A la joven de 23 años le asignaron un nombre por sorteo. Se llama Beatriz desde hace cinco años, cuando una profesora uruguaya de Español en la Universidad Normal de Harbin, en la norteña provincia de Hei Long Jiang, la bautizó al castellano. Tianyi Zhang es una de los diez estudiantes de intercambio que llegaron desde China el año pasado, gracias a una universidad privada.
En una de las clases de castellano la profesora le puso nombre nuevo a cada alumno. A Tianyi le dijo “tenés cara de Beatriz”, y así, a golpe de suerte y verdad, la extranjera fue uruguayizada. “La gente no te entiende”, lamenta en un español más que bueno, y ya lleva más de dos años en el país. La falta de comprensión es más cultural que idiomática.
Zhang quería escapar del estrés chino y adora la placidez uruguaya, la tranquilidad de su gente, las playas y sus ventoleras, disponer de tiempo libre, la ausencia de cierta presión social. Adora salir a bailar y volver a cualquier hora en Montevideo.
Llega a la entrevista con bolsas de shopping. Tianyi es toda risa, está a gusto. Es hija única de un policía y una funcionaria del Ministerio de Agricultura de la República Popular de China, que en sus juventudes no salían más que para cenar, jugar bolos o ir al cine. Ahora le preguntan por qué gasta tanto dinero. “Yo no gasto, Uruguay es tan caro”, dice acostumbrada a controlar el frenesí consumista.
Los uruguayos “siendo extranjera te tratan bien”, dice convencida, cerca de su apartamento en Pocitos. Recuerda las gentilezas de los uruguayos. Pero también que la hicimos sentir una delincuente.
La sociedad en general -y me hago cargo de mis prejuicios- es medio cabeza dura y cabeza gacha, tosca y miedosa ante lo que no conoce, se nubla, y abre el paraguas.
Zhang es estudiante de la Maestría en Gestión de la Educación de la Universidad ORT, y fue a un centro educativo en Minas. Tenía que entrevistar al personal docente y encuestar a los padres parada en la puerta del centro educativo. La coordinadora de la escuela la llamó y le pidió que no encuestara más; dos padres se preguntaban qué hacía esa chica “extraña” preguntando cosas en la puerta. Mientras entrevistaba a una madre, llegó la Policía. Dos oficiales la indagaron sobre todos sus datos. Le temblaron las piernas, pensó que no era delincuente sino estudiante, pero igual se “sentía mal por esto. Fue la única vez en dos años” que le produjimos dolor.
Tianyi cuida mucho sus movimientos y sus palabras. Pero igual llama la atención: “Sólo porque soy china. Si fuera uruguaya, la gente no llamaría a la Policía y aquella vez me hubieran hablado. Entiendo que la gente tenga miedo. Sí, puedo ser un poco extraña. Y se puede preguntar y resolver el asunto, pero no en esta clave. Nadie me preguntó qué hacía, simplemente llamaron a la Policía”.
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Uno de los tres cuidaparques de la Plaza Independencia dice que no sabe nada de esos extraños, aunque los ve todos los días.
Suben del muelle Florida del Puerto de Montevideo susurrando entre ellos; nunca están solos. Ríen como los animé, se acurrucan en las plazas como El Pensador de Rodin, y hay quienes se tambalean con la sed del marino que ha pasado seis meses, dos años y hasta ocho arriba de un barco. Otro cuidaparques dice que andan en chancletas y bermudas, que no parece importarles la mojadura de la lluvia, que no se asean, que andan con el “pelo así”. Pero también que no todos son iguales.
Un treintañero que trabajó en las agencias marítimas que hacen de nexo entre pesqueros, cargueros y las autoridades portuarias uruguayas dice que muchas veces son analfabetos. Que habitualmente cuando llegan al muelle les dan 50 dólares para que llamen a sus familias, cenen en un restaurante, descarguen su libido como prefieran, se emborrachen de alcohol y de máquinas tragamonedas en un hotel de alfombras rojas o en una casa con cumbia, luces de colores y chicas de labios pintados para el dialecto universal de la Torre de Babel. Todos van y vienen, pero duermen en el barco.
Son como medusas que trasiegan según la temperatura del agua buscando al calamar. Pero los precios de amarras y vituallas aleja cada vez más del muelle montevideano a las pesqueras chinas y coreanas. Entre octubre y diciembre, por lo general, se dedican al mantenimiento de las naves. Capaz que por eso ahora se los ve mirando todo, esperando en el banco de la Plaza Independencia el zarpe y el zarpazo.
La de los marinos no es fácil; el mismo gestor de agencia marítima recuerda que están seis meses o más en altamar. Los barcos coreanos buscan peces más caros que los chinos y se especializan en la pesca a la encandilada del calamar. Tienen una alta autonomía, sus buques hasta 100 metros de eslora, se abastecen de combustible, vituallas y descargan la cosecha marina en el medio de los océanos, en las bodegas de los tanqueros de los barcos que los abastecen.
El marinero chino en promedio cobra 500 dólares al mes, un sueldo que en Asia es muy bueno, estima el gestor uruguayo. Les dicen que se los depositan en una cuenta, que les llegará a las familias. Pero muchas veces ni siquiera tienen cómo confirmarlo. Los seis meses embarcados pueden llegar a ser años. Cuando desembarcan en Montevideo y quieren regresar, les informan que la vuelta a China cuesta 2.500 dólares; entonces el armador los convida a firmar un nuevo contrato y así sigue la rosca en cada puerto. Se pasan años arriba de los barcos, muchas veces soportando golpes, insultos, violencia sexual y “putiadas” de capitanes, jefes de máquina y oficiales.
Llegar a tierra es la posibilidad para solucionar los temas de convivencia acumulados durante meses o años. El puerto es la descarga. A bordo no les es permitido tomar alcohol. “No pueden hacer nada porque un barco está arriba del agua y si quieren escapar no pueden”, dice una persona que abandonó los pesqueros chinos en 1999 y se quedó en Montevideo.
Ellos cargan las toneladas de pescado que abastecen a una porción significativa de las bocas del mundo. El crecimiento sostenido de la pesca global descansa en sus espaldas y en sus dientes agujereados.
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China es el principal responsable de la captura de pescado mundial y de la suba en su consumo. Cincuenta y ocho millones de personas trabajan en el sector primario de la pesca en el mundo. Durante 2012, recogieron más de 91 millones de toneladas, casi 14 millones las levantaron las redes chinas, según la FAO. Mientras que en el resto del mundo se demanda 15,4 kilos de pescado per capita, cada chino cocina, promedio, 35 kilos por año. Sin embargo, los pescadores que caminan por Florida preparan su tanza y anzuelo en altamar para tirarlos por la borda y sentir el tirón de algún pescado más incauto que ellos al morder el anzuelo. Si caminan por Florida es porque cocinaron ese escualo que brotó de su caña -o su red- y lo mezclaron en su propia olla con arroz. Los pescadores que pescan todos los peces del mundo no pueden tocar la santísima producción global, deben proveerse por sus propios medios. No entienden el español, como no comprenden al capitán. No vinieron al mundo para entender, desembarcaron para pescar y conversar en idiomas que se entienden exclusivamente del otro lado del mundo: el chino, el coreano, el vietnamita, el filipino.
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Lo asiático es un espacio vacío que los montevideanos abandonamos en la Ciudad Vieja. La cercanía del hampa y el Puerto, herencia de la historia, no hablan nuestro idioma eurocéntrico, occidental y cristianamente ateo/higienista.
Un marinero vietnamita bajaba o subía por Florida hasta Cerro Largo. En esa esquina, un 12 de junio de 2011, Nguyen Van Trung iba a un cibercafé a comunicarse con el trozo de vida que le quedó allá, lejos. Cuánto tiempo habrá estado pensando en esa llamada. Sería una hija, sería un hermano, un padre, sería. Tres uruguayos lo injuriaron. Los perros sedientos de violencia se repartieron los pedazos de una rata. Una, otra y otra y otra puñalada terminaron con la vida del vietnamita de 45 años que vaya a saber cuántos se pasó arriba del barco. Llegaron los policías de la Seccional y las cámaras de Canal 4; había sangre, no había más vida. La mosca quedó atrapada en la red y la araña fustigó. “Lo mataron como mosca”, remata un asiático menudo que administra uno de los restaurantes de la calle Ciudadela, que dice que no habla castellano pero conversamos una hora, después de que le regalé la seguridad de mi mejor sonrisa y hablé de buenas intenciones.
Dice que los uruguayos somos atrevidos, que no profesamos el respeto que coreanos y chinos -según él- les tienen a los demás. Aunque también reconoce hombres buenos, pero no son los que habitan a su lado.
Cheng Zhe Jin cuenta que ya conoce la cárcel. Que en China no hay rejas excepto en grandes fábricas o en los presidios. Por eso, no puede creer la cantidad de rejas que hay en Uruguay, un país “que no aprieta tanto la cabeza”, un país que “nunca tuvo guerra”. Se le nota el orgullo. Dice que China va a ser más grande que Estados Unidos, pero que antes era complicado hasta conseguir arroz.
El hombre cumplió 44 años y está cerrando su restaurante de la calle Ciudadela. Tuvo la suerte de vender la llave del local, donde además vive con su esposa, Claudia, y sus dos hijas, todas uruguayas hinchas del bolso y fans de cuando Cheng pone a crujir las tiras de asado en la parrilla.
La ciudadanía uruguaya se la dieron después de cinco años con su empresa abierta, de millones de fotocopias, timbres, abogados, escribanos y aportes al BPS. Claudia dice que “migraciones no estaba muy afín de darle la ciudadanía”.
Cheng vivió en Piedras Blancas y salía con poco dinero a la calle, a sugerencia de Claudia.
“¿Mony, amigo?”, les preguntamos con tono de amenaza a los pescadores de la calle Florida. Y cuando van a sacar un billete de 20 pesos les roban la billetera, se lamenta Claudia. Cheng les dice a los marinos que no den monedas. “El uruguayo no tiene respeto porque le ve la cara al asiático y empieza a tomarle el pelo o putiar”, dice enojado. “Mirá un chino”, decían en Piedras Blancas como si estuvieran mirando un documental de NatGeo y no a una persona.
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Cuando Beatriz llegó a Uruguay le preguntaron si en China comen perro. Beatriz respondió que la televisión reportea desde lugares donde hay insectos, perros y monos para alimentar el voyeurismo mediático. Que comer perro es una costumbre coreana y que los restaurantes de Corea se instalan en China.
Un amigo mexicano, activista, opina que los uruguayos somos racistas. Una uruguaya, en un encuentro de organizaciones sociales latinoamericanas, contó un “chiste” que escuché muchas veces en Uruguay. Alguien preguntó si tal comida era china, japonesa o coreana. La uruguaya vociferó: “¿No es lo mismo?”. Y largó una sonrisa sarcástica. Nadie rió. Nos quedamos riendo solos, comiendo perro.