Con una sólida y gratificante victoria sobre Colombia por un marcador de 3-0, la selección uruguaya sub 20 se clasificó al próximo Mundial de la categoría, que se disputará en Corea del Sur, y se encamina sin vergüenza ni falso pudor a definir el título de campeón Sudamericano.
Hacer del domingo un viernes
Es hermoso afrontar, esperar y mirar un partido con tantas expectativas. Seguro nos pasó a la mayoría de nosotros, que no nos achicamos con el prejuicio de que son juveniles o alguna pavada de esas. Y ahí nos plantamos frente al televisor. Esa preciosa jugada de pared, toque y toque que a los tres minutos dejó a Rodrigo Amaral frente al arco, que no fue gol porque la lateralidad de Amaral no le deja ser tan maravilloso con la derecha como con la zurda, reforzó la linda sensación de que era posible.
Con su propuesta de fútbol sobre patines, rápidos, precisos y con buena técnica individual, los colombianos parecieron ir apropiándose del terreno y del juego. Sin embargo, eso es por lo menos discutible cuando uno conoce y descubre la pericia de los de celeste en su acción colectiva de neutralizar el juego contrario, por lo menos cuando las acciones pueden desencadenar situaciones peligrosas. El tercio inicial de la primera parte fue diluyéndose. Colombia tenía la pelota y miraba para el arco de Santiago Mele, mientras Uruguay cortaba una y otra vez pero, sin poder armar un buen contragolpe.
A los 18 minutos, el equipo de Fabián Coito tuvo su segunda situación de gol, con una acción de salón: pelota larga para Amaral, que pivoteó para la llegada de Rodrigo Bantancur que, ya solo frente al arquero Manuel Arias, enganchó para su zurda y le pegó apenas alto.
No hay misterios
¿Qué misterio mágico hace que los uruguayos, y en particular estos tan jovencitos, puedan manejar con tanto aplomo una situación en la que, si se tratara sólo de correr detrás de la pelota, tener destellos de técnica y habilidad, agilidad y velocidad, casi siempre serían superados por sus rivales? No hay magia ni misterio. Lo que hay es una formación invisible, pero sostenida por certezas construidas por nuestros padres, tíos, abuelos, vecinos, maestros de nuestra cultura que, sempiternamente sabedores de nuestras carencias en riquezas individuales por ausencia de condiciones, preparación y hasta de elegibilidad, nos han orientado a ciertos movimientos colectivos, a prematuros ensayos de estrategias, a tempranos aprendizajes de roles complementarios que potencian la acción del equipo. Y ahí estamos siempre, casi siempre, desarrollando propuestas estéticas inferiores de las que quisiéramos, jugando con más tosquedad y menos elegancia que la que imaginamos mientras construimos el sueño, pero resignificando otros valores que sin duda son determinantes: la ejecución y el desarrollo de esa exquisita escuela de marca, motor de arranque de cualquier oncena uruguaya; la solidaridad y el ajuste de movimientos como un jugador más; la garantía y la certeza de que el compañero va a estar.
Para ti, mamá
Y así fue que con la laboriosidad del hornero haciendo su nido los chiquilines fueron construyendo y desconstruyendo, hasta que en el minuto 40 una terrible y hermosísima jugada que se empezó a gestar bien atrás y que incluyó toques y combinaciones de esos a los que no estamos acostumbrados pero que nos gusta ver, terminó en dos o tres toquecitos vivaces antes del pase atrás a Facundo Waller, que al recibir la pelota de su coterráneo Rodrigo Bentancur transformó el pase en un gol de belleza poética, por su factura y porque lo hizo él, que en abnegación, esfuerzo y condiciones resume buena parte del gusto de los uruguayos adoradores del juego de la pelota. “Para vos, mamá”, dijo Facundo mientras corría hasta la cámara, sin saber que todos nosotros éramos en ese momento Mariela Martiarena, la mamá de los Waller.
Ahí vamos
La sensación de que íbamos bien fue la que salió del túnel del estadio Olímpico de Quito cuando comenzaba el segundo tiempo. Con el crédito de la victoria parcial, los celestes, esta vez de manera expresa, cedieron el juego de pelota a los colombianos, a la espera de seguir mirando el partido en puntitas de pie y aprovechar alguna desatención o caída de tono del nivel de ataque de los colombianos. Así, con nuestro viejo recurso del pelotazo para la contra, Waller estuvo muy cerquita de meter doblete. Minutos después, cuando Agustín Canobbio ya había sustituido al extenuado Amaral, los celestitos conformaron el contraataque perfecto, a partir de un arranque de Nicolás de la Cruz que, a pesar de haber sido cortado con una dura falta, pudo cederle la pelota al neohelvético Bentancur, que la abrió para Canobbio, y entonces el hijo de Osvaldo la mandó al medio para que Nicolás Schiappacasse pusiera el festejadísimo 2-0.
Para estos jovencitos que contrarrestan su inmadurez con un sorprendente aplomo grupal, el 2-0 no es el peor resultado del mundo. Con esa admirable solidez estratégica y táctica acrecentada por el invisible pulido y lustrado con el que vestimos nuestra marca, lograron adueñarse total y por completo del partido y sumaron un nuevo gol, mediante un tiro desde el punto penal muy bien ejecutado por De la Cruz.
El 3-0 ya era una fiesta, la misma que representa afrontar el miércoles el partido con Venezuela soñando con volver a ganar un título que, en principio, fue sólo nuestro, pero hace 36 años que nos es ajeno.
No desaprovechen esta alegría. No es fácil generarla ni sostenerla sólo con resultados, pero es lindo poder andar corriendo atrás de la utopía, con los championes de la formación del trabajo y, por supuesto, de los sueños.