Se murió Rocha. Fue en las últimas horas del 2 de diciembre cuando estaba a punto de cumplir 71. Pedro Virgilio Rocha fue un crack inigualable y alcanzó numerosos logros deportivos. A fines de los 60, cuando yo era un niño que empezaba a corretear por la Olímpica, en un amistoso de la selección en el que no jugaba Rocha, unos niños en la tribuna confundieron a mi padre con Pedro Virgilio. Lo rodearon, lo miraron con admiración, y yo disfrutaba esa idolatría por error. Rocha, que había nacido en Salto, era un futbolista de brillante técnica y mucha potencia, con una pegada espectacular (“megatónico remate”, decía el por ese entonces relator Heber Pinto) y un gran cabezazo (según Carlos Solé, “tenía un zapato en la cabeza”).
De su paso por las canchas en Peñarol se quedó con siete títulos uruguayos, tres copas Libertadores y dos intercontinentales. Se fue a São Paulo y revalidó de inmediato su condición de crack idolatrado. Con los tricolores paulistas logró dos torneos estaduales y el primer Brasilerão de la historia del São Paulo, y un año después pasó al Coritiba, con el que se coronó campeón paranaense. Con la selección uruguaya marcó un hito histórico difícil de igualar: en 12 años jugó cuatro mundiales consecutivos con la celeste, en 1962 en Chile, en 1966 en Inglaterra, en 1970 en México -sólo jugó unos minutos en el debut ante Israel porque se lesionó y no pudo volver en todo el campeonato- y en 1974 en Alemania. Durante años fue el futbolista uruguayo con más participaciones mundialistas. Fue también campeón Sudamericano en 1967 en Montevideo, torneo en el que anotó el gol del campeonato en la final ante Argentina.