Calculo que a muchísimos de ustedes les hizo mal como a mí. Uno queda o se siente como un Gilberto cuando, en medio de la locura del clima festivo por la Navidad o por el Día de la Familia en los almanaques posparición de la laicidad por don Pepe Batlle, te empaquetan con un garrón de aquellos con la prisión domiciliaria para (acá va un insulto que omito para no complicar a los editores y mucho menos a las correctoras) Nino Gavazzo y Ernesto Ramas, y el procesamiento light y las filtraciones interesadas de la declaración de Eugenio Figueredo.
Mi ventaja/desventaja sobre alguno de ustedes es que trabajo con la comunicación y conozco sus vericuetos, sus trampas y sus descansos, así como sus alas, sus fortalezas, su espacio para poder pensar entre todos. Cuando soy emisor, como ahora, quisiera despejar toda la bronca que me generan algunas conductas cuando soy receptor -todo el resto del tiempo, cuando estoy escuchando, leyendo, mirando- pero por más presunta idoneidad que uno presente para el desarrollo de su profesión, da miedo, perturbación y hasta cierta inseguridad pretender arrogarse el derecho a manifestarse por medios de comunicación masivos con cierto ombliguismo intelectual; eso sí, absolutamente desnudo de falsos protocolos careteados en pro del eufemismo de la objetividad y lo políticamente correcto.
Kilómetro 11
Mi resaca de panes dulces, budines ingleses, pollo arrollado, helados en balde de cinco litros, “felicidades”, “feliz navidad” y deseos de paz y prosperidad estaba coronada por una bronca interior y poderosa. Mis arcadas de rabia fueron contenidas en leves puteadas ante los noticieros o las radios. Apenas unas horas después decidí, junto con los compañeros de Deportivo Uruguay, arrancar el programa que sale todos los sábados y domingos en todo el país por Radio Uruguay con la lectura rabiosa y dolorosa de ese gran cuento del argentino Mempo Giardinelli que se llama, igual que el chamamé que le da nombre, “Kilómetro 11” (planlectura.educ.ar/pdf/literarios/1-km11-mempo.pdf_).
El cuento de Giardinelli, que según Mempo “en realidad no es mío, sino que es un cuento de Miguel Ángel Molfino que él nunca pudo contar de tanto que le dolía esa historia, y entonces me la regaló para que yo la escribiese”, es tan intenso como duro, tan crudo como removedor, violentamente aséptico, y habla, escenifica el dolor y las miserias humanas cuando, en un festejo ordinario y a lo grande por una situación coyuntural -“el Moncho echó buena la semana pasada en el Bingo y entonces el festejo es con orquesta”-, los torturados se encuentran con el torturador. La historia no tiene una salida de tono en cuanto a su lenguaje ni en lo descriptivo ni en lo expresivo, pero aborda el dilema moral de la justicia cotidiana.
Pensé un par de horas en cómo encarar este tema sin desmarcarme de mi obligación como ciudadano, sin desmadrarme, pero sin dejar que me la pasen por encima del moño, y entonces me acordé de “Kilómetro 11”, de la Justicia, del vocero del Poder Judicial, Raúl Oxandabarat, del juez de sentencia Martín Gesto y, obviamente, de la prisión domiciliaria “por estrictas razones humanitarias, tomando en cuenta el estado de salud de las personas”. Tuve la fortuna de poder leer “El gesto de Gesto”, de Raúl Olivera Alfaro, y la suerte de no enterarme de que a Ramas, al estar domiciliado en Piriápolis, no le iban a poner tobillera electrónica. José Nino Gavazzo y Ernesto Ramas están condenados como autores responsables de 28 delitos de homicidio muy especialmente agravado, en reiteración real, cometidos durante la dictadura. Gavazzo fue condenado como coautor de los asesinatos del maestro Julio Castro y de María Claudia García de Gelman. Su raid delictivo y criminal no paró en democracia: en 1995 fue procesado por el delito de extorsión, luego de haber amenazado a una pareja de imprenteros para que terminaran un trabajo de falsificación de billetes por el que se les pagó con cheques robados.
¿Que tendrá el petiso?
Hace más de 20 años ya, quizá en ese mismo 1995 en el que Nino seguía impunemente delinquiendo, al amparo de esa asquerosa protección corporativa que con la ley del miedo una y otra vez hizo que los perdonáramos sin juicio y mucho menos castigo, Eugenio Figueredo, parapetado en una de las oficinas importantes de la entonces nueva ala de la Asociación Uruguaya de Fútbol (AUF) -la parte del edificio que da a 18 de Julio- gritaba, puteaba y agitaba sus brazos en tanto su cara tomaba un tono bermellón casi en coincidencia con el Koleston de su pelo.
Además del que en sus años mozos había sido un mediocre jalvita de la reserva de Huracán Buceo y era en su momento un figurón en ascenso de la Confederación Sudamericana de Fútbol, un tercera línea de Nicolás Leoz, había en aquella oficina dos, no más de tres interlocutores más, uno de ellos a quien nunca había visto en su vida. Uno de los de camisa y corbata -todos la usaban menos aquel individuo que años atrás paraba en las esquinas de Buceo- le comunicaba al petiso que el capitán de la selección uruguaya y el resto de sus compañeros no querían ir a la fiesta comercial de inauguración del torneo para evitar el plantón de un par de horas justo antes del debut en el torneo. Por eso a Figueredo le había venido el tintoreto a sus cachetitos, mientras gritaba para quien lo quisiera oír: “¿Quién se cree que es este hijo de puta? Este campeonato es mío, lo hice yo, y las cosas se hacen como yo quiero. Va a tener que ir, sí, la puta que lo parió, este campeonato es mío”, gritaba, “y me importa tres carajos si después no pueden levantar las patas”.
Ése es y era Eugenio Figueredo, el que en 1998, ya siendo presidente de la AUF, en la primera “licitación” de los derechos de televisión de la AUF le dio el sí a Francisco Casal, a pesar de que el otro oferente ponía 32 millones de dólares más por el mismo contrato. El mismo Figueredo que después fraguó actas para la renovación, el que tomó un préstamo de dos millones de dólares como renovación de contrato de los derechos que recién caducarán el año que viene, el que hizo desaparecer, según la denuncia realizada por el presidente de Liverpool, José Luis Palma, unos millones de dólares de diferencia entre lo que decía el contrato -porque no había copias disponibles- y las obligaciones económicas. Es el mismo que cayó en 2006 cuando el entonces ministro de Turismo y Deporte, Héctor Lescano, tiró la metáfora del cepillo de alambre, cuando los implicados en la operativa corrupta daban grititos histéricos denunciando “una intervención del gobierno en la AUF”, cuando la Suprema Corte de Justicia había sugerido a los magistrados que no integraran cuerpos judiciales en la AUF dada su mala imagen.
Eugenio Figueredo fue eyectado de la AUF primero y de la Conmebol -de la que llegó a ser presidente- después, cuando las cruentas luchas intestinas por las coimas, el dinero y el poder lo dejaron sin nada de este lado del mundo, pero con algún huesito en Zúrich, donde cayó en la barrida general del FBI. La Justicia de Estados Unidos acusó a Figueredo de crimen organizado, fraude electrónico y lavado de dinero, y desde aquí, en una jugada iniciada por Tenfield que terminó con una denuncia de algunos clubes y la Mutual Uruguaya de Futbolistas Profesionales, y finalmente sólo fue ratificada por ésta, se acusó a Figueredo de “diversas maniobras fraudulentas en todo el continente en la que se benefician unos pocos, en tanto afecta económicamente de manera importante a los clubes de fútbol uruguayos, a los jugadores y a la Asociación Uruguaya de Fútbol, siendo miembro de la Conmebol. Dichas maniobras con apariencias delictivas realizadas por el Comité Ejecutivo de la Conmebol consistirían en el ocultamiento de ofertas y contrataciones en condiciones perjudiciales para las federaciones”.
Regalo para otro
Eso fue en la Navidad de 2013. Dos años después llegó pesado Papá Noel para Figueredo, pero lo extraño fue que muchos medios y periodistas, tal vez los mismos a los que él ayudaba con gauchadas, en vez de ahondar y profundizar en la conducta delictiva de Figueredo en la Conmebol y en la FIFA, en las coimas, en la plata sucia -que no dulce- de sus lavaderos uruguayos, hicieron foco en tratar de complicar, aunque sea sin querer, la figura del Comité Ejecutivo presidido por Sebastián Bauzá, volteado junto a sus compañeros poco antes del Mundial de Brasil de 2014.
Bauzá, junto a Miguel Sejas, vicepresidente de la AUF, Aníbal de Oliveira, secretario general, Fernando Sobral, secretario de Asuntos Económicos y Administrativos, y el recientemente fallecido Donato Rivas, que era secretario de Asuntos Internacionales y Selecciones Nacionales, fueron corridos por una movida de Tenfield y un accionar impertinente del gobierno encabezado por José Mujica que terminaron quebrando a quienes se habían desmarcado del cogobierno con Tenfield.
De todo eso, de esos años de negociados de Figueredo en Uruguay, parece que en la AUF nadie habla, pero sí les interesa difundir que dio el nombre de Bauzá, como para comprar la protección de quienes no deben ser involucrados, y llevarse consigo, judicialmente o por lo menos a la manera del conventillo, a quien de alguna manera les cortó la joda.
Así como no puedo creer que dejen en su casa a esta gente por “razones humanitarias” cuando está claro que no es el caso, no puedo creer que no puedan probar delitos de coimas, estafas y lo que sea en relación a los vínculos de Figueredo con la AUF. Si precisan ideas pídanle a los Reyes Magos la colección de la diaria, especialmente del año de su nacimiento, 2006, unos videos, recortes y libros de Mario Bardanca, Diego Muñoz, Ricardo Gabito Acevedo y varios más que no nombro porque no sé dónde poner los zapatitos.