Una de las tantas vetas de la ficción narrativa se ocupa de desmenuzar los vínculos filiales, las innúmeras posibilidades que ofrece la siempre tensa relación entre padres e hijos (con todas sus variantes), generalmente contadas desde el punto de vista de una de las partes, pues en estos casos en particular es cuando la primera persona parece especialmente indicada para emprender el relato. Tanto sea en el ámbito puro y duro de la imaginación que propicia la ficción, o al momento de narrar sus propios vínculos en el terreno autobiográfico, los escritores se mueven en un ámbito necesariamente íntimo, doméstico, en el que entran en tensión elementos de sangre, particulares, que, más allá de convenciones sociales y órdenes internos familiares, conforman un espacio único.

Ejemplos hay a patadas, pero a efectos de graficar lo anterior con algún título, mencionaré acá un par de libros, escritos por dos autores con estéticas muy diferentes, así como con relaciones muy distintas con el mercado editorial: la novela Un día en el atardecer del mundo (1964), en la que el escritor William Saroyan desarrolla una historia centrada en el vínculo de un padre con sus dos hijos pequeños, a partir de la mirada del progenitor, y el volumen autobiográfico Les diré que te recuerdo (1974), de William Peter Blatty, en el que el creador de El exorcista relata la vida de su propia madre.

Steiner o las cosas que hacíamos en Checoslovaquia, del escritor checo Martin Fahrner (1964), que antes de volverse un autor y dramaturgo de éxito (este libro, sin ir más lejos, fue rápidamente traducido a siete idiomas) supo trabajar como alfarero, fogonero, guía turístico y camionero transeuropeo, se sedimenta en el vínculo entre un padre y un hijo, narrado desde la perspectiva del segundo. Los materiales que entran en tensión desde el inicio mismo de la novela, adensando no sólo la suma de peripecias que se relatan sino la omnipresente relación entre el personaje de Steiner y su padre, tienen que ver con la propia historia reciente del país, ya que el lapso que ocupa el relato va desde la invasión soviética a Checoslovaquia, en 1968, hasta la llamada Revolución de Terciopelo, de 1989.

Sobre las marcas propias del régimen comunista –que, a través de la figura del padre, el autor disecciona con sutiles apuntes sociales y no pocos trazos de sátira–, el personaje narrador ve transcurrir su infancia, adolescencia y entrada en la adultez, mientras que en el plano más doméstico, de entrecasa digamos, desarrolla la relación con el padre, un futbolista de éxito que, a raíz de una enfermedad primero y por el propio devenir del reloj biológico luego, debe abandonar la actividad deportiva profesional para convertirse en operario en una fábrica.

La ciudad en la que transcurren los hechos no tiene nombre y se encuentra cerca de Polonia. En el segundo capítulo, y evidenciando el tono límpido y descriptivo del que se vale en toda la novela, el narrador presenta el lugar y aporta un dato clave en el devenir de la novela, que tiene que ver con la forma de desplazarse de los personajes: “La ciudad en la que crecí se halla justo en la frontera, en un paso entre montañas, aunque la ciudad en sí se extiende en un llano. Por eso todo el mundo va en bicicleta”.

A partir de una suma de capítulos breves, no necesariamente relacionados entre sí, Fahrner describe el vínculo padre-hijo a través de pinceladas mínimas, incluso permitiendo que el primero desaparezca por largos trechos de la historia, aunque nunca deja de estar presente. La aparición inquietante de la abuela paterna, que tras la viudez y por una mala jubilación se ha convertido en operaria del alumbrado de la estación de trenes, le otorga al vínculo padre-hijo un elemento desestabilizante, aunque Steiner o las cosas… también se ocupa de otros aspectos de la maduración y la educación sentimental del protagonista, tales como su relación con una compañía de teatro, un par de noviazgos patéticos, su pasión por escalar superficies complejas, la amistad con algunos camaradas tanto o más descentrados que él y, además, su particular relación con el fútbol, que vive con todo el peso de saberse hijo de una estrella nacional del deporte a la que, en los hechos, nunca logrará emular.

Más allá de su engañosa sencillez compositiva, este libro de Martin Fahrner, que por lo que sé es el primer título del autor que se traduce al español, a través de la historia de Steiner y su padre, y por su intermedio la de la pequeña comunidad en la que habitan, bajo los rigores del régimen comunista y con la imaginación siempre al acecho para evadir la realidad, también plantea una reflexión sobre el eterno procedimiento de contar historias. Cerca del final, el protagonista evoca un momento de su infancia que, a la luz de los acontecimientos que luego se evocan, además de alumbrar el propio nacimiento del texto que leemos, parece haber sido clave: “Cuando era pequeño, también mi madre me contaba cuentos para dormir. Por el día leíamos libros ilustrados y no me importaba que los eligiera ella, pero cuando me preguntaba qué era lo que me apetecía escuchar por la noche, siempre le pedía lo mismo: ‘¡Cuéntame las cosas que hacíamos!’”. Los relatos que el personaje niño quiere escuchar son anteriores a su aparición en el mundo pero, sin embargo, él se incluye como uno más en el escenario y en la trama. Supongo que ese es el efecto que genera siempre una historia bien contada.

Steiner o las cosas que hacíamos en Checoslovaquia, de Martin Fahrner. Traducción de Enrique Gutiérrez Rubio. Sajalín, 2022. 220 páginas.