¿Cuál es el valor de un artículo publicado en una revista científica para el público general, es decir, para aquellas personas que estamos fuera de la comunidad de investigadoras e investigadores que trabajan en el tema? Desde estas páginas tenemos la convicción de que muchas de esas publicaciones, algunas de las cuales terminan siendo el motivo de las notas que escribimos para ustedes, nos ayudan a pensar y tratar de comprender el mundo que nos rodea.
Por lo general, ya sea que traten de un microorganismo del suelo o de una asteroide en el cielo, es inevitable de que nos hablen de más cosas. Así como la ciencia es una narración colectiva, cada trocito de conocimiento está interconectado con el resto de ideas que tenemos sobre el mundo. Y esa es justamente la sensación que deja leer el artículo “Implementación de un programa de tratamiento para personas encarceladas por delitos sexuales en Uruguay: logros, problemas y desafíos” recientemente publicado en la revista Sexual Abuse.
Sí, habla de los aciertos y problemas de la aplicación de un pequeño programa piloto de tratamiento pensando en la rehabilitación de un pequeño grupo de personas que cometieron delitos sexuales llevado adelante entre agosto de 2017 y junio de 2018. Sí, apenas cuatro internos completaron el programa mientras otros siete lo abandonaron. Sí, quienes están privados de libertad por estos delitos son una ínfima parte de la población carcelaria. Sí, es un tipo de delito que nos remueve y conmueve. Pero aun así, o tal vez por algunas de esas cosas, este trabajo de análisis de un programa de tratamiento nos hace pensar en qué queremos de las cárceles y si de verdad apostamos a que sean un lugar de rehabilitación. Encima, nos increpa sobre nuestros sentimientos hacia quienes le erraron feo, sobre la falta de políticas basadas en evidencia y, como limón de la torta –la frutilla tendría un sabor dulce y acá el resultado es bastante agrio–, sobre si desde la producción de conocimiento estamos haciendo las preguntas que amerita la dura situación de las cárceles de nuestro país, que está enrabada con la de la seguridad.
De todo eso habla el artículo publicado por Olga Sánchez de Ribera, de la Escuela de Ciencias Sociales de la Universidad de Manchester, Reino Unido, y del Instituto de Salud de la Facultad de Psicología de la Universidad de la República; Ana Martínez y Santiago Redondo, de la Facultad de Psicología de la Universidad de Barcelona, España; y Nicolás Trajtenberg, también de la Escuela de Ciencias Sociales de la Universidad de Manchester y de la Escuela de Ciencias Sociales de la Universidad de Cardiff, Reino Unido.
Un piloto contra el piloto automático
“El tratamiento de las personas condenadas por delitos sexuales ha mejorado sustancialmente en los países desarrollados en las últimas décadas, proporcionando a los profesionales una extensa literatura para guiar la implementación de programas efectivos para reducir la reincidencia sexual”, comienza diciendo el artículo publicado y ya se adivina lo que vendrá a continuación. “Sin embargo, la rehabilitación de ofensores sexuales aún está en pañales en países latinoamericanos como Uruguay, por lo que se sabe poco sobre la transferencia e implementación de programas basados en evidencia”, prosigue el texto sin que nadie se alegre por haber acertado qué era lo que seguía.
El trabajo justamente analiza “las fortalezas, barreras y desafíos” en la implementación de un programa piloto basado en un programa ya aplicado en España y que se ejecutó en Uruguay durante menos de un año en el Comcar a instancias de Olga Sánchez, autora española del trabajo que anduvo por estos lados durante tres años. No se trató de cualquier programa, sino de uno diseñado con base en los “principios teóricos de los modelos de riesgo-necesidades-responsividad” que, según la evidencia internacional, han logrado reducir la reincidencia en estos tipos de delitos en 32,6%. “En el contexto de lo que se conoce internacionalmente como la agenda What Works, varios metanálisis han respaldado la eficacia de estos programas para reducir la reincidencia de la ofensa sexual”, señala el artículo.
Esa agenda What Works (algo así como Lo que funciona) por estas latitudes suena tan cotidiana como decir que al mediodía uno almorzará con una tropilla de extraterrestres artiguistas. El trabajo, en su especificidad, nos dispara preguntas. Eso que sucede con los ofensores sexuales encarcelados nos abre los ojos a lo que seguramente esté pasando en muchos otros ámbitos del Estado uruguayo. ¿Cuántas reparticiones trabajan de acuerdo a la agenda What Works? ¿Cuántas toman decisiones basadas en evidencia? ¿Cuántas buscan evidencia de que las medidas implementadas efectivamente produjeron los resultados deseados?
“Con respecto a la evidencia, creo que en Uruguay el esfuerzo que se hizo en 2010 con el Instituto Nacional de Rehabilitación fue súper importante. Se trató de unificar todo el sistema, se trató de invertir, se trató de profesionalizar los recursos humanos, se generó la figura del operador penitenciario, se trató de desarrollar la política de programas de tratamiento. Este programa del que hablamos en el artículo es como un primer esfuerzo de empezar a aplicar un programa de tratamiento”, cuenta desde Reino Unido el criminólogo compatriota Nicolás Trajtenberg.
“Los sistemas de información en Uruguay, a todo nivel, son pobres, son débiles, y hay mucha falta de transparencia. Por ejemplo, nosotros no tenemos una medida de la reincidencia”, dispara. “Seamos brutales. Tengo gente que comete delitos y a los que agarro y los meto en cana. Si yo quisiera saber si eso está funcionando o no, aún cuando no nos importe la rehabilitación y la idea es que se pudran y que a base de dolor aprendan que no tienen que hacerlo más, lo mínimo que yo tendría que hacer es saber la gente que entra, cuánto tiempo pasa, y cuánto tiempo demora en volver luego de que sale. Ni siquiera sabemos eso en Uruguay. No tenemos medidas a lo largo del tiempo de qué pasa con la gente que pasa por las distintas instituciones penitenciarias. Lo que sabemos fragmentariamente es el porcentaje de gente reincidente dentro de una prisión, que no tiene nada que ver con esto que te acabo de decir. Si ni siquiera tenemos ese dato, lo de What Works está a millones de años luz”, reflexiona Trajtenberg.
“Estamos en un nivel mucho más atrás de lo que es el What Works, que implica que, dado que tenemos esto, cómo hacemos para que los tipos que cometen delitos y pasan por la prisión reincidan lo menos posible. Pero antes de aplicar programas que sabés que funcionan, tenés que tener todo un sistema preparado para eso. Y en Uruguay no lo tenemos”, dice Trajtenberg. “Y no lo tenemos porque creo que también los políticos, o por lo menos los que yo he visto en los últimos 20 años, no han tenido el coraje de decirles a los ciudadanos que este es un problema serio y que lamentablemente no se puede esquivar, y que solucionarlo tiene un costo muy grande y lo tenemos que hacer ahora. Porque una política de seguridad que ignora las cárceles en el largo plazo es suicida”, enmarca.
Aplicar medidas basadas en lo que sabemos que funciona estaba, entonces, en el corazón de este programa de tratamiento para quienes cometieron delitos sexuales. Si cada delito implica un mundo, los sexuales son uno oscuro, profundo, poblado de miedos, prejuicios y reacciones emocionales difíciles de controlar.
Ofensores sexuales
En la introducción del artículo dicen que aplicando este programa, en otras partes, hay 32% de disminución en la reincidencia de quienes fueron procesados por delitos sexuales. Y uno tiende a pensar que gran parte de estas personas terminan reincidiendo... pero la cosa no es así.
“Hay un montón de mitos respecto de esto. Una cosa que aprendí durante este proyecto, incluso siendo criminólogo, es que al hablar de ofensores sexuales uno tiene la idea de que es un grupo bastante homogéneo. Sin embargo, cuando te empezás a meter en el tema, te das cuenta de que una cosa son los que hacen acoso sexual online, otra los pedófilos, otra muy distinta aquellos que están involucrados en violaciones, etcétera”, explica Trajtenberg. “Entender esa heterogeneidad es vital no sólo para entenderles la cabeza a estas personas, sino para intervenir”, señala. Y entonces da un ejemplo.
“Cuando estábamos yendo a hablar con los pibes que asistían al programa, uno nos contó que su delito había sido mandarle unos mensajes complicados a una sobrina. Tenía antecedentes y cayó en cana. Pero en el mismo grupo había un flaco que había entrado en una casa y había cometido una violación. El que había mandado los mensajes nos decía que quería hacer el programa, reconocía que se había mandado sus cagadas, pero que no podía estar en el mismo grupo que el otro. Él mismo decía que no tenían el mismo tipo de problema”, cuenta Trajtenberg.
“Capítulo aparte fue para mí el shock emocional para poder tener empatía con estos flacos”, confiesa. “Fue todo un aprendizaje ver cómo interactuar con ellos, cómo hacer para tratar de tener cierta empatía, me costó muchísimo”, dice con franqueza. Pero además de estas interferencias emocionales, hay falsas ideas detrás.
“En términos de reincidencia, los ofensores sexuales tienen menores niveles de reincidencia que otros delitos. Y muchas de las reincidencias que tienen no son por delitos sexuales”, aclara Trajtenberg. Y entonces entramos en un asunto delicado.
“Los ofensores sexuales son como los ofensores que no tienen quién los defienda”, apunta. No se refiere a los abogados que los defiendan (con apellidos notables si el ofensor tiene poder adquisitivo) sino a otra cosa. En el propio trabajo, incluso, puede verse cómo los ofensores sexuales que estaban en el programa eran estigmatizados por los otros prisioneros que habían cometido otros delitos, algo que incluso se menciona como uno de los inconvenientes que tuvo el programa: para asistir a las sesiones, tenían que hacer recorridos por pabellones donde eran denigrados por los otros convictos.
“Sí, son estigmatizados dentro de la prisión y generan un montón de problemas de vida cotidiana en la cárcel que te complican el desarrollo y la aplicación del programa de tratamiento”, reconoce Trajtenberg. “Pero también son estigmatizados a nivel de la opinión pública. Si pensás en un pibe menor de 18 años que comete delitos, por ejemplo robos, hay una parte de la ciudadanía, cierto sector no conservador, que está dispuesto a considerar qué lo llevó hasta allí y defenderlo. En cambio, con los ofensores sexuales atravesás todos los planos ideológicos y sociales, y no los defiende nadie. Son como el perpetrador ideal para odiar”, sostiene. Y esto es un escollo si lo que queremos es rehabilitarlos.
“Tenés el caso de los registros de ofensores sexuales, que Uruguay implantó hace relativamente poco, contra toda la evidencia que muestra que no reducen la reincidencia, generan una fuerte estigmatización y pueden hasta ser contraproducentes. Si vos mirás, mucha gente tradicionalmente no conservadora y que tiene una visión bastante progresista de lo que es el delito tiende en muchos casos a defender cosas como estos registros. Incluso la gente no punitivista tiende a ser punitiva con estos delitos sexuales”, señala Trajtenberg.
De hecho, en el trabajo abordan al pasar el tema: “El Registro Nacional de Delincuentes y Violadores Sexuales ha sido aprobado recientemente en Uruguay (Ley de Urgente Consideración, 2020) a pesar de la evidencia que muestra que el registro no tiene un impacto significativo en la reducción de la reincidencia”, dice el texto.
¿Cuál es el motivo para tener un registro de personas que cometieron delitos sexuales? Uno supone que tiene algo que ver con el hecho de la reincidencia. Pero si no hay evidencia que diga que son eficientes para evitarla, ¿a santo de qué tenerlo?
“Entiendo que uno no puede ser como una especie de Bambi y decir que determinados ofensores sexuales cumplan su pena y salgan por ahí, que no pasa nada. No tengo hijos, pero tengo sobrinos que adoro, y hay casos extremos de personas que presentan múltiples trastornos y que tiene una alta probabilidad de reincidencia, por lo que entiendo algunas posturas. Pero una cosa es ver de qué tipo de ofensor se trata, qué riesgo de reincidencia tiene, y negociar qué hacer, y otra es poner un registro para todos los ofensores sexuales”, señala.
“La pregunta que tenemos que hacernos es por qué un registro para ofensores sexuales y no un registro para otros delitos. ¿Ponemos un registro de homicidas también? ¿Por qué no un registro de personas que cometen crímenes de cuello blanco?”, inquiere Trajtenberg.
“Está bien abrir la cancha, discutir y pensarlo, pero hay que ver con qué límites y de qué manera para no joderles la vida a todos, y luego por qué sólo a estos y no a otros delitos. Ahí te das cuenta de cómo la mayoría de nosotros, y me incluyo porque yo soy parte de esto, incluso los que creemos que no somos punitivos, volcamos nuestro punitivismo o no somos lo suficientemente clementes con algunos tipos de delitos y algunos tipos de delincuentes. Me parece que con los ofensores sexuales es con los que particularmente somos más punitivos”, señala.
“Por otro lado, tal vez sea una obviedad decirlo, estos tipos que uno encuentra en la prisión que voluntariamente se presentan a estos programas de tratamiento son una cruza de sus trastornos de personalidad, sociales o sexuales, y clase social. Tenemos un montón de agresores sexuales que rara vez son agarrados. Si vos sos un agresor sexual y sos de clase alta tenés mucho menos chance de ser agarrado o detectado. Ahora en los últimos años, con todo el movimiento social que ha habido, hay como un ligero cambio, pero si tengo dos agresores sexuales, uno de clase baja y otro de clase alta, sabemos cuál tiene muchísimas más chances de terminar siendo detectado, arrestado, encanado y que te lo encuentres en un programa de tratamiento”, agrega Trajtenberg.
“Uno está tratando de que esa persona no reincida, que pueda tener relaciones sexuales sin violencia en el futuro, que reconozca lo que hizo. Esa persona cuando salga va a enfrentar esos problemas que tiene, pero además toda la condición de exclusión social. Entonces es una apuesta doblemente complicada, porque hay que resolver el problema específico, cognitivo, asociado a lo sexual, pero también está el otro problema. Por eso tenés muchos ofensores sexuales que vuelven a caer en cana, y la mayoría de las veces no es por un delito sexual sino por otra cosa”, comenta.
Problemas varios
En el trabajo se abordan las dificultades que enfrentaron al tratar de aplicar un programa diseñado en España. En algunas no vamos a profundizar porque se agotan en lo específico del tema; por ejemplo, en España los presos se expresan mejor a nivel escrito, mientras que acá tuvieron dificultades y por eso tuvieron que recurrir a cambios, como hacer una dinámica de Gestalt cuando todo el programa se basa en un marco de psicología cognitivo-conductual.
Pero luego hubo otras dificultades. Por ejemplo, como vimos, la unidad donde se hacían las entrevistas quedaba lejos y los presos que adhirieron al programa eran estigmatizados por otros presos en ese recorrido.
“Estigmatizados por presos y por guardias policiales, ojo al gol. En el trabajo decimos que no hay cultura de rehabilitación, o no hay cultura de What Works en las prisiones uruguayas, pero este ejemplo lo deja bien claro de una forma muy cruda. Que un policía se burle de un ofensor sexual y le grite una guarangada al mismo nivel que un interno te muestra qué nivel de ethos o de cultura de rehabilitación hay. Por supuesto que no son todos, pero con que haya un solo caso así ya te grafica la situación”, comenta Trajtenberg.
Después se enfrentaron con un alto índice de deserción, que se dio mayormente en el momento en que los participantes tenían que empezar a hablar de la agresión sexual que habían cometido. En el trabajo señalan que probablemente no estuvieran preparados, que falló cierta evaluación previa para ver en qué lugar estaba cada uno.
“Ahí hay algunos puntos clave”, apunta Trajtenberg. “Por un lado, las personas que tienen que liderar el proceso, las dos terapeutas que trabajaban con los grupos y la que hacía las entrevistas individuales, metían y realmente fueron unas cracks, pero no tenían las armas y las herramientas que tienen otros psicólogos de otros países. No estaban formadas en el modelo RNR [de riesgo, necesidades y responsividad, por su sigla en inglés], no tenían conocimiento específico de los ofensores sexuales. Estudiaron el manual, se prepararon, pero no tenían todo el entrenamiento ni las habilidades específicas”, señala Trajtenberg.
“En los módulos del programa de tratamiento hay una secuencia dada. Está estudiado que estos individuos tienen problemas para hablar de sus delitos, y entonces ese es un mojón importante. Al mismo tiempo, nosotros mencionamos como una de los obstáculos más graves el hecho de que no había cultura de la evaluación de riesgos y necesidades”, dice Trajtenberg. “Por tanto, no se evaluó en quienes entraron al programa cuáles tenían riesgo bajo, medio o alto de abandonarlo, ni qué necesidades específicas tenían. Según ese análisis que hacés, si bien no es una ciencia exacta, te podés dar cuenta de cuál es más probable que abandone, cuál tiene más chance de quemarse con determinado tema, cosas así”, explica.
“También desde el punto de vista del costo-eficacia, en un mundo de recursos escasos y más en nuestros países, vos tenés individuos desde riesgo muy bajo, casi nulo, de reincidencia, a riesgo altísimo. Con los tipos de riesgo bajo no conviene tanto implementar un programa porque van a salir y no van a reincidir, entonces tenés que acompañarlos pero no hay que hacer tratamiento, o por lo menos no hay que dedicarles muchos recursos. Los tipos de riesgo altísimo, que pueden tener trastornos psicosociales muy severos o incluso rasgos de psicopatía, son muy reactivos a programas como este, y más allá de una discusión que hay de si son tratables, en todo caso requieren una aproximación totalmente diferente. Entonces tenés que evaluar el riesgo para darte cuenta primero de si las personas que se anotan son las personas con las que tenés que trabajar y, segundo, para modular qué nivel del programa les das. Nada de eso pasó acá”, resume.
Lo que dice tiene sentido. Si uno le quiere enseñar a leer y escribir a una criatura de seis meses se enfrentará a algunas restricciones que incidirán en el resultado. “Siguiendo tu analogía, si me pongo a tratar de enseñarle a leer y escribir a un físico nuclear, el tipo se va a embolar”, comenta.
“Aquí lo que pasó fue que no se hizo esta evaluación, y entonces cuando llegó ese momento y empezaron a desertar, los psicólogos se angustiaron, no sabían qué hacer, y el programa corrió riesgo de caer. Comenzaron entonces a hacer entrevistas motivacionales como para apoyarlos y lograron que cuatro completaran el programa”, dice Trajtenberg.
“Otra cosa importante también, que muestra los límites de Uruguay, fue lo imposible que resultó conseguir un terapeuta hombre, algo que es muy relevante”, agrega. En el trabajo se citan palabras de los participantes que señalan que se hubieran sentido más proclives a hablar de haber habido un terapeuta de su mismo sexo.
“Incluso algunos de los que abandonaron esgrime como una razón el que no hubiera un terapeuta hombre con el cual poder contar más lo que le pasaba. Eso la peleamos mucho, porque era una cosa en la que Olga insistió desde el principio, los terapeutas tenían que ser una pareja hombre-mujer. Pero no hubo caso”, señala.
Hacerse las preguntas
Desde un espacio como este, que habla de la ciencia, hay algo incómodo que también desnuda el trabajo. Cuando analizan los resultados de su análisis respecto del contexto, hay un punto específico sobre la academia. Dice así: “En Uruguay, el enfoque psicoanalítico es transversal en las carreras de psicología y en la formación universitaria en general. Además, no existen estudios de posgrado en terapia cognitivo-conductual, psicología criminal y programas de rehabilitación para personas que delinquen. Como resultado, hay una falta de psicólogos cognitivo-conductuales y de protocolos y medidas de evaluación validados y rigurosos para evaluar a los internos”.
Si de veras queremos rehabilitar a los presos, y a nivel mundial los programas con más evidencia de éxito para bajar la reincidencia son de marcos cognitivo-conductuales, ¿no deberíamos apostar alguna ficha para ese lado?
“La formación de los psicólogos en Uruguay, en el Río de la Plata, y en América Latina en general, es mucho más inspirada por el psicoanálisis o por otras corrientes y no tanto por la parte cognitivo-conductual, que es lo que cuando uno mira la investigación de más calidad, los metanálisis y las revisiones más formalizadas de los estudios, funciona más. Ese es un punto importante, tanto para los programas de tratamiento de ofensores sexuales como para los ofensores en general”, comenta Trajtenberg.
Si la seguridad y el drama carcelario de verdad nos importa, ¿no deberíamos formar a más gente para abordar estos temas? En ciencia la pregunta es más importante que las respuestas. ¿Tenemos gente formándose para hacerse las mejores preguntas posibles? Si sólo encerrar gente no es una solución y el problema nos está explotando en la cara, ¿cuándo vamos a ponernos a hacer preguntas cuya respuesta pueda ser respaldada con evidencia?
“La situación ha mejorado en los últimos años, pero la producción de investigación científica en materia criminológica en Uruguay ha sido muy pobre. Ha mejorado, ahora hay más jóvenes haciendo cosas, hay gente de distinto palo trabajando, pero comparado con otros países, la producción es escasa, muchas veces de mala calidad, y sobre todo en lo que refiere a lo que Richard Matthews llamaba “criminology, so what”, señala.
En español lo de Matthews vendría a ser algo así como “criminología, ¿y entonces?”. Es una discusión que trasciende a Uruguay. “Leyendo la producción académica sobre criminología, no sólo de Uruguay, se encuentran artículos interesantes, pero uno se pregunta ¿y entonces qué hacemos?’. Lo que tenemos que pensar es cuánto de lo que se produce en Uruguay tiene capacidad de dar sugerencias específicas de qué es lo que hay que hacer, qué medidas hay que tomar, qué política hay que implementar, cómo lo vas a medir, qué resultado esperar. Esa producción es muy poca. Por eso los académicos tenemos una responsabilidad”, reconoce Trajtenberg.
“La academia tiene un rol clave en esto. Y con respecto a la formación, tenemos un debe. En el problema del crimen, donde los políticos y los ciudadanos tienen un rol clave, el conocimiento científico, en particular los académicos que nos dedicamos a esto, estamos súper en falta”, reflexiona.
Punitivismo versus rehabilitación
“En la prevención del crimen en el mundo hay siempre como una tentación punitiva de resolver el problema con soluciones simples y baratas, del tipo ‘esto se resuelve metiendo más gente en cana, o aumentando las penas, o poniendo la pena de muerte’, o cosas por el estilo”, dice Nicolás.
“Esta tentación está presente en muchas partes del mundo, y en América Latina también. Es una tentación que curiosamente no está sólo del lado de la derecha, sino que está en ambos espectros ideológicos y lo puedo ver en muchos lados, incluso en Uruguay”, agrega.
Pero Trajtenberg no mira el asunto por arriba del hombro. “Creo que en parte esta tentación por el punitivismo de parte de la sociedad es también culpa nuestra, de los académicos y todos los que creemos que la opción punitiva no es la mejor, que no logramos construir y vender una alternativa no punitiva, no logramos enfrentar el problema del crimen, y entonces creo que también tenemos nuestra responsabilidad en esto”, plantea.
Artículo: “Implementation of a Treatment Program for Individuals Imprisoned for Sex Offenses in Uruguay: Achievements, Problems and Challenges”
Publicación: Sexual Abuse (octubre 2022)
Autores: Olga Sánchez de Ribera, Nicolás Trajtenberg, Ana Martínez y Santiago Redondo.