Las marchas nos permiten, además de encontrarnos, tener una percepción diferente del espacio que habitualmente recorremos y que, por eso mismo, nos puede parecer a veces monótono, sin sorpresas. La Marcha de la Diversidad suele estar enfocada en el plano de la sexualidad, pero el abanico es más amplio que eso e incluye otros aspectos, como, en definitiva, asumirnos iguales en nuestras diferencias.
Como en las marchas uno camina por el asfalto, donde regularmente transitan los vehículos, puede, decía, tener otro ángulo. Es así como descubro las estatuas de Cervantes y Sócrates que están en la entrada de la Biblioteca Nacional. Lo primero que pienso es en el error: en un edificio que preserva los libros está la imagen de alguien que no escribió ninguno. Entonces profundizo, rasco un poco en el error, porque ahí suelen esconderse las verdades, y resuelvo que no, que una biblioteca es más que un depósito de libros, diarios y revistas dispuestos para la consulta. Una biblioteca es una reserva del pensamiento de una cultura: la suma de sus experiencias, que esperan por alguien que las reviva. Porque, en definitiva, ese es el mensaje que tal vez haya que leer en la imagen de alguien quitándole el polvo a un libro: un intento por reanimarlo, volverlo presente, sacarle de encima el tiempo acumulado: acortar una distancia.
Y como siempre sucede, el contexto no es un dato menor. Que este descubrimiento acontezca en el marco de un encuentro por la diversidad no hace más que resignificar el asunto: en ese gesto (el de la elección de las estatuas) se esconde una idea amplia de la cultura y se asume, de ese modo, que no sólo está en los libros (por suerte), sino en la experiencia hablada. Esa elección emite un discurso amplio y diverso. Intento ir un poco más allá; si pensamos a Sócrates como un personaje de ficción creado por Platón, lo que están sintetizando las dos estatuas son las figuras del creador y su objeto. Están expresados, entonces, dos de los componentes que constituyen la literatura: el autor y la obra. El tercer punto, que viene a completar la geometría para que el acontecimiento no sea una línea con principio y final, y se convierta en un círculo que se retroalimenta, son los que pasan a diario entre las dos efigies: los lectores. Dos elementos estáticos y uno dinámico componen esta fórmula infinita. Todo cierra. Pareciera que lo que puede entenderse como un error es en realidad una elección consciente que dice mucho más que lo que en apariencia retrata.
Pero no termina todo acá. El punto final de la marcha es frente a la Universidad... Otra vez: ¿azar? El parecido de las palabras me obliga a hacer una liviana investigación. A simple vista comparten la raíz (vertere: doblar, desviar) y el sufijo (tat, devenido dad, que remite a cualidad). De esto se infiere, entonces, que ambas palabras tienen la cualidad de desviar, doblar. Pero ¿sobre qué debe apuntarse esta cualidad? La respuesta se esconde en lo que las diferencia: el prefijo. Uni viene de uno, unicidad, uniforme; di se refiere a lo múltiple. Haciendo una traducción bruta y literal, una palabra significa desviar hacia la unidad; la otra, hacia la multiplicidad. Una cierra y la otra abre. Una es introvertida y la otra extrovertida: dos polos opuestos complementarios de la forma que tiene el hombre de conocer, los dos movimientos sobre los que se construye el conocimiento: hacia adentro y hacia afuera. Para que yo sea yo tiene que existir necesariamente otro que, a su vez, tenga su propio yo, y así es como una estructura se levanta, con ese mecanismo que proviene del conflicto que germina dentro de todo binomio. Esa energía que se retroalimenta a partir de la diferencia es la que hace que la historia avance y nos encuentre desiguales en la igualdad.
Todo esto (y más) se puede gestar a partir de juntarse y marchar, de tener la posibilidad de ver las cosas desde otro lugar.
Ignacio Santillana