Empecemos con un comentario que más que con la literatura tiene que ver con la mercadotecnia. Muchas veces, al introducir a un nuevo autor en la escena literaria, tanto sea a través de la obra con la que irrumpe en el ambiente como cuando desembarca en otro idioma, las contratapas, las (siempre molestas) bandas elogiosas que rodean el volumen, e incluso los prologuistas o introductores de ocasión, se empeñan en definir al autor como “un nuevo” seguido por el nombre de otro escritor consagrado y generalmente muerto. El nuevo Saul Bellow, la nueva Patricia Highsmith, el nuevo Truman Capote. ¿Alguien quiere, en verdad, leer a un nuevo Bellow, a una nueva Highsmith o a un nuevo Capote? ¿No son sus obras tan únicas en sí mismas, tan inabarcables como manifestación de un estilo particular y una forma de entender la escritura que no habilitan la irrupción de cualquier tipo de continuador? Otra opción, cuando no se apela a ese rótulo, es la de maridar al autor de marras con otro autor, a través de frases como “digna continuadora de Anton Chéjov”, “estrechamente emparentado con Herman Melville”, “incuestionable heredero de Charles Dickens” y un largo etcétera.

Esa misma práctica berreta y sostenida parece rodear cada aparición de un nuevo libro de la estadounidense Ann Beattie (1947) en nuestro idioma –las novelas Postales de invierno y Retratos de Will (ambas editadas por Libros del Asteroide), Paseando con hombres (Gatopardo Ediciones), El lugar adecuado (Sudamericana) y la flamante colección de relatos La casa en llamas, publicada por Chai Editora–, comparándola sistemáticamente con John Cheever, John Updike y JD Salinger, como si esta prolífica y más que atendible escritora no contara con sobradas credenciales para valerse por sus propios medios.

La casa en llamas, un volumen bellamente editado (con una pequeña salvedad: la numeración del índice final no se corresponde con las páginas que ocupa cada cuento), en una una prístina traducción de Virginia Higa, presenta trece piezas breves de la frondosa obra cuentística de Ann Beattie, todas originalmente publicadas en las páginas de la prestigiosa revista The New Yorker y compiladas luego en el volumen The New Yorker Stories, editado por Scribner en 2011. Ordenados cronológicamente, la mayoría de los cuentos están fechados en la década del setenta, siendo el último –“El señuelo de confianza”– de 2006. Esa progresión de casi treinta años de escritura permite observar no sólo las marcas del estilo de Beattie (el cuidadoso despliegue de los diálogos, el trabajo sobre la primera persona, el medido empleo de la elipsis, la recurrencia a la presentación de un personaje a través de pocos trazos) sino también el interés por explotar el ambiente doméstico familiar (muchos relatos se ambientan en cocinas, salas de invitados, dormitorios, zaguanes) y la relación (generalmente bajo la forma de choque) entre generaciones de una misma familia.

Las protagonistas de los relatos de Beattie parecen encontrarse ligeramente desfasadas, no sólo en el entorno en que habitan sino también en la edad que cargan, por lo que el avance del tiempo siempre aparece como un elemento desestabilizador, tal como se lee en un pasaje de “El vals de Cenicienta”, el primer cuento del libro: “Louise se cepilla el pelo: fino, largo hasta los hombros, castaño rojizo. Ya es tan bonita e inteligente en todo excepto en matemáticas, que me pregunto qué será de ella. Cuando yo tenía su edad era poco atractiva, seria y quería ser cirujana de árboles. Iba con mi padre al parque y sostenía un estetoscopio –real– sobre el tronco de los árboles, escuchando su silencio. Los niños de hoy parecen mayores”.

Las búsquedas de Ann Beattie como autora de ficciones breves no se reducen al esquema de motivos y vueltas estilísticas presentado más arriba, pues en ocasiones desbarata la estructura más convencional de un relato al establecer una pausa en la relación de los hechos para exponer los vínculos entre los personajes, tal como ocurre en el cuento que le da nombre al libro, uno de los puntos más altos entre demasiados puntos altos. En ese relato, que es en sí mismo una master class sobre el uso del punto de vista, un ama de casa trajina con la cena en la cocina, ayudada por su cuñado gay, que se empeña en que fume marihuana con él, mientras su esposo y un amigo conversan en el living.

La protagonista sabe que su marido tiene una amante y que es muy probable que la abandone en breve, pero se empeña en ejecutar cada acción anodina como si nada ocurriera. La narradora expone esa información como al pasar, en medio de la descripción de otras situaciones anodinas, mientras conversa con su cuñado, como si pretendiera alertar al lector de un peligro inminente y, acto seguido, se arrepintiera y quisiera atemperar el golpe. El efecto es tan preciso como demoledor, porque toda la historia comienza a estar poblada de momentos apacibles (“En nuestro dormitorio hay unos veinte prismas pequeños de vidrio que cuelgan de una tanza atada a una de las vigas expuestas; atrapan la luz de la mañana y los miramos como gatos que observan la hierba gatera colgada sobre sus cabezas”) que no hacen más que prolongar el inevitable sacudón final.

Las trece breves piezas mayores que integran La casa en llamas son una muestra más que sobrada de la contundencia de Ann Beattie en el género, creadas por una escritora que sólo habilita una única comparación: con ella misma.

La casa en llamas. De Ann Beattie. Buenos Aires, Chai Editora, 2022, 246 páginas. Traducción de Virginia Higa.