Su carrera ha sido tan rápida como increíble, y su proyección, cascoteada por tempranas frustraciones que lastimaron su posible camino al éxito, se rearma al alza. De ayer para hoy ha dejado la periferia del fútbol para instalarse en el peligroso barrio de la fama.
Su cara de niño pobre, en la que a cada momento, bajo sus gruesos rizos de oro moldeados con el barro de la orilla pisoteada funde con la mágica solvencia del alquimista una sonrisa cándidamente picaresca, inocentemente bandida, con un rictus de tensión arcaica, que revela alegría-preocupación, ya está mostrando una sensación única y repetida, soñada y perseguida, renovada en cada pique, en cada pase.
Después de haber jugado 3.000, 4.000 finales del mundo, en la Piedra Alta, en el Prado Español, en el patio de la escuela, en la esquina de la casa, en el campito de las moras -porque todos los días en cada vereda, en cada esquina, al lado de un caballo comiendo, entre las columnas del alumbrado, donde hay un pedacito de pasto despejado, se juega una final del mundo- Jonathan Javier Rodríguez Portillo, nacido y criado en Florida desde hace poco más de 21 años, acaba de hacer, por fin, y por inicio, lo que ya ha hecho tantas veces, intervenido por gritos maternales de “¡Yona, vení para acá!” o mejorado por relatos propios de una voz interior que le exige gritar gol. Él, yo, vos, juegan y jugamos a que somos nosotros mismos y alguien más, y siempre hay una escena en la que el gol, el sueño, es con la celeste.
En su segundo partido con la celeste, el Cabecita Rodríguez hizo el gol soñado, y después del zurdazo cruzado y seco con más de 16 metros de trayectoria, allá tan lejos, en un lugar del que seguramente nunca haya tenido conciencia de su existencia, ríe, aprieta los puños y abre sus brazos como para iniciar un vuelo hacia su próxima ilusión, que volverá a ser ésta.
Frente al televisor, al igual que a varios miles de sus coterráneos, me invade una sensación gustosa por su deslumbramiento de recién nacido del gol con la más linda. Pero a su vez, con egoísta apropiación, siento, sentimos que es de los nuestros, que es el vecino, que camina por mi calle, que ha paseado por Independencia, que debe comprar los mismos panchos sueltos que yo, al que no le tienen que enseñar cómo ir a la playita, donde está el pique en el Prado. Es de los nuestros y es bueno, sabemos que puede ser el mejor; en lo rústico de su inquebrantable sprint, lindante con la brusquedad que se alimenta de la pureza y fineza de sus posibilidades.
Es ése el momento que tantas veces ha sido y sin embargo nunca como ayer, nunca con la misma camiseta que el Loco Romano o Perucho Petrone hicieron conocer a su país hace 90 años, nunca jugando a ser Luis Suárez, pero con Suárez al lado. Y se ríe, y me río, y mi calle se llena de risas porque el Yona lo hizo, y mientras cruzamos nuestras risas, sin que él nunca sepa, siento que me invade una sensación de algunos versos de La Margarita, la maravillosa obra de Mauricio Rosencof, que me oprimen de alegría y angustia. Es que mientras lo veo y lo siento en el éxtasis de su triunfo, que es el nuestro, veo que quiere parar no el tiempo, sino la era. Algo así como que no pase más, que sea siempre así. Salta a su paso un presentimiento.
“-Dios mío -dice. -Que nunca pase nada.
-¿Qué puede pasar? Nada. Nada va a pasar.
-No sé... no sé. Es que todo esto es tan hermoso...”, dice el diálogo de otoño de La Margarita.
Y salgo a mi calle y siento que nada va a pasar, que en mi pueblo tenemos al Yona, que es nuestro a pesar de que ni lo conocemos, y nosotros somos de él, como cada día que aparece por la sede del Atlético, por la Piedra Alta, por la panadería, o por las maquinitas.
Gol del Cabecita, gol de nosotros, los que sabemos gritar de la misma manera, como dos átomos indivisibles de una misma emoción. Uruguay, nomá. Florida, nomá.