse demasiado real y concreta; Ríos opera en capas, a través de puntuales ramalazos que generan un ambiente de tensión y de irrealidad que, de pronto, lo envuelven todo. La escritura de los hechos, en una puntillosa tercera persona en este caso, va perdiendo a lo largo del cuento su costado más frío y analítico, reforzando el contraste, la salida de trillo de la que hablé antes, con el tono mesurado del arranque, donde se analiza la gradación del concepto de maldad para Marta, la protagonista: “Podía identificar sólo pequeñas maldades. Hablar mal de alguien, no festejar un logro ajeno, servir la porción dura de la carne, apresurarse con el último trago de vino, irse sin saludar. Advertirlo le daba alegría y la sensación de tener un privilegio. Habría sido terrible estar cerca de grandes maldades, con las que se escriben libros y se hacen películas. Las que percibía no justificaban su mención”. Releer ese párrafo de la primera página a la luz de la crudeza con la que el relato culmina subraya el oficio de Ríos con el género.

Algo similar ocurre en “Kalea”, otro de los grandes momentos del libro, en el que la omnipresente maldad se ubica entre los prolegómenos y la concreción de una historia de amor. Magdalena, la protagonista, se mueve en un mundo desconocido con entereza y decisión, pero, de manera gradual, como antes se instalaba la violencia en “El tamaño de la maldad”, acá empieza a anidar el extrañamiento. El cuento tiene un particularísimo ritmo (“cinematográfico”, diría uno que asocie el cine sólo con el movimiento) y oficia como otra muestra cabal de la destreza de la autora para desarrollar una historia compleja, cargada de matices y giros, sin caer en la sobreexplicación y el subrayado innecesario.

“Pagar lo que no se debe”, otro de los grandes cuentos del libro, le da vueltas a esa idea de fatalidad que suele ejemplificarse en las nociones de buena estrella o mala suerte que circulan a nivel popular, como en esa infame frase que ante una desgracia alguien suele pronunciar con gesto entendido: “Era su destino” (o “Estaba escrito desde su nacimiento”, “No somos nada”, etcétera). Alrededor de una de esas sentencias de Perogrullo que Matilde, la protagonista, le escucha decir a su madre, se desarrolla un condensado y vibrante thriller que implica la presencia de drogas, hampones y bolsos con dinero, pero que nunca derrapa hacia los cristalizados lugares comunes del policial.

Más breve aún es el relato “Canon circular”, en el que la presencia de una ex de su pareja se entromete en la realidad de la protagonista, trastocando lo que debería ser un idílico viaje y volviendo especialmente inquietante la rutina, esa que se construye de pequeñas certezas y convicciones y que sedimenta la idea de felicidad que cada personaje se construye para sí mismo, tal como señala con justeza Damián González Bertolino en la contratapa de este interesante volumen.

Un desperfecto en la carretera, de Cecilia Ríos. 144 páginas. Estuario Editora, 2023.