“Asesinan a cajera en Uruguay”; “Asesinan a joven cajera”; “Asesinan a cajera durante una rapiña”; “Conmoción en Uruguay por el crimen de una cajera en supermercado”; “Uruguay: asesinan a cajera de un supermercado”. Estos fueron algunos de los títulos que abarrotaron los medios de comunicación hace algunas semanas. Las respuestas de una sociedad molesta y cansada de tanta violencia no se hicieron esperar. Mataron fríamente a una cajera, sí. Pero también era mujer, trabajadora, madre, hermana, hija, cuyo nombre, por cierto, era Florencia.

Lo primero a resaltar es el reduccionismo mediático de la vida de una persona y sus múltiples roles en la sociedad, mucho más importantes que sus labores como “cajera”. En segundo lugar, la prensa reprodujo el video del momento del disparo una y otra vez, hasta que su familia tuvo que pedir que por favor dejaran de repetirlo por respeto, ya que su hijo de apenas siete años podía ver esas imágenes. Ya había sucedido, hace algunos años en un asalto a la pizzería La Pasiva (sí, obvio que olvidé el nombre de ese padre de familia, ya que lo único que se decía desde los medios era “el empleado de La Pasiva”). Esta repetición hasta el hartazgo del video produce dos claros efectos. Por un lado, una banalización del momento, haciendo del asesinato una noticia en busca de rating, un reality show que vende y por eso se reproduce a cualquier hora, en todo momento y, muchas veces, rompiendo todo tipo de código ético, una búsqueda incesante por un shock momentáneo y etéreo (ya nadie se acuerda del asesinato de La Pasiva, y aun menos de otros que han sucedido con igual nivel de violencia), sin buscar ni siquiera un análisis serio y profundo.

Un segundo efecto, creo que más importante y que más llama la atención, es el surgimiento de un discurso reaccionario cargado de odio. Un odio visceral que se está manifestando entre uruguayos sin que podamos reflexionar y debatir sobre cómo llegamos a este punto. Tenemos una cúpula política que poco a poco se ha ido deslegitimando, hemos perdido grandes intelectuales en los partidos políticos que realzaban las discusiones y los debates, hemos perdido capacidad de liderazgo, pero, sobre todo, esto se ha trasladado a toda la ciudadanía y hemos perdido la capacidad de autocrítica y de mirarnos como sociedad.

Hoy el malestar, la reacción que se ha profundizado en un gran grupo de uruguayos por este asesinato, en parte es justificado; no se los puede juzgar. Perder un familiar o un amigo conlleva un gran dolor. Sin embargo, estos asesinatos poseen denominadores comunes: los asesinos han sido jóvenes, con antecedentes penales, y todos ellos pobres, de barrios marginados. ¿Es esto una casualidad? ¿Por qué sienten el derecho y el poder de matar a otra persona? ¿Tienen los pobres y marginados más disposición al mal? ¿A matar? ¿O será que, simplemente, las condiciones materiales objetivas en las que nacen y crecen los llevan por este camino? ¿No será que la falta de acceso a una educación de calidad, a la salud, a una vivienda digna, a planes laborales de verdad para el núcleo familiar, pero, sobre todo, el hecho de no tener la esperanza de un futuro mejor, sea en parte el desencadenante de toda esa violencia y anomia social?

Pero no sólo es preocupante el destino de miles de uruguayos que se encuentran en esta situación de marginación, y los miles que vendrán que, viendo la actual situación, posiblemente reproducirán la misma espiral de pobreza y marginación si no se actúa ahora mismo. También son preocupante los miles de uruguayos que bajo el eslogan de “derechos humanos para humanos derechos”, celebran el suicidio o el asesinato de cada delincuente. Despierta una gran preocupación que esos mismos que reclaman estas muertes son los ciudadanos que se autoproclaman pensantes y educados, los que sin dudas marcan y marcarán los discursos políticos que garanticen mano dura y represión durante los próximos años.

Pero veamos los siguientes datos. Los números del sistema carcelario en Uruguay han demostrado que no cumple eficientemente con los ideales de recuperación y reinserción de las personas que por allí transitan. Todo lo contrario: el abandono, las torturas, las pésimas condiciones de vida hacen que exista una alta tasa de reingreso al sistema penitenciario. Uruguay ha alcanzado la mayor tasa de prisionización de la región, y a nivel mundial se encuentra entre los primeros 30 lugares. En diciembre de 2016 el año cerró con un total de 10.569 personas privadas de libertad, para enero esa cifra aumentó a 11.038, y al final del primer semestre de 2017 se encontraba con 11.149 personas en esta situación. La tasa de prisionización alcanzó las 320 personas cada 100.000 habitantes (reporte semestral del Comisionado Parlamentario Penitenciario).

También es importante remarcar que aproximadamente 61% de la población carcelaria es reincidente, mientras que 39% son primarios. Mientras tanto, el promedio de las personas privadas de libertad penadas es de 31% aproximadamente, frente a 69% que aún no tienen pena. Sin embargo, a pesar de estos números, lo único que se pide son leyes punitivas más duras, o incluso, desde algún sector minoritario, el regreso a un régimen autoritario. De a poco y sin darnos cuenta, se está conformando un discurso populista punitivo, en el que la única solución aparente es más violencia.

El desafío con el que nos encontramos en estos momentos a nivel social es que estamos normalizando esta violencia como forma de vivir y expresarnos. Violencia que se observa tanto en el que tiene un arma y sale a robar, como en aquel con educación que pide mano dura, la pena de muerte y el regreso de los militares; en definitiva, las dos caras de la misma moneda.

Goodfred Schwendenwein, politólogo