La lógica de este deporte de competencia, sumada a la historia, los antecedentes y los potenciales desarrollos de los colectivos en contienda, establecían que fueran altas las probabilidades de que Botafogo clasificara y Nacional quedara eliminado en Río de Janeiro. Lo no tan esperable era que esto ocurriera de la manera en que lo hizo, con los brasileños resolviendo el juego –y la clasificación– en sólo cinco minutos –los primeros cinco minutos del partido– y con un elenco tricolor que no tuvo reacción ni una asociación de ataque que le permitiera pensar en achicar el margen primero y enfocarse en la hazaña después.
No quedó ni la sensación de pudo haber sido, de mereció más, de si hubiese pasado tal cosa. Nada. Nacional fue un equipo sin luces y, para peor, sin cabeza en el final, cuando, al verse superado por lujos y chiches del rival, recurrió a la violencia insana y gratuita. No pudo, y nunca pudimos imaginar cómo podría haber sido, porque, tras el baldazo de agua helada de los primeros minutos, ya nada pudo cambiar después.
Jugando antes de jugar
El partido jugado 1.000 veces no es el partido soñado. Hace no tanto tiempo, próximo al retiro del fútbol activo, Osvaldo Canobbio confesaba en Deportivo Uruguay que recién al final de su carrera, ya jugando un poquito más lejos del arco rival, empezaba a disfrutar a pleno del juego, a gozar de los partidos. Contaba que con el paso del tiempo y de los partidos había advertido que el desgaste de pensar y jugar el partido desde el día anterior, desde la semana anterior, de sólo pensarlo, practicarlo, imaginarlo, influía en su sistema nervioso y, por lo tanto, en su aporte físico y de juego real en la cancha.
Nacional, este Nacional, no hace una noche ni una semana que pensó, que jugó, que imaginó este partido, sino que lo tuvo durante un mes en la cabeza. Dale que te dale con el partido con Botafogo: un plan, dos planes, una estrategia, unos jugadores, una forma de atacar, de defender, de… Y en apenas un par de minutos, todo perdido.
Botafogo, jugando de domingo a miércoles, planteó un partido aprovechando el envión de la localía y de las 40.000 personas que lotaban el estadio olímpico Nilton Santos.
Ice cube
Ellos habían empezado a tope, con todo. Después de una salvada y cuando apenas iban dos minutos, desde un córner y un cabezazo preciso y colocado de Bruno Silva llegó la apertura del marcador para Botafogo. Un mes planeando y esperando un partido, y dos minutos para tirar todo por la borda.
El peor momento no tardó en llegar. El desasosiego, antes de iniciar el camino al sosiego. 15, 20 ensayos de “no nos pueden hacer un gol”, y cuando acababa de empezar ya te lo hicieron.
De la nada, de la absoluta nada y ya con cualquier sueño a la intemperie, enganchado en el mínimo pretil de la desesperanza, Agustín Rogel, como si fuese el Seba Coates en el partido con Estudiantes en 2009, la tocó sin fuerza hacia atrás y, antes de que llegara el Coco Esteban Conde, Rodrigo Pimpão la empujó bobita hacia el gol y anotó el 2-0. Ice cube. Una planta potabilizadora de OSE de agua helada cayendo de golpe sobre tu cabecita.
En los siguientes cinco minutos Nacional trató de agarrarse de la más mínima posibilidad de ponerse en partido, y a los diez recién empezó el partido. Pero no era aquel que jugaron, prepararon y pensaron durante un mes, ni siquiera el de los primeros dos minutos. Se transformó prematuramente, tempranamente, en el partido de la desesperación para Nacional, que jugó hasta el final apenas agarrado del pincel. No encontró forma de lograr aplomo en el campo, ni por juego, ni por pelotazos, ni por poner todo y no cuidar nada. La principal y definitiva carencia fue la imposibilidad de desequilibrar con la pelota, de establecer un mínimo juego asociado, de que Tabaré Uruguay Viudez pudiera ponerse en modo on y arrancara con su mejor versión de técnica, engaño y asistencia.
A la media hora, el director técnico Martín Lasarte decidió darle ingreso a Hugo Silveira y modificar para adelante la figura táctica, pero ni eso fue suficiente para arrimarse con peligro al arco del Gatito Roberto Fernández.
Fundo do quintal
Nacional arrancó bien la segunda parte. Si no bien, por lo menos de la manera más esperable y lógica: yendo arriba, ahora con Kevin Ramírez, que ingresó por Seba Fernández por la izquierda, Tabaré Viudez por la derecha, Hugo Silveira de punta de lanza y Rodrigo Aguirre de 10 y medio. En diez minutos generó unos cuantos tiros de esquina, pero en ninguno de ellos se acercó a la latencia de gol.
Una hora de juego y ni un casi-gol, cuando se necesitaban tres de los sin casi, hacía presagiar un pobre final. No le pudo encontrar la vuelta el elenco de Lasarte, que lo más que pudo hacer fue sumar córners como si fuesen bonus. En uno de ellos le quedó de frente, bien perfilado y en el área chica a Tabaré Viudez, pero tampoco pudo ser.
A los 20 minutos del final, ingresó Leandro Barcia por Fucile y el tricolor pasó a jugar con un 3-2-5, pero tampoco salió nada. Ahí hasta le empezó a ser ajena la acción ofensiva, y el fogão sacó la pizarra.
Al final mismo del partido, Diego Polenta sacó su peor perfil y volvió a ser expulsado por un codazo a un rival. En la misma instancia vieron la roja Sebastián Rodríguez y el brasileño Victor Luis, y casi de inmediato un exabrupto de Rodrigo Aguirre hizo que Nacional terminara el partido con ocho. Un final triste, más que la eliminación, porque no poder ganarle a un rival por lo general es un acontecimiento que se decanta de la interacción de fuerzas futbolística, pero pretender contrarrestar la superioridad futbolística con la sinrazón de la violencia no está bien. Una lástima.