Después de un montón de discusiones, debates, acuerdos, pactos fallidos y un par de guerras civiles, Sudán del Sur se independizó de Sudán el 9 de julio de 2011. Esto pasó después de que 99% de los sursudaneses votara a favor de la autodeterminación en un referéndum. Ese día nació la que es, por ahora, la república más joven del mundo. Como tal, la lista de desafíos que enfrentaba en ese momento no era escueta: el país tenía que hacer frente a la reinserción económica y social de quienes habían huido durante la última guerra civil -que duró más de 20 años-, establecer de hecho el inglés como idioma oficial, combatir la inseguridad en algunas regiones y erradicar la pobreza. En el medio, una rivalidad casi histórica entre las etnias dinka y nuer generaba enfrentamientos habituales.
Cinco años después, la situación de Sudán del Sur no cambió mucho y todavía es delicada. El panorama se complicó especialmente en diciembre de 2013, apenas unos meses después de que el país celebrara sus dos años de independencia, cuando se desató una lucha entre el presidente Salva Kiir y quien era su vicepresidente, Riek Machar.
Kiir, de la tribu dinka, acusó a Machar, de la etnia nuer, de encabezar un supuesto intento de golpe de Estado en su contra. Esa denuncia disparó una guerra civil entre las fuerzas del gobierno y la oposición liderada por Machar, que obligó a miles de personas a desplazarse para escapar de los asesinatos deliberados, las torturas y las violaciones que perpetraban unos y otros.
El 26 de agosto de 2015, en un esfuerzo impulsado desde el exterior por terminar con la violencia en Sudán del Sur, Kiir firmó la paz con Machar en Yuba, la capital sursudanesa. El acuerdo establecía, entre otras cosas, la formación de un gobierno de coalición entre las dos facciones -con Kiir en la presidencia y Machar en la vicepresidencia- y la integración de los combatientes opositores en el Ejército.
Pero el acuerdo quedó en el papel y la paz nunca llegó. La fragilidad del pacto quedó en evidencia el 11 de julio, cuando resurgieron los enfrentamientos entre las fuerzas gubernamentales y las de Machar en Yuba. Esa semana murieron 270 personas y 10.000 se vieron obligadas a abandonar sus casas. El nuevo brote de violencia también forzó a Machar a huir del país. Esto impulsó a otro dirigente opositor, Taban Deng Gai, a ocupar su puesto con el respaldo de Kiir, aunque con el rechazo de los seguidores de Machar.
El profesor de Ciencias Políticas de la Universidad de Yuba James Yor dijo a la agencia de noticias Efe que “actualmente no hay acuerdo de paz, sino nuevos entendimientos políticos” entre Kiir y Gai. “La destitución de Machar no traerá ningún tipo de estabilidad”, afirmó el experto, que atribuyó el fracaso de la paz a “una falta de voluntad política de ambas partes y a que no se respetaron muchas cláusulas del acuerdo, especialmente las de seguridad”.
Antes de que estallara nuevamente la violencia, otros problemas fueron entorpeciendo la aplicación del acuerdo de paz, por ejemplo, la decisión de Kiir de reorganizar la división administrativa del país, que pasó de tener diez estados a 18. Esta fue una medida criticada por la oposición, ya que el reparto del poder estipulado en el tratado de paz se había hecho tomando como base la antigua división de las fronteras regionales.
La instauración real de esa paz, firmada hace ya un año, parece muy lejana cada vez que se denuncian matanzas de civiles, violaciones grupales y saqueos masivos. Se estima que estos hechos podrían ser muchos más que los que se denuncian, ya que sólo salen de Sudán del Sur las versiones de las organizaciones civiles que se animan a visitar el terreno y las historias de los refugiados que llegan a los países vecinos. A casi tres años del comienzo del conflicto, e ignorando por completo la firma de un acuerdo que hace un año parecía esperanzador, los sursudaneses viven sumidos en el miedo, la violencia y el hambre, por un proceso político fallido que no parece tener solución en el corto plazo. En ese escenario, los que pueden huyen, y los que no, sobreviven a duras penas.
Escapar o resistir
El resurgimiento de las tensiones, en julio, estancó la aplicación del pacto, que por el momento no logró ninguno de sus objetivos iniciales. Pero también empeoró la situación económica y humanitaria, en un país en el que las organizaciones internacionales dejaron de contar el número de muertos por las dificultades de acceso al territorio que enfrentan.
Desde que comenzó el conflicto, en diciembre de 2013, más de 2,3 millones de sursudaneses huyeron de sus hogares: alrededor de 1,7 millones son desplazados internos y otros 900.000 viven como refugiados en países vecinos, según datos publicados por el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR). Entre los que abandonaron el país, 60.000 lo hicieron en el último mes.
Los sursudaneses que se encuentran refugiados en otros países cuentan que grupos armados están saqueando pueblos, asesinando a civiles y reclutando de manera forzosa a jóvenes, niñas y niños, de acuerdo con un informe de ACNUR. Aunque la violencia contra los civiles es ejercida por las dos partes en conflicto, varias organizaciones internacionales denuncian en especial a las fuerzas del gobierno, a las que acusan de cometer “crímenes de guerra”.
Es el caso de Amnistía Internacional, que, en un informe publicado el 28 de julio, describe cómo las fuerzas gubernamentales de Sudán del Sur y las milicias aliadas persiguieron y mataron a civiles, violaron y secuestraron a mujeres, robaron ganado e incendiaron pueblos en zonas controladas por la oposición en la ciudad de Leer entre agosto y diciembre de 2015.
“Estos crímenes de guerra y otros abusos cometidos en todo el país son el resultado de una impunidad continua que sigue avivando el conflicto en Sudán del Sur, como se ha visto con la reanudación de los combates en las últimas semanas”, dijo Lama Fakih, asesora general de Amnistía Internacional sobre situaciones de crisis, cuando se presentó el informe. “Deben investigarse con prontitud, imparcialidad y eficacia todos los casos de asesinato, violación y secuestro de civiles, y los presuntos responsables penales deben ser llevados ante un tribunal para ser juzgados con las debidas garantías y sin que se recurra a la pena de muerte”, agregó.
Para elaborar el estudio, Amnistía Internacional entrevistó a 71 personas. Casi todas conocían a alguien que había muerto por disparos cuando huía de los soldados o a personas que habían sido ejecutadas mediante disparos a quemarropa. Los entrevistados también describieron cómo se había quemado vivos a niños y ancianos en sus casas, y cómo varios soldados habían secuestrado y violado una y otra vez a niñas y mujeres, y a otras las habían matado por resistirse.
Según los testimonios, en el país más joven del mundo, las mujeres y las niñas tienen tres destinos: ser violadas, ser violadas y luego secuestradas para servir a los soldados en los campamentos, o resistirse a la violación y morir. Un porcentaje dolorosamente bajo consigue escapar.
La cosa ya venía mal mucho antes del brote violento de julio. Un informe que la Organización de las Naciones Unidas (ONU) divulgó en marzo denunciaba el uso de la violación como “arma de guerra” e “instrumento del terror” y detallaba que grupos aliados al gobierno fueron autorizados a violar a las mujeres “como forma de pago de salario”. En ese estudio, realizado entre octubre de 2015 y enero de este año, el alto comisionado de la ONU para los Derechos Humanos, Zeid Ra’ad al Hussein, aseguró que la de Sudán del Sur es “una situación de los derechos humanos entre las más horribles del mundo”. El funcionario de la ONU acusó a las fuerzas gubernamentales de ejercer “violencia sexual”, “masacrar a civiles” y “destruir sus bienes y medios de subsistencia”. Este informe tampoco brinda una cifra exacta de personas asesinadas, aunque aclara que ya son “cientos de miles”.
Hasta el momento, el gobierno no mostró ninguna intención de identificar a los responsables de estos ataques contra civiles. El mes pasado, Amnistía Internacional instó al gobierno de Kiir a “garantizar la liberación inmediata de las mujeres y niñas secuestradas y que regresen sanas y salvas a sus comunidades” y a “apoyar que se establezca cuanto antes el tribunal híbrido para Sudán del Sur, destinado a enjuiciar a las personas que tienen la mayor responsabilidad en los delitos”. Otras organizaciones de derechos humanos se manifestaron en el mismo sentido. Todavía esperan la respuesta.
En Sudán del Sur, por otro lado, quien no muere de un disparo podría morir de hambre. Según la Oficina de la ONU para la Coordinación de Asuntos Humanitarios, casi cinco millones de personas sufren inseguridad alimentaria -la imposibilidad de las personas de acceder a los alimentos-. El mismo organismo denunció además que la poca ayuda alimentaria que llega es saqueada por los combatientes o directamente robada en las principales rutas de transporte en el país antes de que llegue a destino.
A pesar de todos los informes, la propia actuación de la ONU en el terreno es cuestionada. El martes de la semana pasada, el secretario general de la organización, Ban Ki-moon, anunció una investigación independiente sobre el estallido de violencia vivido en julio en Yuba y sobre la respuesta que dio la misión de la ONU allí.
Esta investigación, que deberá ser presentada en un mes, analizará denuncias de ataques contra civiles y casos de violencia sexual registrados al interior o en los alrededores de los campamentos puestos en marcha por la ONU para proteger a población civil en Yuba. Además, determinará si las acciones de la misión de la ONU en el país fueron adecuadas para tratar de evitar los incidentes y defender a los civiles. Varias organizaciones civiles denunciaron, por ejemplo, la ineficacia de los cascos azules en el terreno, que en ocasiones llegaron varias horas tarde cuando se les pidió ayuda o directamente no llegaron, e incluso fueron acusados de permitir a soldados sursudaneses cometer algunos de los crímenes.