Pasan las horas y la sonrisa no se borra. Queda guardada la imagen de una madre abrazando a su hija, gritando a viva voz “el Danubio nomá”. Imposible no recordar a los campeones de 2004 y 2007 con el mismo sello de rebeldía, que eriza la piel.
El hincha de Danubio, además de pasional, es racional. La mayoría se aferra a estos colores desde la niñez, por el barrio, algún familiar o amigo. Con el paso de los años ese sentimiento se transforma en razón, en ideología.
Cuando el sábado Danubio le gana a Peñarol de atrás en el Estadio Centenario, la pasión y la ideología se unen, se complementan. Las lágrimas brotan, los puños se alzan y los abrazos son interminables. El cuadrito de la Curva da, una vez más, el batacazo y cierra una semana perfecta ganándoles a las dos instituciones que se reparten el poder en el fútbol uruguayo.
Cuesta creer lo que está sucediendo. Cuesta comprender cómo el mismo club hace menos de un año tenía su peor campaña y ahora lucha por la punta del torneo. En 2013, con nueva dirigencia, llegó Leo Ramos, que cambió la cara de Danubio. En el primer semestre comenzó a sumar puntos que olvidaron la tabla del descenso; sin embargo, el fútbol que tanto gusta por la Curva de Maroñas seguía sin aparecer. Ese juego con pelota al piso, toque rápido y preciso, era un tesoro escondido entre las flores de los Jardines del Hipódromo. Leo Ramos reconoció la falta de jogo bonito pero predijo: “Ya va a llegar”.
Y así fue. El esfuerzo por mantener el mismo equipo, la incorporación de estandartes en el plantel y el trabajo de estos nueve meses han parido un gran Danubio. Un gran equipo que no sólo juega como al danubiano le gusta, sino que tiene esa entrega que cualquier uruguayo quiere de un jugador. La sonrisa cómplice y el abrazo entre Pablo Lima y Jadson Viera, los jugadores más ganadores en la historia del club, ilusiona. Este equipo emociona. El trabajo está dando sus frutos y la hinchada se regocija.