El ser humano es un animal fantástico. Dado que tiene un cerebro grande en comparación con su tamaño –y con un mayor volumen que el de casi todos sus parientes cercanos si se exceptúan algunos familiares del género Homo ya extintos–, aquellas personas que no apelan a razones místicas o de otra índole para explicar nuestras diferencias con el resto de los animales apuntan a ese órgano, o alguna de las propiedades emergentes o de las funciones que hace posibles, para establecer allí lo que nos distingue del resto de esa chusma llamada vida de la Tierra. Ya que no tenemos alma ni fuimos hechos a imagen o semejanza de seres que no se guían por nimiedades mundanas como la química del carbono o la información guardada en moléculas de ADN y ARN, los sabios Homo sapiens tenemos algo así como un fetiche con el cerebro.
Cierto es, el cerebro resulta un órgano maravilloso. Los animales nos valemos de él para integrar la información que pensamos de diversas formas y tomar decisiones que nos permiten vivir otro día más. Con el cerebro realizamos cálculos matemáticos, nos hacemos un modelo del universo geométrico y físico que nos rodea. Algunos animales lo empleamos también para generar cultura y lenguaje. Y vale decirlo también, hemos llevado ambas cosas muy lejos en comparación con lo que hasta el momento sabemos de cómo perciben y procesan el mundo otro bichos.
Todas esas cualidades que valoramos tanto –porque todo apunta a que somos realmente buenos en ellas, a diferencia de, por ejemplo, respirar con gran eficiencia, algo en lo que somos bichos bastante corrientes– están presentes en animales con cerebros de un tamaño considerable en relación a su cuerpo. A regañadientes aceptamos a algunos otros seres, como chimpancés, bonobos, orcas, delfines, cuervos y alguno más, en el selecto club de los animales que podrían tener una teoría de la mente, es decir, que son capaces de poder entender que otros seres tienen deseos, motivaciones, emociones e identidad, de modo que actuamos incorporando esa información a nuestro umwelt, la forma en que cada organismo construye su modelo del mundo.
Y así como nos encanta nuestro cerebro, nos fascinamos con las cosas que crea y ha creado. Una de esas cosas magistrales que nos permite nuestro cerebro es generar conocimiento, que además logramos transmitirnos de generación en generación gracias a la cultura, algo que para otros animales está fuera de su alcance. El conocimiento científico es parte de esas tantas cosas que nuestro cerebro ha hecho posible. Y la pregunta de cómo es que hemos desarrollado este enorme cerebro es una que hemos intentado contestar desde hace tiempo.
Un reciente trabajo, liderado por Carel van Schaik, del Departamento de Ecología de las Sociedades Animales del Instituto Max Plank de Comportamiento Animal de Alemania y del Departamento de Antropología Evolutiva de la Universidad de Zurich, Suiza, aborda el tema y propone una hipótesis para explicar una paradoja ya observada: si bien por un lado “los cerebros grandes brindan beneficios cognitivos adaptativos”, por otro “requieren aportes de energía inusualmente altos y casi constantes”, al tiempo que “se vuelven completamente funcionales mucho después de que se completa su crecimiento”. En otras palabras, ¿cómo hace un animal con un cerebro que demanda grandes cantidades de energía para permitirse ese lujo si ese mismo cerebro se desarrolla lentamente y sin darle por algún tiempo las ventajas evolutivas que su gran tamaño proporciona? Ya que estamos lejos del 6 de enero, podemos decirlo sin levantar demasiado la perdiz: como con los reyes, la respuesta estaría en los padres.
Sangre caliente y cerebros más grandes
En el artículo los autores señalan que “en relación con el tamaño del cuerpo, el tamaño del cerebro es extremadamente variable entre los vertebrados”, aunque destacan que “los tamaños cerebrales medios de los linajes ectotérmicos (peces, anfibios y reptiles) y endotérmicos (aves y mamíferos) difieren alrededor de diez veces”, pero señalando que también varían “considerablemente” dentro de cada linaje. También destacan que “los cerebros han tendido a volverse más grandes a lo largo del tiempo evolutivo”.
Dado que estos cerebros mayores deberían mejorar el éxito de cada especie –se supone que en la evolución los cambios que mejoran la superviviencia de una especie se mantienen y los que la perjudican se pierden– apuntan a que “por lo tanto, el tamaño del cerebro también debería predecir el rendimiento conductual en actividades de mejora del fitness”, es decir, de aquellas comportamientos y rasgos que hacen que la especie esté mejor adaptada y, por tanto, pueda prosperar en su ambiente. A propósito de esto, reseñan que “las especies con cerebros más grandes son capaces de buscar alimento de forma extractiva y tienden a ser más innovadoras en la búsqueda de alimento”, que “son mejores para evitar a los depredadores y tienen más probabilidades de sobrevivir cuando los humanos los introducen en áreas nuevas”.
Pero si bien “el aumento del tamaño del cerebro a menudo debería ser adaptativo”, no es lo que sucede con todas las especies, incluso dentro de linajes comunes. Y ahí sacan a relucir la hipótesis del cerebro costoso. “Los cerebros son órganos inusualmente costosos debido a su alto uso de energía por unidad de peso y especialmente porque la asignación de energía al cerebro no puede regularse a la baja durante los momentos de inanición. La interrupción de este flujo de energía constante al cerebro generalmente tiene consecuencias negativas duraderas para el desarrollo del cerebro y el rendimiento cognitivo” señalan. Eso es algo que bien sabemos cuando invocamos las consecuencias de una mala nutrición en la primera infancia.
Por eso dicen que “el tamaño del cerebro está presumiblemente limitado por la capacidad del organismo para mantener la renovación de energía necesaria para hacer crecer o mantener el cerebro en respuesta a las oportunidades cognitivas en el entorno ecológico o social”. Y si bien el cerebro más grande debe ser adaptativo, el costo implicado en ello no debe ser igual para todas las especies. A algunas el negocio le cierra, otras están bien con un cerebro más económico. ¿Pero cómo hacen las que gastan demasiada energía en desarrollar sus cerebros, más aun cuando alcanzan el pleno potencial de los mismos tras el destete en el caso de los mamíferos o tiempo después de que sus progenitores los crían en el caso de las aves en las que eso sucede?
Madres y padres tras cerebros más grandes
En el trabajo dicen que los diversos obstáculos para el crecimiento del cerebro “sugieren que los vertebrados endotérmicos inmaduros, con su cerebro adulto relativamente grande, se enfrentarían a una crisis de energía aparentemente insuperable si tuvieran que crecer y diferenciar sus cerebros con la energía que pueden obtener de forma independiente por sí mismos”. Y entonces, entran mamá y a veces papá: “este problema de arranque, que se vuelve más severo a medida que aumenta el tamaño relativo del cerebro, se puede resolver si los padres donan la energía necesaria para desarrollar y hacer crecer cerebros más grandes”.
Entonces dicen que “los edotermos tienen tanto un aprovisionamiento de los progenitores extendida como un cerebro más grande que los ectotermos”. Y definen la provisión de los progenitores como “la inversión energética total en las crías, directamente (en huevos, a través de la gestación, la lactancia o el suministro de alimentos), o indirectamente (al cargarlos o acurrucarse para mantener el calor, por ejemplo)”. Señalando que en los ectotermos –recordemos, peces, anfibios y reptiles– esa inversión se limita por lo general a los huevos, con nutrientes para que el nuevo ser se desarrolle pero que luego deberá enfrentar la vida por la suya, limitaría el tamaño que sus cerebros podrían alcanzar. En su lugar, “la evolución del aprovisionamiento extendido de los progenitores que acompaña a la evolución de la endotermia, por lo tanto, probablemente facilitó la evolución posterior de cerebros de mayor tamaño”.
Atando cabos
Analizando datos publicados, los investigadores afirman que “el aumento del tamaño del cerebro tiende a reducir las tasas de reproducción y ralentiza el desarrollo, lo que aumenta el tiempo de generación”. Al respecto, dicen que “aunque es poco probable que el tamaño del cerebro de una especie no sea adaptativo, se puede cuestionar si el aumento registrado en la supervivencia de adultos supera este costo de aptitud dual”. Los autores sugieren que “el aprovisionamiento de los progenitores extendido y la protección continua concomitante de los jóvenes también proporciona otra ventaja adaptativa, previamente pasada por alto, para los cerebros más grandes”.
“Actualmente no hay análisis comparativos publicados de supervivencia inmadura en relación con el tamaño del cerebro. Sin embargo, recientemente realizamos un análisis preliminar para primates, utilizando información publicada sobre 18 especies en 13 géneros” cuentan y adelantan que encontraron que “el tamaño relativo del cerebro mejora la supervivencia hasta la edad de la primera reproducción, a pesar del mayor tiempo necesario para llegar a este punto”. Explicando más, señalan que “dado el retraso en el surgimiento de las diversas habilidades ecológicas producidas por los cerebros, es difícil imaginar algún otro mecanismo responsable de este notable patrón que no sea el aprovisionamiento de los progenitores y la protección asociada”.
“Una vez que ha evolucionado el aprovisionamiento de los progenitores más allá del huevo, se alivia el problema de puesta en marcha y se brindan oportunidades confiables para la práctica y el aprendizaje. Estos efectos facilitan la selección del aumento del tamaño del cerebro” comunican entonces, no sin destacar que su hipótesis debe seguir siendo trabajada.
“La evolución del aprovisionamiento parental extendido más allá de la etapa de huevo desbloqueó una importante restricción evolutiva en el tamaño del cerebro y, por lo tanto, desató una expansión masiva de su tamaño y potencial cognitivo entre las aves y los mamíferos de sangre caliente. Casi todos alimentan a sus crías después del nacimiento o la eclosión y tienen cerebros mucho más grandes que sus parientes de sangre fría” declaró Carel van Schaik en un comunicado que acompañaba la publicación del artículo
El trabajo no apunta al ser humano. Pero la pregunta queda en el aire. ¿Por qué entre las aves y los mamíferos, este linaje al que pertenecemos comenzó una carrera desenfrenada de aumento del tamaño del cerebro? ¿Qué nos dice eso del cuidado que madres, padres y otros colaboradores en la crianza prestaron en estos primates que poco a poco comenzaron a alejarse de los australopitecinos y que dieron lugar al género Homo, del que hoy solo sobrevive el Homo sapiens?
Artículo: Extended parental provisioning and variation in vertebrate brain sizes
Publicación: PLOS Biology (febrero 2023)
Autores: Carel van Schaik, Zitan Song, Caroline Schuppli, Szymon Drobniak, Sandra Heldstab y Michael Griesser.