Llegamos a Fortaleza después de un viaje largo y una escala infame de ocho horas y media en el aeropuerto de Guarulhos. Jáder, un amigo periodista, nos esperaba con su sonrisa enorme. Descansamos unas horas y salimos a almorzar, paseo en auto y playa. El calor es un poco agobiante y el aire es denso. El agua estaba ideal y la sal me recordó hasta la más mínima herida externa. Las olas no daban tregua. Fue hermoso.
En Fortaleza es verano todo el año y oscurece a las seis de la tarde. Pasamos por la playa urbana para reservar unos pasajes y recorrimos la feria buscando generar hambre para la cena. En eso estábamos cuando irrumpió una manifestación con las consignas fora Lula, fora Dilma, fora PT, minha bandeira nunca será vermelha. Era una caravana de autos importados y camionetas 4x4: Hylux, Mercedes Benz, Smart, Audi, Mini Cooper. Un lujo de manifestación. Llamaban por altoparlante a sumarse a las calles. Nos preguntamos si la convocatoria era a subirnos a los autos o a correr detrás de ellos. Nunca me subí a un Mercedes. Con sabor amargo, nos sentamos a cenar. Los camarones ayudaron pero no alcanzaron. Jáder pidió una primera impresión de la ciudad. No lo habíamos conversado entre nosotros, pero nos miramos cómplices, dudando entre decir la verdad cruda, una verdad suavizada o mentir y ser felices. Mitad de tabla. Hablamos del espacio público, de la sensación de “a tu suerte” y de la desigualdad. Jáder asintió con el gesto que acompaña a la tristeza conocida. Sin resignación, con tristeza profunda. Resaltamos los camarones, las hermosas playas, las frutas exquisitas.
Mi compañero, uruguayo, trabaja en un estudio brasileño y habla perfectamente el portugués. Yo, argentina que casi toda su infancia veraneó en Uruguay, que tuvo discos de Paralamas en español, que vio el programa que Xuxa hacía para nosotros en español, tuve muchísimo menos contacto con el portugués que el que hubiera podido tener. Antes del Mundial hice una visita fugaz a San Pablo, pero fue recién en este viaje, en el que creo que acomodé la escucha, que alcancé a entender someramente el idioma. Al acercarme, algo cambió.
No obstante, me cuesta Brasil. Me cuesta esa máquina obscena de consumo. Me alucina su exuberancia y me violenta su desigualdad. Caminar por la calle es caminar entre murallas, con alambres de púa electrificados o vidrios rotos sobre los muros y carteles de perros violentos. En Fortaleza, en muchas partes de la ciudad, y en San Pablo, en algunas. La sensación es de desamparo y de que hay dos tipos de personas: las que están dentro de sus autos polarizados o detrás de los muros y las que caminan por las calles, como nosotros. Es entendible el deseo de mantener la intimidad y la seguridad del hogar, pero en esa empresa el mensaje es claro: nada de lo que pasa del lado de afuera del muro importa; tanto, que no quiero ni verlo.
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Hay noticias pequeñas, que no salen en Globo y que hermanan a mi Argentina dolorosa con este Brasil acosado: el miércoles en San Pablo, Waley Alves fue agredido por llevar una gorra roja que tenía la inscripción Zona Sur. En otra parte de la ciudad, una bloggera que estaba en la fila de un supermercado relató que una mujer entró con un bebé a solicitar asilo porque prácticamente estaba siendo apedreada en la calle. El personal de seguridad le respondió que era una loca, una “petista” caminando por la calle con un bebé, que estaba pidiendo que le pegaran. El jueves en Curitiba, una pareja fue agredida porque usaba remeras rojas; la del muchacho tenía una foto del Che Guevara, se la arrancaron del cuerpo y la prendieron fuego. Ese mismo día, en Río de Janeiro, seis policías tuvieron que escoltar a un hombre que vestía de rojo hasta un taxi, después de que una multitud tratara de lincharlo. También en San Pablo, un niño de nueve años fue amenazado por “petista” al ir a la escuela con la camiseta de Suiza.
Hay noticias más rimbombantes, como la agresión que sufrió Odilo Pedro Scherer, obispo de San Pablo: cuando daba la misa de Pascua, una mujer lo acusó de ser un infiltrado comunista en la iglesia católica, se le tiró encima, lo derribó y lo abofeteó hasta que lograron quitársela de encima. Locura es perder la ética: la pediatra María Dolores Bressan le envió un sms a Ariane Leitão informándole que después de los últimos acontecimientos había tomado la decisión indeclinable de dejar de atender a su hijo. Ariane le había consultado unos meses antes porque estaba amamantando e iba a ocupar en forma temporaria un lugar en la Cámara de Concejales. La médica le preguntó de qué partido; ella respondió PT.
¿De dónde sale tanta violencia? Por momentos, me recuerda a la práctica del escrache, aunque en el escrache nunca se ejerce violencia sobre la persona, sino que se intenta llamar la atención de la sociedad sobre quién es esa persona y qué actos cometió. Fue la estrategia principal de algunas organizaciones de derechos humanos en Argentina, para visibilizar a los represores de la última dictadura cívico-militar. Pero su fundamento radicaba en la ausencia de persecución jurisdiccional. Al no ser citados por la Justicia y sometidos a un juicio público, se los escrachaba en la calle o en sus viviendas, para que todo el mundo supiera quién vivía ahí, quién caminaba a nuestro lado.
En Brasil hay más de diez empresarios y una cantidad similar de políticos con condenas firmes por corrupción y delitos relacionados, todos por el caso Petrobras. Cuentas embargadas en Suiza, numerosos procesos judiciales en pleno desarrollo, además de estar tramitándose un pedido de juicio político a la presidenta Dilma Rousseff. Es decir, la Justicia brasileña está investigando activamente los casos denunciados y demuestra total independencia para realizar su labor. ¿Cuál es, entonces, el fundamento para “escrachar” (en el mejor de los casos) a quienes apoyan al PT o a quienes visten de rojo? ¿Cuál es la razón para pasear con carteles de “SOS Fuerzas Armadas”?
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Como a los amputados a los que les duele la pierna, a mí me duele la muela que me sacaron tres días antes de viajar. Y me duele esta sociedad a la que no pertenezco, esta política que no es mía. Repito para mis adentros, como quien formula un mantra o un conjuro: força Dilma, força Lula, força PT. ¿A quién estoy defendiendo? ¿A dos dirigentes políticos acusados de corrupción? ¿A un partido político? No: conjuro por la democracia y por la prevalencia del principio de inocencia como derecho humano elemental. Me rebelo ante la incoherencia: se acusa a la presidenta de financiar la campaña política con fondos obtenidos por una red de funcionarios corruptos. Quien encabeza la comisión de juicio político es el legislador Eduardo Cunha, procesado por corrupción luego de que Suiza informara la existencia de 21 cuentas bancarias a su nombre (o el de su familia) que no declaró. La red de funcionarios investigados no distingue colores ni partidos políticos: los hay de todos; sin embargo, sólo se habla de los presuntos delincuentes del PT. Los grandes medios ponen su foco en el rojo PT y fomentan el odio y la violencia a piacere.
Igual, mi anarquismo me dificulta la defensa de cualquier poder institucionalizado, aun cuando defiendo la democracia. Y la verdad es que ni el gobierno de Dilma ni el de Lula se han caracterizado por modificar un ápice la matriz capitalista. Entonces, ¿qué estoy defendiendo? Necesito números. Según la Comisión Económica para América Latina y el Caribe, entre 2003 y 2013 la indigencia se redujo 7% (pasó de 11,5% a 4,5%), mientras que la pobreza disminuyó 20% (de 35,8% a 15,7%); la mortalidad infantil se ubicaba en 22,5 cada 1.000 niños nacidos, y en 2015 se logró descender a 14,6. El desempleo se redujo en la mitad. La deuda externa se ubicaba en 38,5% del Producto Interno Bruto en 2003 y cerró a 2014 en 14,4%. En 2003 se registró una inversión extranjera de 9.894 millones de dólares, mientras que en 2014 ingresaron al país 70.855. Esto es lo que defiendo.
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Aun a riesgo de parecer setentista, no me queda otro camino que acudir al odio de clase. Esa es la principal enfermedad de nuestro continente. Porque aquí no ha habido revoluciones, no se han modificado las reglas de juego. No hubo confiscación de bienes ni se han instalado gobiernos comunistas. Ni siquiera se han eliminado los privilegios de los poderes fácticos.
Lo que genera la violencia de los privilegiados históricos es el atisbo de equiparación. No lo que han perdido, sino lo que los otros han ganado. Esos otros no son más que los postergados de la historia. Y nadie quiere tenerlos a su lado. Ya no se trata de mantener un privilegio, sino de mantener una distancia. La necesaria para marcar la diferencia entre nosotros. Porque, en definitiva, es esa la esencia del capitalismo. La que cree que la cuestión es tener o no tener, y que tengo, luego pertenezco y entonces, recién, existo.