La empleada, muy joven, me cuenta que cuando manda a sus hijos a descolgar la ropa de la cuerda su marido protesta porque ésas no son cosas de varones. La muchacha le retruca que hay muchos hombres que viven solos y se ocupan de sí mismos y no por eso son “raros”. Yo pienso, mientras escucho, que el primer paso para desenredar este antiguo nudo, que me suena eterno, es salir de la casa y contar lo que sucede cuando el marido ve a sus hijos descolgar la ropa de la cuerda. No estoy segura de que algo vaya a cambiar en esa familia construida como hace siglos y resistente a cualquiera de las ideas o de las cosas que pasan afuera. Pero tengo una tímida confianza en la capacidad del relato, en que mientras esa imagen de los niños, la madre y el padre circula hacia otra persona algo se produzca, el disenso se arme, la imagen se contemple y se pueda cuestionar. Porque el solo contarlo instala el absurdo.
La muchacha lo nombra de esta manera: “él”, pero con la entonación de la minúscula. Le pregunto el nombre del marido, para sacarla de esa zona absoluta de la designación, que es impersonal y distante y habla más que todas las anécdotas de una forma de obediencia. Cuando me dice su nombre, sonríe con ternura. El nombre acerca intimidad, antes que nada para ella misma. Recuerdo —y salvo todas las distancias— el amor triste de la pareja de Te doy mis ojos, la película de Iciar Bollain, una de las pocas películas en la que la violencia contra la mujer en la pareja era analizada también desde el punto de vista del hombre y del dolor de su impotencia para zafar de una cultura milenaria.
“Entre el hombre y la mujer hay amor pero nunca podrá haber paz”, recuerdo que dijo la escritora turca Latife Tekin. Y entonces me voy hacia los años 80, cuando leí Las otras, de Rossana Rossanda, la disidente del Partido Comunista Italiano, y encontré en sus planteos de marxista histórica el descubrimiento personal de un feminismo resistido. Paso a citarla: “Ese encuentro contó en realidad entre los decisivos, y no hubiera querido perderlo, aunque aún permanece como el más problemático, porque si bien me ha enseñado a sentir que era no sólo un individuo, sino una mujer —cosa no tan implícita en quien se había construido como yo y muchas de mis compañeras— no me ha inducido a sentirme mujer antes y más que cualquier otra cosa. 'Tú no sientes la prioridad de la diferencia sexual como has sentido la de la diferencia de clase', me sermoneaba una importantísima feminista. Tiene razón. No la siento. Peor aun, de vez en cuando la siento como una coacción de género, por lo tanto general y genérica, que no por ser verdadera es menos elaborada y cultivada que ese clasismo que se quería prioritario no sólo como fuente de lucha, sino alfa y omega del quehacer social/político, incluso medida moral, y con el cual yo había hecho un pacto interno de fidelidad y de no totalización. Sin embargo, la identidad del sexo es la intuición de una dimensión inmensa, antes no vista por mí e infravalorada. ¿Dónde cesa la problematicidad, la fascinación de la 'diferencia' y comienza, al menos para mí, una cierta asfixia, un 'menos' en lugar de un 'más'?”.
Rossanda tiene hoy 91 años y se formó en la militancia del Partido Comunista Italiano. Importa volver a ella después de las últimas oleadas académicas de posfeminismo y del riesgo de “ahogarnos en el mar de la especificidad”, hablando de aguas turbulentas.
La masa crítica generada en las últimas décadas está a su manera en la calle, en la moda, en posturas esnobs, en la militante corrección política y en una actualización del tema que los medios colocan frente a nuestros ojos cada vez que un hombre mata a una mujer, que es la forma extrema de vernos unos y otras y que se ha vuelto arrolladora.
La desobediencia a las conductas recibidas, que los niños descuelguen la ropa sin ningún estigma, salir de la casa, salir al relato, abandonar la protección del eterno nudo que al oprimir simula cuidar, todo junto, me llena de preguntas: ¿hemos avanzado algo en esto de que la conciencia va por barrios, o estamos encerradas en nuestros saberes, girando en el torno de lo consabido por unas y apenas entrevisto por otras? ¿Peleamos internamente por la huidiza diferencia o por la férrea diferencia y, con ello, tenemos (o tememos) la especificidad conquistada como concepto y como práctica pero también como valor cristalizado? ¿La coacción de género está tomando el lugar de la problematicidad? Hay urgencias sociales, más allá de los esnobismos culturales.
El tiempo apura, ya no estamos sólo en un feminismo de discusión interna, de ponencias en congresos confortables, han estallado las identidades y los sistemas políticos, la combinación de feminismo y defensa de la vida ha pasado a ocupar un lugar central en las luchas cotidianas y en las esferas políticas, en los países destruidos y en la lucha por el espacio vital.
Si el feminismo de hoy está urgido por la más elemental defensa de la vida de las mujeres y de los hombres que las atacan, y que deben ser rescatados conjuntamente, es que hay estructuras mayores que han fracasado en todas las sociedades de modos nuevos. Rita Segato analiza el genocidio de género, y la novedad del feminicidio como transformación contemporánea de la violencia de género vinculada a las nuevas formas de la guerra. Garo Arakelian edita un CD con delicadas canciones de historias de mujeres diezmadas, Delmira entre ellas, pero también Gloria, menos famosa, un mundo sin gloria.
Entre el genocidio de género en las sociedades centroamericanas y congoleñas que estudia Segato y las muertes “por amor” en el Río de la Plata, el feminismo de estas décadas se enfrenta a una nueva especificidad irreductible, que no permite ni puede aislarla de la trama social, ya que “la intuición de una dimensión inmensa” de Rossanda ha pasado a ser defensa de la vida a secas, a manotones, sin sofisticaciones ni retórica.