Tras empatar sin goles en 120 minutos de juego, la efectividad en la tanda de penales le dio el título de Campeón Uruguayo al carbonero. Sabía que, tras ganar la Tabla Anual, con ganar ayer le alcanzaba. Y lo hizo. Fue el corolario de un campeonato increíble, de una soñada utopía que corrió de atrás y desembocó en el triunfo de la esperanza por sobre el resto de las cosas.
Todo tiene su razón. Un segundo semestre arrollador llevó a Peñarol a transformarse en el mejor del año. Imparable, así fue el aurinegro. Nadie, ni los más optimistas de los hinchas, lo creían cuando empezó el Clausura y el aurinegro no pintaba ni daba color. Pero a veces conviene no creer tanto en lo que se piensa. Peñarol se olvidó del mal Apertura y de la flojísima participación en la Copa Libertadores, y empezó de a uno. Paso a paso, llegó lo impensado: una consecución de partidos ganados hasta quedarse con el Clausura con 42 puntos obtenidos sobre 45 y, como si fuera poco, con la posibilidad de definir la Anual con Defensor Sporting. Y le ganó, también. Así fue el campeonato que le tocó vivir. Con mucho mérito, fue lo que hizo de sí mismo.
El director técnico Leonardo Ramos tuvo mucho que ver en todo. Bien poquito faltó para que, cuando Peñarol era un drama –o, más bien, un dramón–, el entrenador se quedara sin trabajo. Cualquier memoria tendrá fresco ese episodio. Pero no sucedió. A Ramos le dieron vida y él le dio otro énfasis al equipo, ayudado por una tanda de fichajes que esta vez sí le funcionaron. Cambió el arquero, y Kevin Dawson respondió notablemente; renovó la parte derecha de su defensa con Guillermo Varela y Fabricio Formiliano, y encontró solvencia; en el medio tuvo al mejor jugador del campeonato, Walter Gargano, a quien le inventó como compañero de doble cinco a un peón de lujo, Cristian Cebolla Rodríguez; y arriba, más allá de la llegada de los argentinos, los réditos se los dieron dos de la casa, Diego Rossi y Cristian Palacios, goleador del Uruguayo por lo que hizo en Peñarol y también en Wanderers en la primera parte del año. Todo para consagrar una segunda parte de año memorable, en la que, mientras se fortalecía en el Clausura, primera de las posibilidades para llegar a la definición del año, descontó los 10 puntos que lo separaban del violeta. Ahí pateó el tablero. Y en el reparto nuevo, con la moral por el cielo, se quedó con el premio gordo de fin de año.
Hablame de fútbol
Tanto vale, tanto cuesta llegar a una final que, cuando se juega, siempre se espera que sea un partidazo, un gran partido o, al menos, un encuentro vibrante. No fue, ni por asomo, lo que sucedió ayer en el Centenario. Todo muy lejos de la muestra.
Dos tiempos de 45 minutos y otros dos de 15 terminaron igual, tanto en el resultado como en la forma de juego. En retrospectiva, en el primer tiempo hubo una sola jugada de gol, casi al final. Fue un cabezazo del argentino Maxi Rodríguez que atajó el arquero violeta Gastón Rodríguez –reemplazante del lesionado Guillermo Reyes– de forma impecable, con volada y mano izquierda extendida, sacando la pelota al córner. El conteo de chances en ese trámite fue eso y nada más. Pero hubo mucho fútbol, lógicamente. Al violeta le salió bien la estrategia aplicada a la táctica. Presión alta, otra vez la idea de no dejar jugar a Gargano, primer carbonero en generar fútbol, y de impedir la subida de los laterales aurinegros.
Curiosamente, con todo lo bueno que hizo en la marca, fueron más las molestias que causó que las pelotas que ganó para poder aplicar verticalidad en el arco de Kevin Dawson. Más sencillo: no fabricó una jugada de gol, salvo tiros desviadísimos.
Peñarol, un poco molesto por no poder desenvolverse como le gusta, recién le encontró la vuelta al partido en la citada chance sobre el final. Con razones obvias: contragolpes a partir de pérdidas de balón de Defensor Sporting. Pero, valga la redundancia en el concepto, tampoco le exigió demasiado a la retaguardia violeta, salvo lo dicho sobre la atajada de Rodríguez.
Tampoco fue tan distinto el segundo tiempo. Peñarol no le pudo encontrar la vuelta para soltar a Gargano ni a los laterales, Defensor siguió siendo aplicado en la marca pero sin tener peso en el área; embudo de un lado, embudo del otro, pum para arriba y desfiguración total. Una cosa a tener en cuenta: las chances más peligrosas en el complemento fueron todas violetas. A los 60 minutos, un tiro libre de Facundo Castro dio en el travesaño; nueve más tarde, Mathías Cardacio le dio de bolea y la pelota se fue cerca del palo derecho; a los 80, Dawson atajó, gracias a su buen sentido de la ubicación, un zurdazo peligroso del volante Joaquín Piquerez.
Fundidos los dos, el alargue fue más empuje que otra cosa. Alguna insinuación inicial, pero rápidamente ambos equipos se dieron cuenta de que era mejor cuidar atrás que buscar adelante.
Los penales fueron la verdad. Peñarol metió los cuatro que le tocaron, ventaja suficiente para aprovechar los dos que Defensor tiró afuera. Y fue título, lo más grande que hay para ganar puertas adentro. Atrás quedan los borradores de la gloria, y ahora aparece la versión definitiva: ser campeón, volver a recordar y reconocer, siempre, porque la pelota va y viene, que la eternidad no se detiene.