Juan el escapista tiene una melancolía en extinción. Da un paso atrás, quizá porque aún no puede tomar esta decisión; Juan duda. Hace ese gesto con la mano que es tan característico de sus pequeñas incursiones del miedo, de su meditabunda manera de accionar. Ya está descalzo; sólo se dejó como prenda la ropa interior, probablemente para no sentirse tan despojado, para no quitarse también ese resto de identidad y quedar tan falto de todo, como si en los calzoncillos guardara sin saber una esperanza de no estar tan lejos de sí, de ese sí mismo del que ha venido despojándose.
Fue dejándose en las cosas que llevaba encima; soltó primero su billetera con monedas y símbolos, dejó las fotos recortadas de sus familiares, dejó los boletos viejos. Después fue el calzado, unas rotosas pero buenas zapatillas de gamuza que lo habían acompañado desde más joven, se divirtió soltando los cordones uno a uno en la carretera para dibujar formas en el asfalto con ellos. Imaginó una música para acompañar los movimientos, se despidió de esas zapatillas como si se tratara de sus parientes y tuvo que quitarse a continuación las medias, un par de zoquetes que habían sido blancos cuando los compró, años atrás.
Hizo una bola con la media izquierda y la lanzó lo más lejos que pudo; fue a parar directo sobre la duna de arena, para resbalar por la pendiente oculta donde no llegaba el sol y unos pocos juncos que emergían recortándose sobre el cielo daban a entender que podría haber un riachuelo detrás. Con su media derecha vaciló; si bien el vértigo del lanzamiento de la primera había sido emocionante, para esta guardaba un destino más sinuoso: utilizó las sutiles corrientes de aire que se levantaban para dejar que volara haciendo espirales con las hojas secas que bailaban juguetonas en el suelo.
Unos cuantos árboles desconocidos regaban los caminos con las primeras hojas del otoño. Para entonces ya se había ido el verano a resbalar también tras la duna. Cuando se quitó el pantalón sintió una bocanada de aire frío que anunciaba la proximidad del invierno. Caminó largos trechos de carretera desnuda con una sola pierna vestida mientras arrastraba los bordes bajos del jean, se divirtió en soledad con la sensación de caminar en esta asimetría que le permitía la ropa, y quiso verse desde afuera como peatón original. De su bolsillo derecho se cayeron las llaves del apartamento, produciendo un sonido de tintineo de metales sobre la baldosa; en el manojo, atadas por el círculo de alambre, estaban también las llaves del galpón donde estuvo su bicicleta, la llave del candado del baúl del sótano y esa pequeña y tímida llavecita que siempre guardaba pero nunca podía recordar exactamente cuál había sido su función original. Sin mirarlas, y ya lejos de donde se había producido el despojo, recordó también la presencia de las llaves de la casa de ella, que había sido su compañera y que ya estaría, probablemente, en otro país cruzando el océano, buscando las raíces de las que tanto hablaba y que habían sido motivo de su separación.
Finalmente, con un veloz movimiento, se quitó el cinturón de hebilla pesada y lo lanzó al horizonte de pequeñas casas despobladas, quizá condenándolo a colgar eternamente de algún farol citadino a merced de las tormentas. No dejó de caminar mientras el resto del pantalón, que aún rodeaba una de sus piernas, descendía lento a cada paso hasta quedar tendido en el suelo, como descansando. La camisa fue la parte más difícil; representaba para él un cariño especial, un estatus, una forma de vida firmemente adherida a su andar.
Quiso caminar solitario en calzoncillos y camisa, se limitó a desprender los botones para comenzar, uno a uno, con cuidadosa prolijidad, para despedirse sin sobresaltos; una luna creciente reflejaba los pliegues blancos de la tela almidonada que tantas veces planchó por las mañanas. Examinó, al desprender el último botón, esa pequeña mancha de café que había sido imposible lavar y que siempre intentaba ocultar con el doblez debajo del cinturón. Esta vez, observada con el lente de la lejanía y en el marco de un paisaje ya campestre de vivos verdes, la mancha le pareció inofensiva y hasta simpática, le trajo al paladar el sabor de los desayunos antes de ir a la oficina, la cafetera burbujeando con el líquido caliente y ese bollón de frutas cortadas y sin piel, tal vez las tostadas hechas con infinita paciencia rutinaria y el sabor de alguna mermelada de estación, dulce de ciruelas y frambuesa.
Esa perspectiva de un líquido caliente le causó una tristeza inexplicable para él; había algo íntimo en su desayuno, de lo que nunca había tenido conciencia hasta ahora, tan lejano y en pleno éxodo de esas cosas. Algo tan propio y sagrado que quiso, unos instantes, retornar a repetir el ritual, a mojar la tostada en el café, a decidir si ponía una o dos cucharadas de azúcar, a revolver pensando en otra cosa mientras miraba por la ventana.
Tuvo que abandonar estos pensamientos para concentrarse en deslizar la manga derecha de su camisa por el brazo, dejándola, igual que había hecho con el pantalón, colgando en asimetría para descubrir esta nueva situación en su vestir. Fue tan cómico el despliegue de la tela blanca, azotado ahora por una incipiente ventolera que venía del norte, hacia donde se dirigía, que rio un poco pensando en qué dirían las señoras del mercadillo nocturno que se adivinaba a lo lejos si lo vieran pasar así. Bailó un poco, aprovechando los movimientos de la manga suelta, para entrar en el balneario; descubrió en su danza espontánea una sensualidad que no despertaba generalmente; su cuerpo libre de preconceptos se dejó inventar figuras que lo hacían sentirse animal: ¿había tenido esa sexualidad tan presente con ella y con las otras?; ¿se había dejado animalizar?
Ya vislumbrando su objetivo, enlenteció la marcha, encontró ciertos movimientos circulares con la columna vertebral muy placenteros, con los que podía, despacio, dejar que se desprendiera ese resto de camisa. Cuando sólo quedó la prenda sostenida por el puño de la mano izquierda, detuvo la acción para concretar la despedida y movió la muñeca saludando a su camisa, como si se dieran la mano; la soltó al viento fuerte, la siguió con la mirada mientras se elevaba en extrañas torsiones y ascendía lejos al cielo hasta volverse una triste mancha en lo inabarcable, no mayor que la mancha de café. Y recién allí, ya en la orilla y en calzoncillos, tuvo miedo.
Juan el escapista desanda el paso que acaba de dar hacia atrás y se decide a quitarse la ropa interior. Lo hace sin parsimonia y, esta vez, sin juegos, deja el bóxer negro sobre la arena mojada, se atreve a caminar un poco hasta adentrar los pies en el agua. Esta primera inmersión de los tobillos le da la determinación que necesitaba para sumergirse más; con el vaivén de las ligeras olas salpicadas de la luz rosada de un nuevo amanecer que ya viene, se va adentrando hasta no dar pie y quedar únicamente con la cabeza por fuera del mar, flotando con un movimiento de manos y de piernas. Lo único que le queda de su vida anterior es el peinado con la raya al costado, una perfecta organización capilar que lo hace sentir maduro y a la vez atractivo, la costumbre de peinar dos por tres con los dedos la corta melena hacia la derecha para conservar una estética propia de Juan, pero que ahora, sin la camisa, pierde todo el sentido.
Se zambulle bajo la ola y zambulle el recuerdo de su espejo del baño, de las miradas sugerentes de las secretarias, un sacudón salado de espuma le quita del rostro los últimos aromas de aftershave y lo obliga a nadar dando brazadas fuertes. Juan nada crawl, nada mariposa, va dejando en el agua las vocales de su nombre y sus dos consonantes. Queda muy atrás la orilla: ¿qué es un nombre cuando ya no se tiene ropa, llaves, documentos, peinado? El que fue Juan el escapista está esperanzado. Ya es mediodía y la melancolía se extinguió. Y allá adelante está la isla.
Nina Blau.