Jorge Batlle es abogado. Jorge Batlle fue presidente. Jorge Batlle dirigió un diario y una radio. Jorge Batlle estuvo preso en 1972 por “ataque a la moral del Ejército”. Jorge Batlle lee muchos libros de historia. Jorge Batlle traicionó al capítulo más honroso de su biografía la semana pasada, cuando preparó el terreno para sembrar la sospecha, sin aportar certeza alguna, de que operan en Uruguay grupos armados de izquierda.
El abogado y ex preso político Batlle sabe que un principio básico de los derechos humanos es la presunción de inocencia. Que toda persona es inocente hasta que un tribunal demuestre lo contrario. Que el acusador debe probar la culpa del acusado, y no el acusado su inocencia. El periodista Batlle sabe que en una noticia las preguntas constituyen, a menudo, una afirmación solapada, de la que el informante podrá retractarse con cierta elegancia si es desmentida.
El ex presidente Batlle no tiene por qué saber que el contador Saúl Feldman acopiaba armas antes incluso de que él mismo condujera el gobierno, pues de no haber mediado un incendio, casual o intencional, las autoridades actuales ni siquiera habrían descubierto su arsenal. Pero si algo debió aprender de su pasaje por el Edificio Libertad es que hay ocasiones en las que conviene mantener reserva para no detonar la alarma pública. Y vaya si lo sabe quien negó hasta el último minuto que instauraría el “corralito”, en el intento de impedir una corrida bancaria. También sabe que hay ámbitos más adecuados que otros cuando se trata de procesar presunciones: por eso dispuso que la Comisión para la Paz actuara con extremada discreción hasta concluir su tarea.
El aficionado a la historia Jorge Batlle sabe cómo operaba el macartismo en los Estados Unidos de la década del 50. Sabe que la propagación de conjeturas no comprobadas perjudicará al blanco de una acusación, aunque sea inocente. No faltarán quienes digan que “algo habrá hecho”. El método sirve para condenar a “culpables por sospecha”, como lo ilustra el título de la película de Irvin Winkler sobre ese período, sin que actúe un juez.
El ataque de Batlle fue el primer eslabón en una cadena de enormes irresponsabilidades a la que se unieron con alborozo otros partidarios de la candidatura de Luis Alberto Lacalle, comenzando por el propio líder nacionalista. Su jefe de campaña, Gustavo Penadés, les dio rango de “información” a las suposiciones del ex mandatario colorado y las convirtió en un aviso publicitario que simula un noticiero radial o televisivo, divulgado en plena veda de propaganda electoral. Lacalle dijo a Océano FM que “no son publicidades, son noticias”. Pero si lo difundido “no es veraz, yo no puedo decirlo”, se atajó.
El diputado Gustavo Borsari llegó al colmo del ridículo al interpelar a los ministros del Interior, Jorge Bruni, y de Defensa, Gonzalo Fernández. Buena parte de su trama se deshilachó en el transcurso de la sesión parlamentaria. Le cambió la nacionalidad, el currículum vitae y las tareas asignadas a un funcionario del Ministerio del Interior. Responsabilizó al gobierno actual de una incompetencia que, de ser tal, es compartida con sus antecesores blancos y colorados. Vinculó a Feldman con una ex presa común que, ofendida, lo demandó ante la justicia. No le acertó ni al color de pelo de la mujer. Se dio el lujo, incluso, de presumir la filiación política del muerto basándose en la tapa de los libros que había en su casa. Así y todo, mantuvo la frescura al reiterar sus argumentos en los días siguientes. Si Borsari te invita a jugar al póquer, no aceptes. Te despluma. Una figura pública libre de toda suspicacia desacreditó las descabelladas versiones de este caso policial: Víctor Lissidini, ex dirigente colorado que este año apoyó la candidatura de Lacalle. El ex director de Aduanas aseguró haber investigado en 2002 a Feldman y a otros supuestos poseedores de armas de guerra, y recordó que no recibió “ningún tipo de apoyo” de aquel gobierno para seguirles la pisada. El presidente de entonces era Jorge Batlle.
Este despliegue de infundios al que la oposición ha sometido a la sociedad uruguaya tiene una razón “plausible”, para usar el término de moda: apelar al temor de parte del electorado a una insurgencia armada para ganar el balotaje, ahora que las encuestas le son adversas. La hipótesis está implícita en el lamento del senador blanco Eber da Rosa a El País, según el cual Batlle “hizo el trabajo sucio”. “Debimos dejar que él siguiera haciéndolo”, dijo, con inusual franqueza.
Si el recurso funciona, algo muy difícil de pronosticar a estas alturas de noviembre, Lacalle tendrá otra oportunidad para agradecerle a su dios, aunque más parecería el resultado de un pacto con el ángel caído que cargó las armas de Saúl Feldman.