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Albert Einstein en 1921. Foto: F. Schmutzer

El extraño viaje del cerebro de Einstein

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A 64 años de su muerte, el órgano del físico más popular del siglo XX sigue dando que hablar.

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Albert Einstein fue, sin lugar a dudas, uno de los científicos más brillantes y populares del siglo XX. Podemos situar su irrupción en el Valhalla académico en 1905, conocido como annus mirabilis (del latín: año milagroso). Ese año presentó su tesis de doctorado y cuatro artículos científicos que significaron un empujón enorme al conocimiento sobre la física de lo muy grande y lo muy pequeño. Su pasión por comprender las leyes físicas que rigen el universo y hallar una teoría que las unifique lo acompañaría hasta el final: el día de su muerte encontraron al lado de su cama 12 páginas de ecuaciones apretadas.

Esto fue en la madrugada del 18 de abril de 1955, en el hospital de Princeton, en Estados Unidos, debido a la ruptura de la aorta abdominal (Einstein padecía un aneurisma en esa arteria, que ya había sido reforzada quirúrgicamente en 1948). A los 76 años, consideró que ya había hecho su parte, y se negó a una segunda cirugía. No dejó instrucciones precisas en cuanto a qué hacer con su cuerpo, aunque alguna vez comentó que lo cremaran y desperdigaran sus cenizas para evitar idólatras.

Entra en escena Thomas Harvey, jefe de patología del hospital de Princeton y encargado de hacer la autopsia. Cuando menos, podemos decir que existieron ciertas irregularidades de procedimiento, como el hecho de que el reporte oficial estuvo perdido por décadas, y que le haya sacado los ojos para dárselos a Henry Abrams –oftalmólogo de Einstein– como recuerdo. Luego de revisar el cuerpo, Harvey, en un impulso audaz, extrajo el cerebro de Einstein sin permiso y en las arterias le inyectó formalina, un fijador que evita que los tejidos se degraden.

El estudio del cerebro de personajes notables no era algo extraño ni nuevo en ese entonces, y ya había varios casos descritos, desde Gauss hasta Lenin, por lo que es comprensible la tentación de Harvey de no perder la oportunidad, y explorar el cerebro de Einstein en busca de claves de su genialidad. El hijo mayor de Einstein, Hans Albert, no quedó muy contento al enterarse de que no se cremaría todo el cuerpo, pero Harvey logró convencerlo y obtener su permiso al prometerle un fin serio y puramente científico.

Muy diferente de la actualidad, con centro en el paciente, en ese entonces un órgano tomado de una autopsia era considerado un objeto sobre el cual el médico podía obtener derechos de propiedad. Con el permiso de Hans, el cerebro de Einstein pasó a ser propiedad de Harvey. Y así, un patólogo general, sin credenciales académicas, se vio enfrentado al reto de estudiar uno de los cerebros más famosos del mundo.

Años de deriva

El cerebro puede ser pequeño para todo lo que hace, y el de Einstein, con 1.230 gramos, era un pelín más pequeño que la media, pero resulta inmenso si se piensa en estudiar células. El estudio de la microanatomía estaba en auge, y era allí, en las características y disposición de sus células nerviosas, donde se esperaba ver los resultados más prometedores.

Con eso en mente, Harvey fotografió el cerebro a modo de registro, y recurrió a su amiga Marta Keller, técnica en histología de gran pericia. Como primer paso, el cerebro de Einsten se cortó en 240 bloques; ya no tenemos un cerebro entero, sino un montón de pedazos flotando en dos jarros de vidrio llenos de formalina. Luego se hicieron los cortes ultrafinos –de algunas decenas de micras; una micra es una milésima parte de un milímetro– de ciertos bloques, y se montaron en portaobjetos para poder estudiarlos al microscopio. Keller cortó y preparó alrededor de 2.400 portaobjetos con cortes del cerebro de Einstein.

Pero Harvey no pertenecía al mundo académico, por lo que no tenía acceso a recursos para investigación. Comenzó entonces a enviar algunos de sus portaobjetos a distintas personalidades de la neurociencia, pero los expertos no encontraron nada de particular en las muestras que recibían. Muchos de los portaobjetos que Harvey enviara en esa oportunidad, y más adelante, nunca fueron devueltos. Al día de hoy sólo se conoce el paradero de aproximadamente un tercio de los portaobjetos originales.

Frente a los resultados negativos, hubo una pérdida de interés en el cerebro de Einstein. Además, la década del 60 fue movida para Harvey: terminó su contrato en el hospital de Princeton, se divorció, pasó por varios trabajos en laboratorios médicos privados, se volvió a casar y se mudó a Kansas, donde actuó como supervisor en un laboratorio comercial. Durante todo ese tiempo el paradero del cerebro fue desconocido, oculto a los ojos del público, hasta que en 1978 Steven Levy, un periodista de New Jersey Monthly, fue a entrevistarlo y reveló al mundo que el cerebro de Einstein reposaba en frascos de formaldehído dentro de una caja de Costa Cider (una marca de sidra) en la oficina de Harvey.

Tres años después, una editorial de la revista Science criticaba la ausencia de estudios en el cerebro de Einstein, lo que no pasó desapercibido para la neuroanatomista Marian Diamond. Se puso en contacto con Harvey, y a fuerza de insistencia y años de llamadas regulares, finalmente lo convenció y recibió cuatro trozos del tamaño de un terrón de azúcar, dentro de un frasco de mayonesa. Eran trozos del lóbulo frontal y el parietal. El lóbulo parietal (la parte superior de los costados del cerebro) se encarga, entre otras cosas, de integrar la información de los sentidos y asociarla con la memoria y experiencias pasadas, y también se ha relacionado con el manejo matemático y la orientación espacial.

Diamond estudió las neuronas y las células gliales, y encontró que en una de las regiones estudiadas del lóbulo parietal había más células gliales por neurona que en el cerebro promedio. Hipotetizó que esto podía deberse a una mayor demanda metabólica de las neuronas, que necesitaban ayuda de más células gliales. El estudio, publicado en 1985, generó muchas críticas, pero fue el primer artículo científico basado en el cerebro de Einstein, recién 30 años después de su muerte.

El redescubrimiento

La publicación de Diamond reavivó el interés por la sesera de Einstein, y Harvey volvió al ruedo para retomar la interacción con los científicos que le parecían prometedores. En 1995 se contactó con Sandra Witelson, doctora en psicología fisiológica, y le entregó trozos de cerebro, preparados de microscopio y algunas de las primeras fotografías del cerebro entero, tomadas en 1955.

Cerebro humano - Diseño Jolygon

En 1999 Witelson publicó un trabajo importante en la revista Lancet, que incluyó cinco fotos del cerebro de Einstein, las primeras en aparecer públicamente. Con las fotos se estudió por primera vez la macroanatomía del cerebro, y se notó algo llamativo: el cerebro de Einstein era un poco más simétrico que lo normal –un poco más redondito–, debido a que sus lóbulos parietales eran mayores que los del cerebro promedio. Dadas las funciones asociadas al lóbulo parietal, que Einstein dominaba con maestría, era lógico asumir que esas características anatómicas particulares se relacionaban con algunos de sus poderes de abstracción y creatividad matemática.

El trabajo de Witelson captó la atención de muchas personas, entre ellas el neurólogo Frederick Leopore, quien, fascinado por la figura de Einstein, comenzó a indagar en el tema y a conversar con sus protagonistas. Al parecer, Harvey había dejado en algún momento parte del cerebro al Centro Médico de Princeton, y en el 2000 Leopore consiguió permiso para verlo y fotografiarlo. O lo que quedaba de él: unos trozos irreconocibles flotando en formalina. Esas fotos, reproducidas en textos y revistas, son las últimas del cerebro de Einstein: este desapareció del ojo público, y su paradero actual es oficialmente desconocido.

En 2007 falleció Harvey, y el mismo año Dean Falk, jefa de la cátedra de Antropología de la Universidad de Florida, se puso en contacto con Leopore en busca de más fotos del cerebro completo. Partían de la base de que seguramente había más que esas cinco fotos publicadas, pero no tenían idea en dónde. Inició una búsqueda larga y complicada hasta que, habiendo golpeado casi todas las puertas, en 2009 Leopore recordó a Cleora Wheatley, la mujer con quien Harvey compartió sus últimos años. Al llamarla, Cleora le comentó que tenía de clavo algunas cajas –serían ocho– de material de Einstein en el sótano. ¡En el sótano!

Los hijos de Harvey mostraron desconfianza y, pese a ser reacios a darle el material a cualquiera, se convencieron de donarlo al Museo Nacional de Salud y Medicina en 2010. Recién en 2011 le permitieron a Falk y Leopore revisar el material, un único día, por ocho horas. Las cajas estaban llenas de preparados de microscopio, fotos del cerebro entero y en pedazos, y todo tipo de documentos, incluido el testamento de Einstein.

Con la información recabada, en 2013 Falk y Leopore publicaron un extenso artículo, en el que con una mejor perspectiva dada por las nuevas fotos, describen que el cerebro de Einstein no era esférico, sino que tenía protuberancias en la parte de adelante y atrás (lóbulos frontal y occipital), y giros y surcos inusuales en todos los lóbulos. En resumen: toda la superficie externa de su cerebro era particular. El museo anunció su nueva adquisición recién en 2012, junto con la app “Einstein Brain Atlas”, que permite ver imágenes microscópicas del cerebro del físico y está disponible en iTunes por 0,99 dólares.

Las nuevas fotos permitieron también otros estudios relevantes, como el del físico Weiwei Men. Tomando fotografías de los hemisferios por separado, Men digitalizó y midió el cuerpo calloso de Einstein. El cuerpo calloso es el grupo de fibras nerviosas más grande del cerebro, que sirve como vía de comunicación entre los dos hemisferios. Men halló que zonas del cuerpo calloso de Einstein eran más grandes que la media de personas de su misma edad y más jóvenes, lo que podría sugerir una potente conectividad cerebral.

¿Y entonces?

Einstein se caracterizaba por hacer brillantes gedankenexperiments, una palabra híbrida latino-alemana que se usa para referirse a experimentos que se llevan a cabo en la mente, usando la imaginación para generar escenarios, estudiar variables y razonar algún aspecto de la realidad. ¿Puede encontrarse en la masa de tejido el secreto de sus gedankenexperiments?

Leopore lo aclara en cada uno de sus textos: no podemos emparejar la neuroanatomía de un cerebro, sea de quien sea, con el reino de los pensamientos. Las fotos estudiadas no van a revelar los mecanismos de reflexión de Einstein. Sin embargo, podemos decir sin dudar que su cerebro era excepcional, distinto de la media. Los autores de los trabajos mencionados piensan que ese conjunto de particularidades puede ser la base de su genio, aunque también advierten que eso no se puede comprobar, y es desconocido qué tanto de ellas fueron de nacimiento o forjadas por la experiencia. Necesitaríamos encontrar más cerebros similares, y entonces, con el rumbo de la neurociencia moderna, probablemente se utilicen otros abordajes, como la imagenología funcional y la actualmente fuerte hodología (estudio de las vías nerviosas y sus conexiones).

La historia del cerebro de Einstein puede quedar como algo anecdótico de la historia de la ciencia, o colaborar para desentrañar las bases de algunos procesos cognitivos, al tratarse de un caso extremo para comparar. No está decidido todavía.

Sea como fuere, la imagen de Einstein y su cerebro siguen ejerciendo cierta fascinación y curiosidad. Quién sabe, quizás más adelante, con nuevas técnicas en mano, vuelva a salir de su escondite. Después de todo, ya lo ha hecho antes.

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