Mi padre es un mendigo de la calle Sarandí. Él imagina que vive debajo de un puente, a veces en París, otras en Manchuria (en esos casos se viste con más abrigo), otras en el Mediterráneo. Nunca supo imaginarse en una ciudad latinoamericana. Es el hombre más lúcido sobre la faz de la Tierra, pero lo expresa con tan extrañas palabras y las ordena en frases tan herméticas, que suelen confundirlo con un demente quienes tienen la paciencia de detenerse a oírlo. No habla mucho, de todas formas, salvo cuando el vino lo entusiasma o encuentra un interlocutor con una postura opuesta a la de él. Fue un orador muy convincente y se hizo de muchos contactos. Así dice que consiguió esas insólitas llaves, me refiero a las de las catacumbas de la plaza Matriz; sé que las guarda con recelo, aunque nunca me las mostró. Voy a visitarlo y llevo un termo con café. Me acompaña la sombra de mi gato Obdulio, que él insiste en llamar Baltazar. Finge no reconocerme, pero lo hace con torpeza, tanto así que, a la menor insistencia de mi parte, ya se rindió y está abriendo el termo e invitándome a pasar a su escaso living citadino. Revuelvo en mis bolsillos para buscar una bolsa con maní: sé que es un placer que se da cada tanto.
Cuando consigo que me hable, casi siempre es porque menciono algo sobre los símbolos que estudia. Tiene una tesis escondida, que viene desarrollando desde hace años, acerca de una secreta red de alegorías urbanas que, según él, reflejan el inconsciente cultural. Como buen filólogo experto, puede reconocer el lenguaje oculto de la superstición en esos detalles que a los demás nos pasan desapercibidos, y su inquieta mente lo lleva a construir significados hondos, que apenas deja entrever en sus pocas palabras.
Cuando sonríe se me cae el alma al piso, tengo que contener las lágrimas; tiene una sonrisa tan torpe, inocente, tan genuina e incómoda, que me resulta conmovedor. No veo más que al niño jugando al ajedrez consigo mismo, al sabio asustado, a la soledad cortante del inadaptado. Hay veces en que llega a reírse entre dientes, sin soltar demasiado la risa (incluso eso se guarda). Ríe altanero desde su imaginario mundo de callejones parisinos, resulta tener un humor simpático y astuto, al que da rienda suelta cuando está de un ánimo más encantador.
Me lo imagino en cócteles intelectuales recibiendo halagos y blandiendo críticas concisas, medio incómodo en su traje de oficinista de embajada, hablando consigo mismo diez idiomas a la perfección, inventando excusas insípidas para no asistir a trabajar, en su pequeño rincón de bibliotecas polvorientas, con un whisky fuerte en las manos, la pipa cargada, rumiando ideas entre caladas de tabaco mientras observa con extrema atención mapas de un territorio que ya no existe. En esos sueños que tienen algo de pasado y de presente quiero entrometerme a través de la conversación, quiero recorrer los pasillos de su mundo, mirarlo a los ojos entrecerrados, ser una asistente de su biblioteca, pero la cercanía para él es un campo de minas… Apenas indago demasiado se levanta, ni siquiera se molesta en decir nada, da la espalda y camina hacia las esquinas solitarias que tienen faroles de luz cálida, respira hondo como si le hubiesen quitado el aire, y se abraza solo. Antes, en estas circunstancias sentía ganas de llorar y de gritarle frases espantosas para que volviera; ahora comprendo que él no puede darse, que está miedoso y los años lo acostumbraron a sí mismo. Le veo la fragilidad extrema, sé que le espanta mi curiosidad porque cree que esta puede desarmarlo, enfrentarlo a la tarea de ver los muros de ladrillo, los pestillos de hierro cerrados, el aire inmutable de su castillo, su ermita de labios sedientos y silenciosos. Como quiero al viejo, cultivé la paciencia y la insistencia, tesoros con los que puedo acercarme a él.
Una de las últimas veces que lo vi ampliamos un poco el horizonte y se animó a pasear conmigo por el puerto y la rambla. Iba nervioso y desconfiado, además –ahora que recuerdo–, hace días que lo venía visitando seguido, porque me preocupaba su obsesión con ciertos temas. Nada muy notorio para ese entonces: hacía pequeñas alusiones al laberinto subterráneo que siempre decía recorrer de madrugada –ese del que tiene las llaves–, un espacio adonde, decía, sólo él y otros pocos entraban, contados con los dedos de una mano (y sobraban dedos). De más está acotar que es un hombre de sueño volátil. Mi padre hablaba como si existiera en ese entramado bajo tierra una razón vital a la que lo conducían los arcanos que estudiaba, la quintaesencia de nuestros sueños, los orígenes sensibles de nuestra civilización. Yo escuchándolo sólo podía sentir un ligero malestar de desconcierto por debajo de la gran admiración que siempre le tuve; nunca me animé a opinar, para no interrumpir sus exóticas rachas de verborragia. Parecía cautivado por el descubrimiento de ese mundo (que, por otra parte, poco describía; sólo decía ocasionalmente algo sobre estatuas renacentistas y portales medievales). Esa fascinación hacía que aumentara el desencanto que le provocó siempre esta ciudad, y, por qué no decirlo, esta realidad sobre la superficie.
Me gestioné unas vacaciones anticipadas en el trabajo para poder acompañarlo un poco; sentía que este viraje en su discurso y esta inquietud que mostraba no eran más que síntomas de la vejez, y que, aunque silenciosa y discreta, mi presencia ayudaba al hombre (y hasta podría gustarle), aunque fuera a dialogar con alguien más que consigo mismo. Preparé un café especial con un toque de whisky irlandés para ayudarnos a sobrellevar el frío (últimamente mi viejo optaba más por su vivienda imaginaria en la Siberia helada, frontera entre la tundra rusa y la China, donde podía haber 30 grados bajo cero y vientos secos de ciclón). Puse en mi mochila una colección de cómics que él, a pesar de decir despreciarlos, siempre pedía que le dejara. También llevé mi cuaderno de anotaciones donde en ocasiones apuntaba, bajo su insistencia, datos sobre los símbolos y las teorías de mi viejo, y con esto y una manta abrigada fui a buscarlo, con la idea de pasar con él más tiempo, quizá de dormir algunas noches en su living de asfalto. Me detuve a medio camino y compré con ilusión un gran paquete de maní sin sal. Las cuadras se me hicieron largas debido a la premonición; una sensación de extrañeza me había acompañado mientras hacía los preparativos y no me soltaba, tanto así que demoré a propósito la llegada, preocupada, doblando en esquinas innecesarias para alargar el camino y no tener que afrontar lo que ya intuía.
Al llegar, la interminable peatonal dormitaba en un silencio poco común; mi padre, con su reserva y austeridad, había tenido el gesto cariñoso de dejar sobre el banquito donde siempre me sentaba al visitarlo, una nota, a resguardo del viento, con una baldosa encima. Sólo con verla me golpeó la certeza de mi presentimiento como una verdad triste y a la vez coherente. Leí con resignación unas diez veces: “No me esperes. Voy a donde siempre quise. Di varios pasos en el camino de mi mente y encontré el centro del laberinto donde está la fuente. Esa fuente es mi alegría y la tuya”.
Noté que había dejado también su extraña conjunción de papeles en los que explicaba, con letras pequeñas y crípticas, la teoría de los símbolos escondidos en la ciudad; esos escritos, antes ocultos para mí, serían ahora mi único mapa.