Yo me pongo la mano en el pecho y lo admito: la verdad, fue un exceso, una profunda y grosera salida de tono, pero que venga ahora uno de estos gringos de la FIFA, todos modositos, afeitaditos, con su corbata calzada en el cuello italiano y su estilo de botón imperturbable a decirme que así no se puede festejar un gol, que no está permitido saltar y terminar taconeando mi escritorio, en un abrazo interminable, con otros que entienden lo mismo que yo, que vos.
“¡Uruguay, nomá!”, gritábamos hasta la afonía, mientras otros miles -cientos de miles- hacían lo mismo, recorriendo un camino siempre tan espinoso, incómodo e indeseado que al final terminamos disfrutando inexplicablemente, como el sabor amargo e ingrato del primer mate.
Ahí estoy yo, vos, la Luly, el Negro Dany, el botón de la otra cuadra y, otra vez, ¿por qué no?, capaz que hasta el Pepe, sabiendo una vez más que es lo que va a pasar, mientras la adrenalina fluye desprolija, mientras metemos pata como locos, aguantando la tacada, y la atamos con alambre, pum, pa’arriba y a esperar para gritar, y festejar una gran victoria.
El triunfo uruguayo se edificó en la constancia, en la concentración, en la planificación y también en el saber ser, que implica que cuando los caminos que uno planea no están para ser transitados, hay que pensar en el halfita que en cualquier cancha de barrio, en cualquier pueblo, atraviesa la mitad de la cancha con la aviesa intención de, apenas dos zancadas después de esa línea, mandar el ollazo generador de inquietudes o de fáciles resoluciones, siempre un pellizco necesario contra la desidia y el "no se puede".
Ya conocerán ustedes la historia de aquel delantero de pueblo, de aquel gurí querendón y portentoso que rompía redes, entre pichones y quesos, con la camiseta de Estudiantes de Rosario. Ya sabrán que Diego se fue para Montevideo con su bolsito e ilusiones y que volvió sin nada. Ya sabrán que allá en su Rosario natal alguien lo llevó de nuevo a Montevideo, a Cerro, donde primero devino en improvisado zaguero, porque faltaba no se qué gurí en la defensa de la cuarta; en impenetrable back después y en este dueño de áreas, baqueano del gol y del rechazo y portador por línea de los arrestos del Terrible Nasazzi, ahora.
Lo que mata es la calor
Habría que dejarse de joder un poco con tanta muerte y honor en algunos himnos, pero escucharlo coreado por miles de personas, que de alguna manera entienden que ésa es su canción, es algo único.
Ser locales en el noreste, entre las dunas de Natal, sudando la gota gorda pero soñando y creyendo, es algo impensado, pero ayer parecimos locales cuando atronó el “Volveremos, volveremos...”, el último hit de la altanera humildad de los orientales, que, bordeando el precipicio de la humillación, en cinco días se sacaron de encima a ingleses e italianos. El juego empezó lento, sin nada que se pareciera a un ataque, y apenas con un remate del Pelado Cáceres desde su propio campo tratando de sorprender a Gigi Buffon. La primera sorpresa fue ver a Uruguay parado en línea de tres con Diego Godín de libre y Josema Gimenez y el Pelado sobre Mario Balotelli y Ciro Immobile, de acuerdo a cómo cayeran los italianos en ataque, que ya desde el inicio demostraron que les gustaba el empate. Un no centro de Andrea Pirlo devenido en remate al arco se transformó en lo más peligroso, cuando iban 13 minutos de juego, pero Muslera la sacó al córner. Todo se hace pesado. Uno mira y tiene calor y entiende o cree entender lo que deben sentir los jugadores. Un doble exceso de Balotelli le generó la amarilla y permitió observar que Buffon, en las pelotas aéreas, sólo cortaba con los puños.
El partido no logra desenredarse. Marco Verratti juega bien, corta el fainá y avanza. La tienen sólo ellos, pero no hacen nada con la pelota. Nosotros queremos tenerla pero rápidamente la perdemos, aunque la concentración es plena en acción de control y defensa.
Hasta que en la media hora una internada de Luis Suárez por la izquierda, generada por el Cebolla, lo mejor de la ofensiva oriental en esos minutos, y una pared con Nico Lodeiro, genera una maravillosa doble atajada de Buffon; primero ante Luis, después ante Nicolás Lodeiro. Iban 31 minutos y fue la primera gran chance uruguaya. Entonces empezó a prevalecer la potencia física aunada a la técnica de Cavani, ya en acción de segunda punta. En el medio del ahogo de todo el mundo, Uruguay empezó a avanzar con la pelota al pie pero a 20 kilómetros por hora, cosa que no alcanzó para lograr el gol en el primer tiempo.
Demasiada presión
Si la muralla italiana había sido efectiva en la primera parte, había que esperar a ver qué pasaría en la segunda.
Genera extrañas sensaciones la posibilidad de apreciar un partido muy controlado, con el que, en cualquier otra instancia, uno se sentiría seguro por la enorme potencialidad y capacidad del rival, pero que a su vez despierte una sensación de inquietud y desacomodo. Es que no alcanza con controlarlo; también hay que ganarlo. En fin, todas esas cosas que uno se pone a pensar en el entretiempo, cuando siente que se desmaya con el calor y se da cuenta de que debajo de esa gorrita que dice la diaria no aparecen ideas, sino un revoltiijo de pelos empapados y nada más. Revisando para adentro, uno se encuentra ilusiones, nervios, muchos nervios, y unos viejos guiones escritos a máquina en viejas Remington que fueron las tablets de nuestros antepasados, quienes nos dejaron como legado, cual Homeros de historias mínimas, la certeza de que siempre es posible.
Poniendo cabeza
El comienzo de la segunda parte marcó un perfil más incisivo de Uruguay; no es que ahora quisiera más -siempre quiso-, sino que se paró de otra manera para tratar de dar el golpe. Entró Maxi Pereira por Lodeiro y rearmó la vieja dupla defensorista Mono-Tata, habilitando la pista de la derecha.
Es mejor. Aún no se ve que llegue el momento, pero la sensación llegará, anoté, para no omitir detalles técnicos y sensaciones cuando la mente se nublara y las lágrimas asomaran. Y llegó un momento parecido, pero no el anotado, cuando a los 13 una pared entre el Cebolla y Suárez dejó al lacazino solo ante Buffon, pero se le fue afuera. Un minuto después, aunque esta vez en un ataque italiano, Claudio Marchissio le metió un planchazo a Egidio Arévalo Ríos y se fue expulsado. En ese momento rápidamente Tabárez decidió el ingreso de Cristhian Stuani, pasando a línea de cuatro y quedando con tres atacantes.
Tampoco llegó “el momento” a 20 minutos del final, cuando una pared Cavani-Suárez dejó a Luis de cara a Buffon, que la tapó. Otra nos tendría que quedar.
Y ahí estaba yo, verde como un sapo, abriendo mi caja toráxica para gritar a todo pecho. Cuando la cabeza-hombro de Godín ya había hecho que la pelota golpeara las redes yo, bajo el impoluto y plástico escritorio del mundo FIFA, me sentía el Indio Arispe en Colómbes y quise rescatar la Remington de aquellos Homeros, que no pudieron encontrar estas recompensas en el camino.
Uruguay pa’ todo el mundo.
¡Uruguay!