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Sellos de fauna del Uruguay.

Foto: Alejandra Cravino

Dime qué acuñas y te diré quién eres: lo que la fauna de nuestras monedas, billetes y sellos revela sobre la forma en que pensamos en los animales

12 minutos de lectura
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Un nuevo trabajo explora cómo la representación oficial de nuestra fauna fue acompañando la evolución de la identidad del país, pero aún hoy no logra escapar a tendencias globales que inciden en las especies que elegimos destacar o proteger.

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Leído por Abril Mederos.
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Dar con un puma en Uruguay no es cosa sencilla. Requiere mucha paciencia, tener ayuda de especialistas, saber dónde buscar, aprender a seguirles la pista y, sobre todo, estar dispuesto a caminar mucho, abriéndose paso entre todo tipo de fauna. Eso fue exactamente lo que hizo la bióloga Alexandra Cravino un domingo de mañana, armada de paciencia y dispuesta al fracaso repetido (una cualidad esencial para buscar fauna en Uruguay).

Tuvo éxito, sin embargo, aunque para ser justos hay que aclarar que el puma tampoco tenía demasiadas posibilidades de evadirse: estaba arrinconado en la feria de Tristán Narvaja, acuñado en una moneda de casi un siglo de antigüedad. No fue el único lugar inusual en el que Cravino, perteneciente al Grupo Biodiversidad y Ecología de la Conservación de la Facultad de Ciencias, hizo trabajo de campo para seguir la pista de animales nativos. Ella y el antropólogo Juan Martín Dabezies, del Centro Universitario Regional del Este (CURE), bucearon en la profundidad de la web, se contactaron con coleccionistas y dieron vuelta de arriba abajo Mercado Libre para rastrear sellos, billetes y tarjetas telefónicas de Uruguay con la presencia de fauna nativa.

Como si convertirse en expertos en filatelia y numismática hubiera sido poco, también tuvieron que desenterrar del subconsciente su talento escolar con las figuritas. Para completar la serie de tarjetas telefónicas de Antel, hoy tan extintas como el jaguar o la nutria gigante en Uruguay, debieron cambiar las que tenían repetidas por las “figuritas” que buscaban, que estaban en poder de coleccionistas con intereses distintos a los suyos. “Terminé cambiando cinco repetidas por la del jaguar”, cuenta hoy Cravino, con el brillo de una escolar en los ojos.

Todo ese material fue esencial para el desarrollo de un trabajo cuyos primeros resultados fueron presentados recientemente en el VI Congreso Uruguayo de Zoología. En él participaron también, además de Cravino y Dabezies, el actual encargado del Departamento de Mamíferos del Museo Nacional de Historia Natural, Enrique González, y el biólogo y bioquímico Juan Andrés Martínez-Lanfranco.

¿Qué hacía una bióloga buscando tarjetas, sellos y monedas, en vez de estar recogiendo fecas en el campo, tomando muestras o haciendo análisis? Para responder esta pregunta hay que retroceder un poco en el tiempo e indagar en algunas inquietudes que rondaban en la cabeza de estos investigadores, especialmente en la del antropólogo Juan Martín Dabezies.

La culpa es del chancho

Quizá la responsabilidad de esta búsqueda iconográfica de fauna nativa en Uruguay la tenga una especie exótica: el jabalí. A Dabezies, que se especializa en el estudio de la relación humano-animal (o más bien humano-otros animales), le intrigaba entender por qué el jabalí es un objeto de deseo para los cazadores en tantas partes del mundo. Eso lo llevó a ahondar también en qué es lo que provoca que algunos animales tengan un lugar de privilegio para ser conservados y otros se encuentren en el sitio totalmente opuesto.

¿Qué ocurre en Uruguay? ¿Cuál es el proceso cultural de selección de especies dentro del imaginario nacional, o cuáles creemos que son las que nos representan mejor? El antropólogo se lo preguntaba también de otro modo: ¿cómo se organiza la política de la vida no humana en nuestro país, y bajo qué impulsos?

Al mismo tiempo, Alexandra Cravino trabajaba en una presentación del concepto de “especies bandera” en Uruguay, dentro del Grupo Interdisciplinario en el Estudio de las Relaciones Humano-Animales que lidera Dabezies. Las especies bandera son aquellas que, por su atractivo para el ser humano, tienen mucho valor icónico y pueden usarse para fomentar la conservación de la biodiversidad. A Cravino, que tiene una relación de amor platónico con el ratoncito de hocico ferrugíneo (Wilfredomys oenax), también le interesaba entender, entre otros asuntos, por qué los roedores generan tanta aversión o se los vincula a una imagen de suciedad en Uruguay, cuando son animales que habitan pastizales o bosques limpios.

De las charlas entre ambos, a las que se sumaron Enrique González y Martínez-Lanfranco, surgió la idea de indagar qué ocurría en Uruguay y de qué forma podía rastrearse en nuestra historia la importancia que damos a algunas especies sobre otras. O, dicho de otro modo, por qué algunos animales tienen mayor valor como íconos y qué nos lleva a darles ese lugar.

La forma que encontraron para rastrear la evolución de la iconografía animal en nuestra historia fue la búsqueda exhaustiva –ya vimos con cuánto entusiasmo y compromiso– de todas las referencias a fauna nativa o animales de producción en sellos del Correo Uruguayo, tarjetas de Antel, y monedas y billetes emitidos por el Banco Central entre 1895 y 2021.

Partían de algunas hipótesis planteadas por el mismo Dabezies. En primer lugar, esperaban encontrar una relación entre la aparición de algunas especies y el proceso de construcción del imaginario nacionalista uruguayo; es decir, que hubiera un reflejo de esa evolución como nación en la iconografía de nuestra fauna. Era lógico, también, que Uruguay no escapara a los cambios del paradigma de la relación humano-naturaleza experimentados en la región, ni al sesgo taxonómico que lleva a las sociedades a privilegiar algunas especies sobre otras. El análisis de los datos reveló cuán acertados estaban.

Animales icónicos y dónde encontrarlos

En total analizaron 387 elementos iconográficos: 241 sellos del correo, 163 tarjetas telefónicas, nueve monedas y un billete. Contabilizaron la cantidad de usos (de referencias), la cantidad de especies, y categorizaron todos los datos. Por ejemplo, separaron a los animales domésticos de la fauna nativa, y a su vez clasificaron y subdividieron esta última en grupos (mamíferos, invertebrados, aves, anfibios, reptiles y peces). En total, 363 usos correspondieron a 234 especies de fauna nativa y 24 a cuatro especies de animales de producción.

Luego analizaron las especies más empleadas por categoría y los años de aparición, con el objetivo de establecer una correlación con los principales hitos de la construcción identitaria de Uruguay. “Nunca imaginé que había una relación hasta que hice la gráfica de ambas cosas y dije: ¡Tincho [Dabezies] tenía razón, había algo ahí!”, cuenta Cravino.

Constataron que al comienzo del período de estudio se produce una mayor representación de especies de producción, como ganadería y aves de corral, que según los investigadores se vincula con el “imaginario nacionalista europeizante” de finales de siglo XIX y comienzos del XX, con énfasis en lo productivo y lo exótico. Luego, se va produciendo un viraje en el foco: ya no es tanta la importancia del animal productivo, sino su perfil asociado a las tradiciones uruguayas (por ejemplo, la Semana Criolla).

A principios de los años 60, cuando se produce un replanteo de la identidad de base europea en toda Latinoamérica, se da también un aumento de la representación de animales nativos en nuestra iconografía. “Se genera un cambio en la percepción de la naturaleza no sólo como recurso a explotar sino también como algo a conservar, con otros atributos que era importante reconocer”, explica Dabezies.

Ese “mirarnos más hacia adentro” de América Latina se va a profundizar en el período de posdictadura, con un proceso de “enverdecimiento” que tendrá énfasis especial a finales del siglo XX. Hitos como la creación del Ministerio de Vivienda, Ordenamiento Territorial y Medio Ambiente (MVOTMA), el decreto de prohibición de caza de especies silvestres de 1996, el surgimiento del Sistema Nacional de Áreas Protegidas (SNAP) y el desarrollo del concepto “Uruguay Natural”, así como una mayor conciencia sobre los efectos de los agroquímicos y los monocultivos, se ven acompañados por una explosión en la representación de nuestra fauna nativa. A veces la correlación entre una y otra cosa alcanza una precisión por lo menos curiosa. La veda de la caza de patos, decretada en 2018, tuvo su reflejo el mismo año en la salida de la colección de sellos “Patos del Uruguay”.

“Se ve un incremento fuerte a partir de los 90, que es cuando comienza la movida del ‘enverdecimiento’ en el mundo, luego de la Cumbre de la Tierra de Río de Janeiro en 1992. Eso genera en Uruguay la creación de algunas leyes y un diseño institucional que va acompañado de un pico en la representación de animales nativos en la iconografía oficial”, sintetiza Dabezies.

Este cambio también se da en el concepto de patrimonio, explica el investigador. Durante buena parte del siglo XX predominó en Uruguay la imagen de base europea centrada en el patrimonio artístico, histórico y edilicio. A fines de siglo XX hay un quiebre y se comienza a hablar del patrimonio inmaterial, dándoles lugar a minorías que antes eran marginalizadas. “Todo eso son síntomas del resquebrajamiento de una identidad homogeneizante de base europea”, señala el antropólogo.

Habremos resquebrajado la identidad de base europea, pero eso no significa que hayamos escapado a las tendencias globales. Nuestra representación de las especies nativas habla mucho de nosotros mismos y nos devuelve al tema inicial: ¿por qué elegimos algunas especies y no otras, a veces en forma muy desproporcionada, para representarnos? El análisis taxonómico de la iconografía local, segunda parte de su trabajo, busca respuestas a esa pregunta.

Cortá con tanta dulzura

Repreguntemos: ¿por qué algunos animales nos atraen y nos parecen dignos de conservar, y otros nos provocan aversión, a tal punto que queremos eliminarlos con el mismo ahínco que deseamos proteger a otros? No hay respuestas consistentes a esta pregunta, porque nuestra propia relación con los animales es básicamente inconsistente. Está teñida de subjetividad, la mueven corrientes subterráneas que están empapadas de nuestras propias concepciones culturales, morales y hasta evolutivas.

Los investigadores se plantearon este dilema partiendo desde una pregunta incluso más básica. Esos atributos que nos llevan a querer conservar o eliminar algunos animales, ¿están genéticamente grabados en los humanos, son universales, o por lo general se deben a construcciones culturales?

Más allá de que se deba a lo primero o lo segundo –los autores del trabajo se inclinan por esto último–, se producen implicaciones importantes en materia de conservación. “Hay un montón de literatura científica que revela la existencia de un sesgo taxonómico, a nivel global, que incide en que la mayor parte de los recursos de investigación y de conservación [que están relacionados] se enfoque en pocas especies que generan atractivo. Y eso produce un efecto embudo que las especies bandera contribuyen a reproducir”, dice Dabezies.

Por un lado, estas especies tienen algo muy positivo: sirven para sensibilizar al gran público y los ámbitos políticos, y también permiten conseguir fondos para la conservación. Por el otro, provocan un efecto de concentración que puede ser negativo, porque hacen que el dinero llegue a causas que no siempre son las más necesarias o necesitadas. No en vano la World Wildlife Fund tiene un oso panda en el logo y no una babosa. El etólogo austríaco Konrad Lorenz incluso acuñó un término para definir la atracción que nos generan los animales con rasgos como los del oso panda, como ojos grandes, una cabeza redonda y de buen tamaño en proporción al cuerpo, y contornos suaves: Kindchenschema, algo así como “el patrón infantil” o “el esquema de bebé”.

Lo que Lorenz decía es que nuestros instintos paternales y maternales se activan al ver animales que comparten rasgos físicos con bebés humanos. Llamaba al fenómeno la “respuesta tierna”, ejemplificada en la catarata de “ohhh” y “ahhh” que provocan las imágenes de algunos animales con las características mencionadas.

Hasta Walt Disney, que hizo más dinero con animales que cualquier etólogo o zoólogo en la historia, lo comprendía instintivamente. Cuando comenzó a producir la película Bambi (1942) pidió a sus ilustradores que representaran a un joven ciervo de la forma más realista posible, a tal punto que los hizo observar cómo un anatomista disecaba a un ciervo que había muerto poco después de nacer (escena que comprensiblemente no llegó a los extras del DVD de 2005). El problema es que esos primeros bocetos fallaban a la hora de emocionar al público. ¿La solución? Infantilizar al pobre Bambi. Los ilustradores acortaron el hocico e hicieron la cabeza y los ojos más grandes, con abundante blancura en ellos. En términos estrictamente anatómicos crearon un monstruo, pero lograron cautivar el corazón de la audiencia. No es un caso aislado, ni siquiera dentro del imperio Disney: el biólogo y divulgador Stephen Jay Gould llegó a conclusiones similares cuando analizó las transformaciones físicas sufridas por el ratón Mickey desde su creación en 1928.

Por supuesto que nuestra respuesta a algunos animales no se reduce simplemente al Kindchenschema de Lorenz. Como bien cuenta Dabezies, también influye que sean de sangre caliente, que tengan poca distancia filogenética de nosotros o que se adecuen a nuestro ideal de belleza, entre otros factores.

Si analizamos la iconografía de la fauna uruguaya, es decir, lo que optamos por representar oficialmente en los últimos 130 años, ¿podemos decir que logramos escapar a la trampa? “El sesgo nos dice que somos iguales al resto del mundo”, nos responde Cravino. Toda una desilusión, teniendo en cuenta lo mucho que nos gusta a los uruguayos la idea de excepcionalidad, incluso en ese imaginario europeo de nación latinoamericana de población blanca y sin indígenas que construimos y reafirmamos en la bisagra del siglo XIX y el XX.

Más grande, más lindo, más rápido

El análisis de los datos demostró que en nuestro país también hay un sesgo hacia los animales con mucho colorido, de gran tamaño, o que son emblemáticos y se ven con frecuencia, tal cual ocurre en otros sitios. Por ejemplo, en cantidad de especies aparecidas las aves ocupan casi 50% del total, algo que para Cravino tiene que ver con su familiaridad para el ciudadano común. Hay una buena cantidad de benteveos, horneros y otros paseriformes ilustres (pájaros cantores, básicamente). El tero también asoma su pico a cada rato en nuestra iconografía, igual que hace en los paisajes uruguayos.

Dentro de los invertebrados, por ejemplo, hay una sobrerrepresentación de mariposas (66,6% del total), sin dudas debido a su belleza y colorido.

Los carnívoros ocupan más de 50% del total de los mamíferos, seguidos en importancia en este grupo por los carismáticos cetáceos. Los roedores pequeños casi no aparecen, pero el enorme carpincho casi los cuadruplica en presencia. El murciélago, otro que lidia con la mala reputación, también está casi ausente, y cuando se lo ve oficia más bien de acompañante simbólico de algún lugar que se desea mostrar, como la gruta de Salamanca.

Si uno acude al ranking de los animales más usados, este sesgo resulta evidente. “Tenemos el roedor más grande (el carpincho), el ave más grande de Sudamérica (el ñandú), el felino más grande que nos queda en el país (el puma), el sapo más grande (el cururú), el ave rapaz más grande (el águila mora). O los más lindos, como la rana monito, la culebra verde, la mariposa pavo real, que tiene unos colores espectaculares y fue elegida varias veces para sellos y tarjetas”, ilustra Cravino. A veces, operan fuerzas contrarias en este ranking. Se privilegia también lo que llama la atención, ya sea porque representa peligro o se parece a animales muy carismáticos a nivel mundial. Por ejemplo, la víbora crucera o el yacaré.

Como bióloga, a Cravino siempre le interesó ver cómo y dónde son representados nuestros animales, porque eso dice mucho también sobre lo que se conoce en nuestro país sobre la fauna autóctona. Por ejemplo, cuando hizo una pasantía en el parque Lecocq pudo comprobar cuánto sabían realmente la mayoría de los niños que visitaban el lugar. “Los de contexto urbano ubican sobre todo a los que aparecen en las monedas. Estas representaciones cambian de alguna forma el modo en que está presente la fauna en la gente. Y si bien hoy los sellos o las tarjetas telefónicas no son muy importantes para la difusión de los animales, el efecto moneda es increíble: los chiquilines conocen bien a los cuatro o cinco animales que aparecen ahí, como la mulita, el puma, el carpincho, el ñandú”, aclara.

Los animales con más presencia en nuestra iconografía oficial no están allí generalmente por el nivel de amenaza que sufren, por su interés de conservación o por la importancia que tienen para la preservación de nuestra biodiversidad. Hay animales amenazados, sí, como el puma o el venado de campo, pero figuran por otros atributos, como ser carismáticos o emblemáticos (el venado de campo es Monumento Natural desde 1985).

“Aparecieron en sellos, tarjetas o monedas en momentos en que no había listas prioritarias de conservación. Están ahí por el porte que tienen, pero destacar especies amenazadas no estaba dentro de los planes. Eso, justamente, está vinculado con otro trabajo que queremos hacer a futuro”, dice Cravino.

La moneda busca al animal

El proceso por el que uno prioriza algunas especies en detrimento de otras “opera a veces a niveles muy subyacentes”, dice Dabezies. “Proteger un pajarito lindo que se da contra un vidrio o matar una cucaracha son decisiones personales que obedecen a cuestiones culturales muy profundas”, agrega.

En otros lados, ese sesgo taxonómico que funciona a niveles subyacentes incide no sólo en la representación de los animales sino también en el dinero que se invierte para conservarlos. Saber si en Uruguay ocurre lo mismo es parte de ese trabajo futuro al que alude Cravino.

“Lo que nos llama la atención es ver si las políticas de conservación se enfocan en estas especies o no. No lo hemos hecho aún, pero todo parece indicar que este sesgo taxonómico, con poca presencia de invertebrados y de animales poco carismáticos, lleva a que algunas especies canalicen menos recursos para la investigación”, cuenta Dabezies. En ese contexto, “es importante la poca visibilidad académica que se les da a algunos grupos taxonómicos respecto de otros”.

Saberlo, agrega el antropólogo, quizá nos permita aprender un par de cosas a la hora de pensar en nuestras especies bandera. “Conociendo el sesgo taxonómico que se genera no podemos ignorar la potencia que tienen y los riesgos que están implícitos. El tema es qué nos puede decir esto de cómo construir especies bandera que sean útiles para captar recursos, pero que a su vez no creen un sesgo tan fuerte”, apunta.

En resumen, este trabajo nos permite apreciar dos procesos poscoloniales diferentes. Uno de ellos tiene que ver con la construcción del imaginario nacionalista de corte europeo del siglo XIX y comienzos del XX, que se fue superando. El segundo, más reciente, se relaciona con las tendencias globales de conservación.

“Hicimos un cambio de tarjetitas, pero seguimos dentro de los paradigmas globales. Eso es algo normal, algo que suele suceder, pero es bueno que se sepa cómo está funcionando para deconstruir y desarmar algunas de estas cosas, y pensar en políticas de conservación un poco diferentes. Hacer visibles ciertos sesgos nos permite tener la posibilidad de tomar decisiones que se ajusten más a las especificidades de nuestra realidad y no quedar presos de las tendencias globales que, como todo proceso poscolonial, se normalizan y se convierten en verdades y moralidades”, reflexiona Dabezies.

Hacerlo nos obliga a ver con otros ojos no sólo la iconografía oficial sino también la empresarial, la que nos observa a través de logos, marcas y publicidades en el espacio común y también en la intimidad de nuestro hogar. Y quizá nos ayude a romper un círculo vicioso de literalidad: la pulsión de que las monedas vayan a los animales representados en ellas.

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