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Alberto y Amauri, ambos son dominicanos y migraron a Uruguay hace 4 años. Foto: Manuela Aldabe

Un Caribe en la Aguada

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¿Nuevo Caribe? La zona entre la Aguada y el Cordón montevideano está cambiando gracias a las familias provenientes de República Dominicana y de Venezuela. Sin embargo, insertarse en Uruguay sigue siendo complicado, aun para los uruguayos que retornan al país.

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“¿Por qué elegí a Uruguay? En mi país se viajaba a Uruguay sin visa. Era el país más cómodo para salir. En Uruguay no me ha ido mal, para nada”, explica Alberto detrás de un mostrador esquinero en el barrio de la Aguada. No deja de acomodar mercadería, los chicles, las botellas. Ciudadano legal uruguayo, macizo de manos amplias que no paran de ordenar paquetes de pastillas en las vidrieras. Su mirada se reparte entre la clientela y la mercadería.

“¿Hola, joven. ¿Qué va llevar?”. “Una maquinita de afeitar”. “De la buena, ¿ no?”, pregunta el almacenero. “Sí”, asiente con la cabeza la chica de la afeitadora, que le pregunta: “¿Y la música, Alberto?”. “Ahí puesta”, dice el almacenero dominicano/aguatero señalando con la cabeza una computadora apoyada en el mostrador. La chica da un tinguiñazo a la laptop que vuelve a sonar y sonríe satisfecha.

“Conseguí trabajo ni bien llegué”, hace cuatro años, dice. Alberto trabajó en una importante (y muy rica) confitería de Ciudad Vieja. Estuvo ahí hasta que puso su comercio al lado de una casa que vende o repara bobinas y parece herida de muerte, como las otras casas de repuestos que languidecen.

En el almacén de la esquina hay aceite de soja pero no de girasol. Hay flautas embolsadas. Enlatados. Una heladera repleta de Coca Cola y otra bien surtida de Patricias. El reguetón desde YouTube se pegotea en las paredes pintadas con cal. El canyengue se pausa, sube o baja el volumen según quién entre al comercio en la esquina de Miguelete y Barrios Amorín, pleno barrio de la Aguada, corazón de Montevideo.

Alberto se mueve y su tienda también. Día y noche las sillas playeras en la vereda del almacén están ocupadas por anchos hombres y mujeres que ven pasar el tránsito del Centro a la Aguada mirando sus teléfonos. Parlotean, escuchan bachata, toman cerveza. “De tarde se mueve. Pero cuando más se mueve es de noche. De las diez en adelante hay gente haciendo cola”, dice contento. En Turismo se irá. Pero para volver. Intentará conseguir los papeles para traer a su hija de Santo Domingo. Su esposa acomoda cajas en la trastienda del comercio.

“¿Rosé tinto tenés?”, inquiere un hombre con cara de querer lo suyo y rastrojos de una semana de barba. “No. Hay Faisán y San Ramón y Valente”, informa Alberto. El don, flaco y huesudo como Rocinante, se va sin decir adiós.

Entre Miguelete, Barrios Amorín y Yaguarón, los dominicanos crearon su propia cancha desde hace unos cinco años. Se afincaron en un barrio bastante deprimido en términos económicos, aunque ubicado en la zona central de Montevideo. Con una población envejecida, casas ruinosas y sobre todo muchas pensiones que les dieron cobijo en condiciones desventajosas, compartiendo habitaciones donde sólo entraban colchones.

En esa cuadra los dominicanos tienen dos almacenes, uno en la esquina de Hermano Damasceno y el de Alberto. Los dos abren sobre el mediodía. El de Alberto es típicamente uruguayo. Harina, azúcar, sal, productos de limpieza, bebidas azucaradas y comestibles ultraprocesados, entre ellos, los alfajores.

No es antojo, es necesidad

Carly, de 27 años, con su panza a término, va a hacer el mandado para su esposo y se lleva un alfajor. “¿Es para el antojo?”, pregunto. “No, es para Jorge”.

Jorge y Carly llegaron a Uruguay hace dos años y tres cuartos. Ella venezolana, él uruguayo residente en la tierra de Chávez desde los 21 años. Veinte años después, Jorge volvió a donde nunca pensó regresar. El desbarranque político/económico/etcétera lo dejó mal parado.

Sin planificarlo terminaron en el barrio aguatero de los dominicanos, ofreciendo algo que nadie más hace tan rico en la zona: el pica pollo, un plato donde las presas se enharinan, sazonan y fritan. Sale 160 pesos. Viene con arepas y salsas.

Es sabroso. Lo mismo pensó una dominicana que en noviembre se arrimó a ver qué estaban abriendo, qué iban a fritar. Carly dispuso su palabra para contar. El rumor se extendió: el pica pollo es bueno. Ahora Carly y Jorge se la pasan enharinando y sazonando pollos para los dominicanos, fritando hamburguesas y horneando pizzas para los uruguayos. El reaprendizaje no fue fácil para Jorge.

En 2004 había vuelto a Montevideo por la muerte de su padre. Pensó en quedarse, pero “cuando venís de afuera sos rechazado”. Se lamenta de no haber encontrado un trabajo que le diera el aire que consiguió en Venezuela. Allá tuvo buenas oportunidades (“por haber caído más en gracia” que los locatarios) y pensó en no cambiar su acento uruguayo, pero tenía que dar explicaciones todo el tiempo. Aprendió a usar las palabras “coño”, “arrecho”, “huevonada” y ser más preciso en el uso del “ahora” y el “ahorita”.

Gerenció una cadena de comida en Caracas hasta que instaló su pollería. La carestía, la escasez y algunos episodios violentos los hicieron venir a Uruguay. La pareja juntó unos dólares que les costaron horas y horas de trabajo sin recompensa. El local de pollos no vendía y lo que facturaba era más parecido a nada que a poco.

Comprar el pasaje no fue más fácil. Lo hizo alguien desde Estados Unidos. Llegaron a Montevideo “con las dos manos atrás”. Juntar unos dólares fue horrible. “En la tienda no se vendía o se vendía en bolívares devaluados”, recuerda Jorge.

En mayo de 2015 finalmente llegaron. Carly se sorprendió de los anaqueles repletos: “Llenos de comida, es... ¡guau!”. Sintió alegría y tranquilidad al recorrer las calles y los comercios. Habla de “la salud pública”, “la seguridad”, “la educación” que Uruguay le dará a la hija que esperan con Jorge y que estaba por nacer en estos días. “Mi primer hijo uruguayo de los tres que tengo”, puntualiza Jorge.

Carly recuerda que en Venezuela no hay pañales ni toallitas. “Todo está escaseado”, canta mientras ordena su local de comidas y Jorge sale a hacer un delivery. “Colas kilométricas para comprar al precio justo”, dice la joven de panza prominente que compraba al precio que el comandante Chávez dictaminaba hasta que se fue. Habla de bachaqueros y buhoneros, que consiguen lo que sea: pases, permisos, certificados, pan, leche. Carly se cansó. Se imaginaba suplicando, rogando, mendigando atención para el fruto de su vientre, llevando gasas, jeringas, alcohol, “todo” a una salud pública devastada, a una clínica privada que no iba a poder pagar.

Carly está convencida de que en “Venezuela nada funciona”. Y se quiere convencer de que acá “todo funciona”, de que “las leyes se cumplen”. “Yo me quedaría aquí”, dice. “Estoy segura, puedo ir al médico, mi hija va a tener una buena educación, pública, una vida tranquila y segura”. Aunque hay cosas a las que le parece que no se acostumbrará, como el clima. El precio de los alquileres y la energía eléctrica también la abruman. Tampoco entiende cómo un país productor de carne la vende tan cara a su pueblo.

El pollo chirría en el fritador. Las alitas han sido un boom. Jorge dice que el pica pollo representa para los dominicanos lo que el asado para los uruguayos. Compara la harina de maíz precocido para las arepas con la yerba de los orientales. La harina de maíz sale cinco veces más cara que la de trigo en Uruguay. Pero a ellos es lo único que no les parece caro. “Es como si fuera yerba mate, para nosotros. Imaginate que un día desaparece la yerba, no existe más. Nadie trae. No hay. Tendríamos un país de zombis”, compara Jorge, que ve zombis por todos lados.

Los dominicanos “parecen zombis, adictos, se vuelven locos” por el pollo que deja marinando en el freezer. El 31 de diciembre fritó pollo hasta las cinco y media de la mañana del año siguiente. A las ocho y media llegaron varios de Punta del Este gritando: “¡Chamo! ¡Chamo! Abre esa mierda que tenemos hambre”. “Estoy cansado”, sonambuleó. Pero tuvo que abrir y fritar tostones,pollos y arepas mientras ellos rumbiaban.

Un señor con muchos años en el barrio habla de “cascarriaje”, de ruidos, bullicio, fiestas hasta el alba y música en la cuadra. Acusa a los dominicanos de todos los males que un barrio puede tener en boca de sus vecinos. Una señora “de toda la vida” está enojada. Dice que le vienen a sacar el trabajo a los uruguayos. Carly y Jorge no piensan lo mismo. Y más que quitar, los dominicanos, pero también uruguayos, venezolanos y cubanos, le ponen su son a un barrio bastante olvidado por los montevideanos, donde ni el uruguayo repatriado para de proyectarse, rumbiando. Que no es poco.

Cuando un inmigrante se va

De las 3.182 residencias definitivas o temporales que otorgó el Estado, 682, la mayoría, fueron para dominicanos, que en 2016 duplicaron a los argentinos con ganas de quedarse. Sin embargo, “muchos se van porque en el proceso no logran adaptarse. Generalmente, por obstáculos institucionales y también por la ausencia del Estado en reconocer los beneficios de la migración”, opina Valeria España, abogada, mexicana, migrante y activa en el asunto de reconocer y poner en práctica aquello que las leyes consagran: que cada cual –venga de donde venga– pueda hacer lo suyo, cumplir algún objetivo. Es responsable del Centro de Promoción y Defensa de los Derechos Humanos, una organización que trabaja con la población migrante, promoviendo su defensa en juzgados y fiscalías. “Cuando llegan se dan cuenta de que Uruguay tiene todo para ser la tierra prometida, pero que no es fácil insertarse siendo extranjero. Y que mucho menos es fácil dar lo mejor de uno, porque el conocimiento no se revalida de forma rápida ni eficaz”, dice España, que tiene un hijo uruguayo. Hace siete años que está aquí, pero la Universidad de la República no le reconoce su título de la Universidad Nacional Autónoma de México. Uruguay es tan inhóspito para el migrante, incluso para los propios uruguayos que quieren volver, que entre las observaciones del Alto Comisionado para los Derechos Humanos de la ONU está la dificultad de los uruguayos del exterior para instalarse en su país. En el imaginario de Uruguay lo caribeño evoca un estereotipo muy útil a la hora de juzgar lo que pasa en el barrio, por ejemplo. Pero también en el trabajo. Una peluquera veinteañera dice que en un local de 18 de Julio no le dieron trabajo porque es dominicana. “La extranjerización constante va a ser una huella que atraviesa a las personas”, relata España. Dice que Uruguay no tiene una política territorial para auspiciar la integración. “No hay que dar por sentado que en todos los países hay carteles de pare y ceda el paso o que las cebras se respetan. No todo el mundo sabe lo que es el Fonasa, una mutualista o que efectivamente Uruguay tiene derechos laborales. Esa información debe estar disponible para el migrante”, explica la abogada en México pero no en Uruguay. El dólar bajo ayudó al comienzo de la corriente migratoria desde la isla caribeña. Pero el tipo de cambio no favorece las remesas al otro lado del Ecuador. Muchos se fueron. En 2016 entraron 1.653 dominicanos y salieron 1.458. En 2014 la visa fue requisito excluyente para que dominicanos y cubanos puedan entrar. Aquel año las autoridades migratorias entregaron 1.838 cédulas a migrantes dominicanos. En 2015 se expidieron sólo 131. Cuando un migrante se va, es porque fracasó. “La aspiración del migrante es la movilidad social. Es la manera de salir de un círculo vicioso del país de origen y buscar otras opciones”, explica España, que enumera varios problemas institucionales para una justa radicación. Se pregunta “cuál es la posición gubernamental sobre una política migratoria de izquierda. Porque la política migratoria de derecha ya sabemos cuál es, la conocemos: Temer, Macri, Trump”.

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