Cuando mirás el primer capítulo de una comedia venezolana junás al toque que el joven millonario va a ir en contra de la voluntad de su padre y se va a casar con la sirvienta. Cuando en el Velódromo te meten un parodista entre murga y murga, no hace falta que veas el final para saber que Pinocho Sosa va a terminar gritando el nombre del homenajeado o que Pendota Meneses recreará un deceso. Y cuando un equipo uruguayo que domina a uno brasileño de golpe pierde ritmo y sufre el empate, también sabés que es difícil que retome el control de la pelota y del resultado.
Ayer pasó algo así. Un enchufado Peñarol dominó a Inter durante más de medio partido, pero el empate visitante terminó con la efervescencia carbonera. La desconexión del último Peñarol de la noche no estuvo en línea con el correcto trabajo que lo antecedió. Menos, con lo que se necesita para encarar una revancha en la que Inter será local y podrá clasificar con un 0-0.
Hasta las expresiones más pobres del fútbol norteño se caracterizan por algo raro para los mejores equipos uruguayos: la estabilidad. La gráfica de rendimiento de los vecinos normalmente llega bien arriba y es pareja, carece de los picos y las bajadas que se repiten en las de los de acá. La de Inter, el actual campeón de América, no fue tan alta como podría haber sido. Pero no sufrió grandes desniveles. La sostuvo el partidazo del volante Bolatti y la efectividad propia de los norteños, que también en ese rubro nos sacan ventajas. Aun cuando se muestren tan avaros como ayer, pegan con mano de piedra. Llegando poco, hacen mucho. Casi siempre esto se debe a que la técnica individual los pone un escalón por arriba. Otras veces, de puro suertudos: promediaba el segundo tiempo cuando el delantero Damião tiró de lejos y en soledad y un rebote en Valdez mandó la pelota a la red.
Un ataque casi aislado les dio el gol que a Peñarol le costó un largo rato de presión y claro esfuerzo por cuidar la pelota. A la uruguaya, lento y no siempre preciso. Pero esfuerzo al fin. Nació de una importante concentración defensiva estirada durante cerca de medio partido, que arrancó ovación tras ovación de las colmadas tribunas del Centenario. Valdez y Guillermo mordieron desde la cueva, que esta vez no tuvo a Ale González. Éste asumió un raro rol de lateral, puso actitud para ir a buscar al primer D’Alessandro, el que se movió por la derecha. El doble cinco Aguiar-Freitas no se quedó atrás, aunque el primero de los dos puso demasiado siento y no mucho pienso. La electricidad tuvo su extremo más ofensivo en Martinuccio, dueño de la corrida rematada con pase perfecto para que Corujo hiciera un gol merecido personal y colectivamente cuando iban 37 minutos.
Mucho de eso dejó de verse en el amanecer del complemento, que hizo crac cuando Inter sacó el pleno del empate. Y con el pleno vinieron los primeros minutos de mosqueta. No muy brillantes, por cierto. Gaúchos, no más, pero efectivos para que el mismo estadio que antes festejaba todo, pasara a enojarse por todo. Esta vez, el Lolo no pudo aportar más que Mier, que nuevamente quedó en deuda. Alonso tampoco gravitó al entrar por el Tony. Aguirre se resignó a cerrar la noche sin emplear el tercer cambio, porque quedó de rehén de un banco compuesto por un arquero, dos defensas y dos volantes de marca (ver ficha).
Si Inter no hizo mucho por la noche mientras perdía, menos lo haría en el tramo final. Apenas se aproximó con una tibieza que ojalá repita en la revancha, en la que Peñarol estará obligado a convertir para pelear por su pasaje a cuartos. Sería deshonesto si no dijera que al imaginarme el segundo partido me acuerdo de la comedia venezolana y de las parodias de carnaval. Peñarol tiene cinco días para evitar que el asesino termine siendo el mayordomo.