Hay tradiciones / que están más muertas / que un faraón. / ¿Quién baila el pericón? / ¿Quién pide que le den / la comunión? / Hay otras vivas / en las esquinas de la ciudad, / los botijas las aprenden/ aunque los quieran parar.
El Jaime escribió esta canción en 1984, pero más de 30 años después sigue vigente, firme, presente. Roos lo hizo recordando los ensayos de carnaval, pero también lo pudo haber hecho para el fútbol, para un partido de fútbol, para lo que nosotros aprendimos antes que nadie, que es un clásico, en el juego, en el deporte, en la vida, en nuestra vida.
Por eso acá, en nuestra cultura futbolística, un clásico es un clásico, y esa tradición, ese estrés, ese momento sublime e inolvidable, que se repite modificado, esa patología futbolera, se renueva cada día, cada mes, cada año que estamos frente a un clásico, sea el de Nacional con Peñarol, el de Paysandú con Salto, el de Aguada con Goes, el de Cerro con Rampla Juniors o el de Rocha con Maldonado.
Y entonces esa patología de vida disfrazada de tradición no está muerta, sino viva en las esquinas de la ciudad.
Los domingos de clásico, hay que mojar el pan en el tuco un poco antes que siempre, casi seguro no se puede ir a la feria, y se dispara como cláusula gatillo la condición sine qua non de salir a babosear al cuñado, a la vecina, al cajero del súper, a la compañera de trabajo, al que sea; “hoy se comen tres” o “están cagaditos”, o “el lunes no vengas”.
En Los Aromos y en Los Céspedes no es rigurosamente igual, pero seguro que ese cosquilleo enervante, potenciador o dramático siempre está, y flota entre los últimos ensayos, se instala en el intersticio entre el cuadrado y la X del control de la PlayStation. Está.
Dice Queyala, que no está
Nuestros padres, padrinos y abuelos de nuestra gloriosa afición por el fútbol, por la camiseta, y entonces también por ese evento ineludible que son los clásicos, ya no son habitantes del cemento, ya no nos ofrecen sus cálidas manos para acercarnos a las tribunas. Ahora nos ha tocado a nosotros ser los reticentes iniciadores, continuadores de ese rito mágico de contacto con el cemento, del aprestamiento del grito lejano e inconducente, pero corrector y de fe desde la tribuna al campo.
No soy un queyala, y cada vez que la vida me llama desde su call center para avisarme que ya me puedo convertir en uno de ellos porque tengo los años de antigüedad suficiente, le contesto que no, que me gustaría, que tal vez en otro momento, que me tengo que ir a trabajar, que soy el hijo, que muchas gracias, señora Vida, pero ahora no puedo, y entonces voy zafando.
No obstante ello, me parece que alguno de nosotros, anticipando el viejo que llevamos adentro, como dice Joan Manuel Serrat –“simplemente, si todos entendiésemos que todos llevamos un viejo encima”–, deberíamos decirles que aunque sea absolutamente distinto de aquel tiempo de Olímpica irremediablemente entreverada de gorritos de unos y de otros –no teníamos camisetas, directamente no las vendían más allá de unos equipitos de niños para Reyes–, de infantiles vivas a sus equipos, de oprobiosos insultos a sus rivales, el clásico, que aquí en Uruguay no necesita el barato aumentativo de “súper”, sigue siendo el mismo, el de siempre, el de nunca.
La primera vez nunca se olvida
Por más que no pueda precisar ni siquiera usando esa maravillosa catarata de datos que brinda la Rec.Sport.Soccer Statistics Foundation (RSSSF), que es una organización internacional amateur fundada en 1994 dedicada a recolectar estadísticas sobre fútbol, imagino que mi primer clásico Nacional-Peñarol (¡ya había visto varios Florida-San José, qué se creen!) fue uno de los seis que se jugaron en 1968.
Así como no puedo precisar cuál fue ni quién ganó, tengo muchas fotografías mentales, casi historias de mi Instagram de jardinera, tomadas desde la Olímpica, y veo la blanca cabellera del Pardo Abadie, a tono con la línea de cal por la que surca como un tanque, dejando atrás, con su pecho henchido de gruesas franjas amarillas y negras, a sus marcadores de camisas blancas. Veo también a los Negros, Joya y Spencer, a Cococho Álvarez balanceándose con clase en su desacompasada carrera y saliendo con elegancia, o al meta carolino Roberto Sosa volando de palo a palo.
Por la camiseta
Con la misma fragilidad que los números que arroja una encuesta de Twitter, podría aseverar que 90% de los varones nacidos por estos parajes rioplatenses hemos sido prematuramente instruidos por un padre, un abuelo, un tío, un amigo o un vecino en la certera práctica de golpear una pelota o cualquier elemento parecido a ella con el empeine. Extensión virtual del cordón umbilical con las más gloriosas marcas de nuestra sociedad, amamantados virtualmente por la guinda de aquí a la eternidad, no pasarán más de unas horas, unos días en que aparecerán los evangelizadores de la camiseta, y entonces, ese mismo tío que, cual psicomotricista del mediocampo, sabe de la estimulación temprana, ese tío gestáltico de las puntas, que sabe de la importancia del vínculo inicial entre el lactante y el cuero, pretenderá, cual designio divino, bautizar al gurí en la religión.
Ni bien ese misionero del fútbol lo moldee –con una mano amartillando tibia y peroné, y con la otra conduciendo a que el impacto sea con el empeine– se dará la comunión pasión-globa-camiseta, sentimiento. Y la pelota rodará por la vida, habrá ahí una camiseta, y así sea de aquel, de este o aquel otro, siempre, pero siempre habrá, cual mormones del fútbol, quienes golpearán la puerta con los colores de Nacional o de Peñarol.
Lo demás es la gloria
Quisiera decirte algo, / no sé muy bien lo que es, / vivo pensando en verte, / una vez y otra vez.
Otra vez Jaime Roos, otra vez la vida. Otra vez la sensación única de clásico. Esos latidos del corazón, acompasados al momento, esos torrentes de adrenalina, esa inacción sobre la acción.
Día tras día, fin de semana tras fin de semana, el fútbol, nuestros partidos de fútbol, eran –y sigo creyendo que son– un goce y no una película de terror. La gloria. Y reconozco perfectamente cada episodio, cada estadio antes de ese partido, que será el Nacional-Peñarol, pero puede ser un Rocha-Maldonado en el Sobrero, o hasta un Salus-Villa Teresa atravesándome bajo el diluvio en un 128 rojo que reza “Nuevo París”.
Calculo que por abajo de la pata he visto 3.000 partidos cerca del alambrado o lejos de ellos. En cinco estrellas del fútbol o en piringundines de la globa. Con los más gloriosos equipos, o con ilustres desconocidos que esa tarde, como cada una de ellas, estaban jugando su final del mundo entre matas de yuyos asaltando las esquinas del fútbol. Dicen que no tenemos recuerdos de antes de los tres años, pero yo me sé recorriendo la explanadita del Campeones Olímpicos detrás de una pelotita roja de plástico. Y, años después, saltar de sus bancos poblados con la inocencia del mujererío que festeja con honestidad y transparencia la ubicuidad del golero al abrazar a la globa contra su piel de polifón, al Centenario, al Palermo, al Méndez Piana, mobiliario habitual de todos mis días, y salir a sorprenderme con el Capurro, con el Olímpico, con Belvedere, con Jardines, con la Plaza de Deportes de Colonia, el Sobrero, el viejo Casto Martínez Laguarda, el enorme Landoni. Fui y sigo yendo a todos ellos como una de las más placenteras visitas que puedo hacer semana a semana, mi fiesta de cada fin de semana, pero hay algo aprehendido en los clásicos que no puedo dejar de sentir, de transferir.
Estadio clásico
El clásico, esa sensación, ese estadio, ese tiempo, ese espacio común que ocupamos los mismos que estamos en la mesa de fin de año, en la clase de matemática, en la práctica de los minis, en expedición y ventas, en el 124 a Santa Catalina, en el baile, en la obra o en la oficina de jurídica. Aunque cerca del estadio tiendan a sectorizarnos, porque, increíblemente, la adhesión a la causa de la camiseta pasó a ser una cuestión de tal gravedad que permitió atravesar límites insospechados e ir cambiando el rumbo de grupúsculos mafiosos, que encontraron en esos territorios un coto de poder para negocios espurios, mientras los círculos concéntricos del centro de la tribuna iban acompañando con distinto grado de compromiso la propuesta degenerada del mal hincha, fuera de la cancha, en la esquina, en el ómnibus, en la clase, en el laburo, somos tan hinchas como en el estadio, pero no festejamos muertos, ni llevamos chumbos, ni arrebatamos banderas o gorritos, ni vamos calzados.
El placer de ver un clásico, el goce de sentir el fútbol. Hace un tiempo, un lector, Uruguay Ortiz, me escribía: “Un buen partido es mejor que Shakespeare o Fellini, ya que los protagonistas no actúan, viven. El fútbol es ni más ni menos que la vida puesta frente a los ojos de la gente. Hay trabajo previo de ensayo y preparación física, pero lo esencial está en el jugador, que inventa un par de gambetas para dejar al marcador mirando a la tribuna o que tranca con alma y vida y deja al rival saltando. El jugador es creador o destructor en el momento, pero además, a los ojos del espectador carga con sus éxitos y fracasos anteriores. Y las jugadas, los goles, las atajadas, quedan incorporadas a la vida del hincha”. Me lo decía por el clásico, al que quería ir, al que quería sentir, al que quería vivir.
Y entonces sentiré placenteramente la obligación moral y ética de estirar, por los tiempos de los tiempos, la cultura futbolística de mi pueblo, y llevaré de mis manos a esas niñas y niños a iniciarse, a seguir con el aprestamiento básico de la singular emoción, de atravesar el parque entre propios y extraños, trepar en pasos de elefante esas enormes escaleras sin pasamanos a la emoción, hacer equilibrio entre piernas, bolsos y mates hasta encontrar el lugar adecuado y sentarse a que pase la vida ante nuestros ojos con los colores que nos han dado, que hemos tomado.
Ahí estoy, desgastando más y más los escalones de granito que me hacen pasar por el padre de la gloria, mientras el sol nos ilumina un clásico más.
Que nunca falte.