A partir de una caracterización del PIAI, el Instituto Nacional de Estadística define un asentamiento como “un agrupamiento de más de diez viviendas, ubicadas en terrenos públicos o privados, construidos sin autorización del propietario, en condiciones formalmente irregulares, sin respetar la normativa urbanística”. La definición dice que, en general, se agregan carencias de todos o algunos servicios de infraestructura básica, sumadas a dificultades para el acceso a servicios sociales. Pero más allá de lo que se pueda teorizar, cada asentamiento tiene sus propias realidades, dinámicas y sentidos, y no pueden ser analizados de la misma manera.
El asentamiento Lavalleja tiene muchos años, tantos que sus pobladores no los pueden especificar. Apenas se animan a sacar cuentas de la cantidad de años que han vivido en el lugar: algunos dicen que cerca de 40, otros casi 30. En lo que todos coinciden es en que está compuesto mayoritariamente por familias que viven ahí desde hace más de una generación, lo que hace más difícil comprender la necesidad del realojo y que incluso haya quienes sienten que los quieren echar. “Es como si a cualquier persona le dijeran que tiene que abandonar su lugar; el que construyó durante toda su vida o el que consiguió hace dos años, no importa. Eso es todo lo que se sabe, porque rumores hay muchos, pero no pasa lo mismo con las certezas”. Así lo cuenta Fernando, un vecino que vive en el asentamiento desde hace 40 años; se crió en el barrio Borro -que queda a unas cuadras- y actualmente vive con su hija, su esposa y el hijo de ésta. Él dice que está dispuesto a aceptar cualquier solución siempre y cuando sea para mejorar, principalmente por el futuro de su familia. Dice haber “escuchado por ahí” que lo quieren realojar cerca, pero casi al lado del arroyo Miguelete, idea a la que se niega. “Nosotros acá tenemos paredes de material, tres cuartos, y cada uno tiene su espacio. Si me quieren dar otra casa, que sea igual o mejor; ¿qué hago si me quieren dar una con dos cuartos? ¿Dónde nos ponemos?”, pregunta, un tanto enojado. Fernando se queja y dice no haber hecho nada malo: pagó sus impuestos toda la vida y en su momento ocupó un terreno privado porque su dueño no se hacía cargo y nunca le reclamó, por lo que ahora, legalmente, le corresponde ese lugar. Además dice que, en el fondo, los políticos y técnicos que están trabajando para el realojo los consideran inferiores, y se enoja cuando comenta: “[Ellos] por tener estudios se piensan que la gente del lugar es ignorante”.
Por si fuera poco
Pero a la incertidumbre del realojo, hace poco se sumó otra. En una de las varias reuniones y asambleas que se realizaron por el tema, en marzo de este año, uno de los vecinos dijo que hace años se habían enterrado carcazas de baterías de auto en el predio. Inmediatamente, varios comenzaron a buscar en sus casas y en los fondos de varios terrenos aparecieron baterías. La sospecha de que el lugar podía estar contaminado con plomo no tardó en confirmarse. Esta nueva realidad introdujo nuevas diferencias en la población del asentamiento. Ya no sólo se trataba de personas que estaban en distintas situaciones edilicias y económicas de cara a un realojo, sino que ahora, además, se agregaban causas sanitarias. Si bien ya eran varios los riesgos de la salud para los vecinos -algo bastante previsible con un arroyo como el Miguelete al lado-, el plomo se transformó ahora en la principal amenaza.
Al principio no hubo información clara al respecto, por lo que también se generaron varios rumores; entre ellos, algunos que hablaban de la precipitación del realojo. De a poco, algunos de los habitantes del asentamiento se fueron animando a enfrentar el tema y acudieron a distintos centros de salud, pero las soluciones distan de aparecer. Por ejemplo, una de las familias, integrada por una pareja y sus cuatro hijos, dijo a la diaria haber ido al Hospital Filtro a hacerse los exámenes, pero están a la espera de los resultados desde hace tres meses. Creen que los estudios se perdieron, pero no pueden responder con precisión el motivo del atraso. La madre dice, preocupada, que si su teoría se cumple no va a poder llevar de nuevo a su hijo más grande -de unos seis años- porque se niega a sacarse sangre, y ella no quiere llevarlo al médico engañado, no sea cosa que después les tome idea a los profesionales de la salud, comenta. A medida que los rumores se fueron ampliando, cada vez más vecinos fueron al Hospital Filtro, al Pereira Rossell y a policlínicas más cercanas. Al menos un par de casos dieron positivo a la presencia de plomo en sangre, pero nadie sabe muy bien la cifra ni los motivos. Es que además del tema de las baterías de auto, hay varias familias de clasificadores que día a día llevan residuos a sus casas.
Creer o reventar
Hasta el momento todo lo que se hace, junto con un equipo técnico (contratado por el PIAI en convenio con una ONG) que trabaja en territorio, es tomar medidas preventivas, como el lavado de manos y evitar el contacto directo con la tierra, algo bastante complejo con niños de por medio y cuando varias casas no tienen piso de material. El equipo técnico elaboró un plan de mitigación que requiere nuevos recursos para concretar las acciones, pero hasta el momento no hay una señal clara de las autoridades, según cuentan los vecinos. Además, se están considerando situaciones de emergencia habitacional y distintas formas de paliarlas, pero ninguna de ellas demora menos de un año.
Varios vecinos se preguntan qué hubiera pasado si alguien no hubiera advertido sobre la existencia de las baterías; hay quienes aún niegan que ésta sea una posibilidad. Es que el plomo es una sustancia cuyos efectos en el organismo no se ven de un día para el otro; se aprecian en el largo plazo, y están quienes creen que si vivieron más de 40 años en esas condiciones, lo pueden seguir haciendo. Enfrente al asentamiento se encuentra el complejo Edison, compuesto por varias viviendas de otro realojo, y algunos vecinos se preguntan acerca de los estudios de suelo que se hayan hecho previo a la instalación planificada de todas esas casas.