Cuando los sociólogos Jan Delhey y Leonie Steckermeier, de la Cátedra de Macrosociología de la universidad alemana Otto von Guericke se propusieron poner a prueba algunos de los postulados de la hipótesis de la desigualdad y sus efectos en varios problemas de salud y sociales, seguro no tenían entre los objetivos de su trabajo académico hablar de este pequeño y lejano país sudamericano. Sin embargo, al tratar de dirimir diferencias teóricas, le dieron una pequeña bofetada tanto a los investigadores Richard Wilkinson y Kate Pickett como al ego de este país que venía, desde hace más de una década, mejorando su índice de desigualdad.
La desigualdad como causa de problemas sociales
En el artículo publicado en la última edición de la revista Social Indicators Research, los investigadores alemanes se propusieron resolver algunas discrepancias que tenían con la teoría de la inequidad de ingresos, que, como explican, “sostiene que en las sociedades ricas la inequidad causa una amplia gama de problemas de salud y sociales”, ya que “promueve sentimientos de ansiedad por el estatus y corroe la cohesión social”. Esta teoría comenzó dentro del ámbito de la salud pero pronto fue ganando terreno y abarcando otras áreas de la vida y los problemas sociales.
Los autores reconocen que recientemente la teoría de la inequidad se ha popularizado gracias al libro Desigualdad: un análisis de la (in)felicidad colectiva (The Spirit Level: Why More Equal Societies Almost Always Do Better en su versión original) escrito por el economista especializado en epidemiología Richard Wilkinson y la antropóloga Kate Pickett. En el artículo los investigadores señalan que para estos divulgadores “cuanto más amplia es la diferencia de ingresos entre las naciones, las sociedades están más plagadas de enfermedades sociales, que van desde una baja expectativa de vida a la obesidad o el homicidio”, e incluso citan el siguiente pasaje del libro de Wilkinson y Pickett: “Los problemas en los países ricos no son causados porque la sociedad no es lo suficientemente rica (o incluso por ser demasiado rica) sino porque la escala de diferencias materiales entre las personas dentro de la sociedad es demasiado grande”.
Aclaremos un poco el panorama: lo que viene a responder el libro Desigualdad, así como la teoría de la inequidad, es por qué en los países ricos, en los que se supone que el capitalismo debería haber solucionado todo, persisten altas tasas de homicidios, violencia, obesidad, suicidios y otros tantos problemas. La explicación de por qué la felicidad no llega con la riqueza estaría entonces relacionada con una mala distribución de los ingresos. Y esa injusticia distributiva termina afectando tanto a las personas a nivel individual –es decir, en su propia salud– como en amplios problemas sociales –como la violencia o la segregación–, y por ello las denominan “enfermedades sociales”.
Si bien en líneas generales los sociólogos alemanes no tienen mayores problemas con la teoría de fondo de lo propuesto por Wilkinson y Pickett, e incluso señalan que “un considerable número de estudios transversales, aunque no todos, confirman los aspectos centrales de la hipótesis de la inequidad”, acusan al libro Desigualdad de “callar cuánto los académicos están actualmente divididos” respecto de esa teoría. En particular, a la dupla de sociólogos alemanes hay algo que les cuesta aceptar: “El principal consejo de política de los autores es la redistribución de los recursos económicos, e insisten en que un mayor crecimiento económico no ayudará a resolver los problemas sociales mencionados”. Como se ve, el tema no es sólo académico o científico, sino que también tiene implicancias políticas y filosóficas (cualquiera puede relacionar esta discusión con la teoría del derrame, que insiste que cuando los números macro de la economía son positivos, al resto de la sociedad también le llegarán los beneficios que al principio sólo afectan a los actores económicos directamente implicados).
Poniendo a prueba varias hipótesis
El objetivo del artículo publicado es entonces poner a prueba los postulados sostenidos en el libro Desigualdad, de Wilkinson y Pickett, y de la teoría de la inequidad en general. Para ello exploran “niveles y condiciones de enfermedades sociales en 40 países ricos de todo el mundo”. Al respecto, señalan que su trabajo “abarca tanto más países como más años” que los abarcados en el libro que critican (Wilkinson y Pickett estudiaron 21 países ricos occidentales y sólo durante un año) y señalan que “mejoran el índice de enfermedades sociales” utilizado por los otros autores al solucionar problemas que califican de “menores”, no sin antes acusarlos de cometer el sesgo cognitivo de selección por el que se escogen aquellos datos que más sirven para apoyar una hipótesis, conocido en inglés como cherry picking.
En el artículo los autores señalan que, por diversos problemas metodológicos, decidieron dejar fuera del estudio algunos indicadores de enfermedades sociales, como la enfermedad mental, que incluye la adicción a drogas como el alcohol, el desempeño educativo de los niños, la desconfianza y la mobilidad social. De esta manera, en el trabajo de Delhey y Steckermeier el índice de enfermedades sociales se elaboró teniendo en cuenta datos sobre esperanza de vida, mortalidad infantil, obesidad, homicidios, embarazo adolescente y la tasa de encarcelamiento.
Este índice de enfermedades sociales recabado en 40 países ricos (de la lista original de 72 países con datos se descartaron varios por diferentes razones, como ser paraísos fiscales, países con menos de 300.000 habitantes, etcétera) se comparó con datos de sus índices de desigualdad (el conocido índice de Gini, que cuanto más bajo indica que el país distribuye más equitativamente su riqueza). Fieles a su idea de que el aumento de la prosperidad podría incidir en las enfermedades sociales, también compararon su índice con el Producto Interno Bruto (PIB) per cápita de los países estudiados. De esta manera pusieron a prueba siete hipótesis, que iban desde que “en las sociedades ricas la desigualdad del ingreso está definitivamente asociada con un conjunto de enfermedades sociales”, pasando por si este fenómeno se da en todos los países o sólo en los occidentales o si, “en el tiempo, cambios en la inequidad de ingresos –pero no en la prosperidad económica– provocan niveles cambiantes en las enfermedades sociales”.
Uruguay entre los tres peores del mundo
Al tomar los datos de las enfermedades sociales, el índice de Gini y el PIB de 40 países ricos, los sociólogos alemanes incluyen a Uruguay en la lista. Y eso está bien: según datos del Banco Mundial, Uruguay es un país de altos niveles de ingresos. Eso sí: somos, junto con Chile, los únicos países sudamericanos de la lista, y eso, a la hora de las comparaciones, no nos deja muy bien posicionados.
En el artículo señalan que en 2015, el año más reciente cubierto por su recogida de datos, el índice de enfermedades sociales “varía de -1,97 en Japón a 2,03 en Trinidad y Tobago”. También comunican que “en promedio, en el período 2000-2015, los países menos afectados por enfermedades sociales fueron Japón (-1,71), Corea del Sur (-1,15) y Singapur (-0,94), y los más afectados Trinidad y Tobago (2,09), Uruguay (1,35) y Estados Unidos (1,31)”.
Estar en el podio inverso, es decir, entre los tres países con más problemas sociales, no es muy halagador. Pero peor es cuando llegan las etiquetas: “Se pueden diferenciar cinco grupos de países, pasando de problemáticos a libres de problemas. Trinidad y Tobago, Uruguay, Estados Unidos, Letonia, Chile, Lituania y Hungría comprenden un grupo de países plagados de una gran cantidad de enfermedades sociales” dicen, y recuerdan que esos siete países fueron los únicos con índices de enfermedades sociales superiores a 0,5 durante todo el período estudiado.
Pero hay más: al observar el índice de enfermedades sociales en el transcurso del tiempo, entre 2000 y 2015 bajó en casi todos los países salvo tres: Trinidad y Tobago, donde aumentó levemente, y Uruguay y Malta, naciones en las que se mantuvo “virtualmente incambiado”. Al contrastar el índice de enfermedades sociales con el índice de Gini, los sociólogos observaron, confirmando lo que postulan Wilkinson y Pickett, que “los países de alta desigualdad sufren más de enfermedades sociales”. Sin embargo, y no deberíamos alegrarnos, Uruguay es una excepción que sirve a los alemanes para criticar a sus colegas: “A algunos países les va mucho mejor o mucho peor de lo que su nivel de desigualdad sugeriría. Por ejemplo, a Japón, Corea y Singapur les va mucho mejor con respecto a las enfermedades sociales, mientras que a Eslovaquia, Hungría, Estados Unidos, Uruguay y Trinidad y Tobago les va mucho peor”. Estas excepciones son para los autores “una pista de que otras condiciones también juegan un papel en la generación de enfermedades sociales”.
A la hora de comparar el índice de enfermedades sociales con el PIB (para el que Uruguay registró el guarismo más bajo de los 40 países estudiados), observaron que “incluso entre las sociedades más acomodadas, las más prósperas sufren menos enfermedades sociales”. Pero, una vez más, los investigadores señalan que hay casos en los que eso no se cumple: “Algunos países se desvían considerablemente de la línea de regresión; dos de los países asiáticos, Corea del Sur y Japón, así como Eslovenia, hacen un mejor trabajo para contener los males sociales de lo que sugiere su nivel de prosperidad, mientras que Estados Unidos, Uruguay y Trinidad y Tobago parecen incapaces de salir de su malestar social”. En otras palabras, de acuerdo a su índice de Gini y al PIB, Uruguay debería tener menos problemas de obesidad, homicidios, embarazo adolescente, tasa de encarcelamiento, esperanza de vida y mortalidad infantil.
Desigualdad de ingreso: ni tanto ni tan poco
Obviamente el objetivo del estudio no era ver en qué lugar del concierto de las naciones quedaba ubicado Uruguay. La tarea de someter a prueba la teoría de la inequidad del ingreso como motor de las enfermedades sociales dio, sin embargo, resultados ambiguos.
Por un lado, los investigadores reconocen que en el análisis transversal, “la desigualdad de los ingresos está, de hecho, fuertemente relacionada con las enfermedades sociales”. Sin embargo, también encontraron que “la prosperidad económica también lo está”. Por otro lado, concluyen que “si bien los cambios longitudinales [es decir a lo largo del tiempo] en la desigualdad no resultan en niveles cambiantes de enfermedades sociales, el aumento de la prosperidad reduce efectivamente la cantidad de enfermedades sociales, al menos en Europa”. Por todo esto, si bien sus intenciones era derribar el enfoque mostrado en el libro de Wilkinson y Pickett, los autores bajan un poco el tono y concluyen que “la hipótesis de la desigualdad del ingreso es, en el mejor de los casos, demasiado estrecha para comprender completamente los problemas sociales y de salud en los países ricos”.
Probablemente para los académicos esta línea de trabajo continúe, y como sucede generalmente en la ciencia, vendrán más aportes que ayudarán a comprender mejor los fenómenos. Para demostrar diferencias de interés para la academia, usaron datos sobre nuestros problemas. Y uno siente cierta incomodidad, como si nuestro proctólologo de cabecera llevara fotos nuestras a todos los congresos para dejar claro su punto de vista.
Artículo: “Social Ills in Rich Countries: New Evidence on Levels, Causes,
and Mediators”.
Publicación: Social Indicators Research (2019).
Autores: Jan Delhey, Leonie Steckermeier.