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Foto: Gianni Schiaffarino

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Una pregunta tan cotidiana como pertinente es el punto de partida para que Hugo de los Campos nos sumerja en la teoría del caos, los sistemas complejos y nos recuerde que no somos tan importantes.

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Si, como otros afortunados, estás de vacaciones en el este, seguramente te has hecho la pregunta del título para decidir si mañana irás a la playa o de compras. Si no estás de vacaciones, es probable que también te la hayas hecho. Nos interesa saber qué va a suceder con el clima. Se trata de esas preguntas que han acompañado a la humanidad, generalmente para atender asuntos menos triviales, como predecir si nuestras plantaciones sobrevivirán. Incluso para prever si beberemos agua.

La pregunta nos remite a un problema más general, que hemos abordado de modo recurrente en entregas anteriores. Prever (ver algo antes de que suceda). Predecir (estar en condiciones de decir acerca de algo antes de que ocurra). En esa empresa ponemos buena parte de nuestras energías cognitivas a diario. Es que, literalmente, nos va la vida en el desarrollo de esa capacidad, como cuando predecimos si el piso nos sostendrá al dar el siguiente paso, o si los coches que vemos venir desde los costados se detendrán al tener frente a nosotros una luz verde.

El clima es de esos asuntos que fuerzan al límite nuestras capacidades de predicción. A pesar de los enormes avances en la comprensión de sus determinantes, con todos nuestros equipos de medición y la gigantesca capacidad de cómputo de nuestros ordenadores, no conseguimos predecir el clima de mañana con absoluta precisión. Ni que hablar el de la semana próxima, cuyo pronóstico exacto es prácticamente imposible.

La importancia de la previsión del clima, sumada a su testaruda costumbre de burlar nuestras mejores estrategias predictivas, nos condujo, por un camino particular, a uno de los mayores descubrimientos en Occidente en los últimos siglos. Otro tema recurrente en anteriores entregas, al que volveremos sobre el final de esta.

Los vientos y el clima

El descubrimiento de las razones por las que no podemos predecir el clima con exactitud ocurrió en Cambridge, Massachusetts, a comienzos de la década de 1960. Las consecuencias de este hallazgo fueron más allá de las oficinas meteorológicas y aportaron evidencia fundamental a una teoría cuyo nombre compite con los títulos de las revistas y películas de superhéroes de Marvel. Me refiero a la teoría del caos. Pero intuiciones en esa dirección existieron desde mucho antes. Por ejemplo, en el mismo Cambridge, unos 100 años atrás.

Chauncey Wright fue un ciudadano de Massachusetts, tan lúcido como excéntrico, que vivió entre 1830 y 1875. Dejó pocas páginas escritas (apenas algunas reseñas en periódicos y revistas). Es que a Chauncey no le gustaba escribir. Le gustaba conversar. Y lo hacía de un modo particular que le valió el mote de “El Sócrates de Cambridge”. No tuvo su Platón. En su lugar, fue el referente de un grupo de jóvenes que, reunidos en el llamado Club de los Metafísicos, hacia 1870 fundó una filosofía: el pragmatismo. Es un buen modo de dejar un legado.

Chauncey Wright era un positivista declarado, crítico de Herbert Spencer y defensor acérrimo de la flamante teoría evolutiva de Charles Darwin (cosa nada sencilla cuando la eminencia científica local del momento era Agassiz, un creacionista).

Según la Enciclopedia de Filosofía de Internet, trabajó (no se puede vivir de la conversación) “desde 1852 a 1870 como máquina de computación para el American Ephemeris and Nautical Almanac en Cambridge, convirtiendo series de números en logaritmos y viceversa, calculando cartas (efemérides) para la navegación basadas en las posiciones de las estrellas fijas, la Luna, el Sol y otros planetas”. Su modo de compatibilizar trabajo con conversación da cuenta de su estilo: “Era un empleo a tiempo completo, pero él comprimía el trabajo de todo el año en tres meses, en parte ideando nuevos métodos de cálculo y en parte trabajando (ayudado por una constante infusión de nicotina) casi las 24 horas del día. Los restantes nueve meses conversaba”, consta en El Club de los Metafísicos. Historia de las ideas en América, de Louis Menard.

Wright fue alcohólico, depresivo y le obsesionaban algunos temas. Su principal obsesión fue el clima. Intuyó que existía un problema sustantivo para su predicción, vinculado a la existencia de múltiples determinantes que interactúan dentro de un sistema complejo. En Los vientos y el clima, una reseña publicada en 1857, escribió respecto de su predicción que “no resulta tan simple como indican nuestras reglas y signos del clima; porque la operación de estas innumerables causas es tan complicada, que la repetición de fenómenos similares o combinaciones similares de causas, en gran medida, es el más improbable de los acontecimientos”. Se adelantó a advertir que la resolución de este problema pondría a prueba los modelos de pensamiento de su época: “Ya sea que la ciencia mecánica tenga éxito de ahora en adelante en el cálculo de estas perturbaciones del clima [...] o encuentre el problema más allá de su capacidad, sin duda dará cuenta de mucho de lo que ahora es oscuro”. Ese modelo de pensamiento de su época era el de Newton y Laplace. Al respecto, Wright afirmó que, “a diferencia de las perturbaciones planetarias, el tiempo hace las más temerarias excursiones de sus promedios y los oscurece mediante la más inconsecuente e incalculable inestabilidad”.

Su interés por el clima tenía consecuencias más amplias. Encajaba, por ejemplo, con la teoría evolutiva publicada por Darwin en 1859. “Wright tenía –comenta Menard – una teoría sobre la inestabilidad del clima. Pensaba que era la razón de que se produjera el cambio orgánico. Las plantas y los órdenes inferiores de animales no tienen energía para desarrollarse por sí mismos, necesitan la estimulación de fuerzas externas que actúan sobre ellos destructivamente. La inconstancia del clima podía realizar esa función”.1

Su postura llegó a conocerse entre sus pares como “clima cósmico”. Intuyó que las variaciones del clima terrestre eran apenas una manifestación accesible a nuestra experiencia cotidiana de un principio regulador de todo el universo. Escribió: “De lo que podemos denominar clima cósmico, en los espacios interestelares, poco se sabe. De los efectos cósmicos generales de las acciones opuestas del calor y la gravitación, los grandes principios dispersivos y concentradores del universo, sólo podemos formular en el presente vagas conjeturas; pero que estos dos principios son los agentes de vastos movimientos contrarios en la formación y destrucción de sistemas de mundos, siempre operativos, en interminables ciclos y en el tiempo infinito, nos parece que es con mucho la suposición más racional que podemos formar respecto de la materia”.

Así comenzaba Wright su artículo de 1857: “Un filósofo elocuente, describiendo los deplorables resultados que se producirían si algún futuro materialista ‘lograra mostrarnos un sistema mecánico de la mente humana, tan completo, inteligible y satisfactorio como el mecanismo newtoniano de los cielos’, exclama: ‘Caídos de su elevación, el Arte, la Ciencia y la Virtud ya no serían para el hombre objetos de una adoración genuina y reflexiva’. Al reflexionar sobre el éxito mucho más probable del meteorólogo, somos llevados a presentimientos similares sobre la monotonía y monotonía a que se reducirá el trato social cuando los filósofos del clima logren someter los cambios de la atmósfera a reglas y predicciones, cuando la lluvia caerá donde se espera, el viento no soplará más ‘donde quiere’, y el hombre descarriado ya no encuentra su contrapartida en la naturaleza. Pero nos consolamos contemplando las dificultades del problema y la improbabilidad de que, al menos en nuestra generación, nos veamos privados de estos temas de actualidad general e interés universal”.2

Generation next

La generación que siguió a la de Wright tampoco consiguió resolver el problema. En su lugar, comenzó a mostrar por qué era imposible hacerlo. Tres años antes de la publicación de Los vientos y el clima, cuando Wright tenía 24 años de edad, nacía en Nancy, Francia, un integrante de la próxima generación, a quien bautizaron Henri Poincaré.

Poincaré fue una mente brillante que compartía con Wright la cualidad de computadora humana. En una época en la que la división del trabajo no había adquirido aún la radicalidad de nuestros días, el francés cultivó (al igual que Wright) las matemáticas, la física, la astronomía y otras disciplinas científicas, junto con la filosofía.

Corría 1889 cuando el rey Óscar II de Suecia y Noruega decidió celebrar su aniversario número 60 y convocó a un concurso para premiar a quien lograra resolver el problema de la estabilidad del Sistema Solar, formalizado en el célebre “problema de los n cuerpos” de la mecánica celeste. Es un buen modo de celebrar un cumpleaños.

En su forma más simple, se trata de describir el movimiento de tres cuerpos (por ejemplo, el Sol, la Tierra y la Luna) bajo la influencia mutua de la gravedad. Cuentan que este problema le había producido tantos dolores de cabeza a Isaac Newton, que terminó por desistir en sus intentos de resolverlo.

Poincaré participó en el concurso. Así relató su experiencia: “Todos los días me sentaba en mi mesa de trabajo, me quedaba una o dos horas, probaba una gran cantidad de combinaciones, sin obtener resultados. Una noche, contrariamente a mi costumbre, me tomé un café y no pude dormir. Las ideas se levantaron en las multitudes; las sentí colisionar hasta que se entrelazaron en pares, por así decirlo, formando una combinación estable. A la mañana siguiente sólo tuve que escribir los resultados, lo que me llevó unas horas. El pensamiento es sólo un destello entre dos largas noches, pero este destello lo es todo”.

Poincaré ganó el premio.

Poco después recibió una carta de un colega que le hacía notar un sutil error en uno de sus cálculos. Poincaré entró en pánico. Se comunicó con la Academia de las Ciencias de Suecia para pedir que no difundieran sus hallazgos, pero la publicación ya se había realizado y Poincaré debió pagar los costos de la edición, que eran muy superiores al monto del premio que había obtenido.3

Lo cierto es que Poincaré se obsesionó en corregir su “sutil error”. Al hacerlo, llegó a un descubrimiento inesperado: se percató de la presencia de soluciones cuyo comportamiento dependía de las condiciones iniciales. Lo que hoy conocemos como “sensibilidad a las condiciones iniciales” consiste en que, en ciertos sistemas no lineales, diferencias minúsculas en el estado inicial dan lugar a evoluciones muy distintas al cabo de un tiempo relativamente corto.

Poincaré reescribió parte sustancial de su trabajo, y en este proceso profundizó en la comprensión de estas trayectorias caóticas. Describió cómo, al estudiar las órbitas posibles en el problema de los tres cuerpos, existían configuraciones que no obedecían a una evolución estable o periódica, sino que mostraban un comportamiento errático, de aparente desorden en su evolución temporal, aunque estuviera determinado por las leyes de la mecánica newtoniana. Un resultado central del análisis de Poincaré fue el concepto de “puntos homoclínicos” en la intersección de las órbitas. Estas intersecciones implican líneas que “se pliegan y retuercen” en el espacio de fases, generando una complejidad que impide describir la evolución de forma simple.

La importancia de ir por un café

Regresemos a Cambridge. El descubrimiento de Poincaré ocurrió de un modo que es bastante frecuente en la ciencia: intentando reparar un error. Una evidencia crucial en favor de las intuiciones de Wright y los cálculos de Poincaré se obtuvo de otro modo bastante frecuente: por pura casualidad.

Edward Lorenz fue un meteorólogo del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), una de las instituciones científicas más importantes, hasta nuestros días, en el planeta. También estaba obsesionado con el cálculo y con el clima.

A principios de la década de 1960 Lorenz estaba interesado en comprender (como Wright) la dinámica de la atmósfera y la posibilidad de predecir el tiempo a mediano y largo plazo. Formuló un conjunto de ecuaciones que describían la circulación y las transferencias de calor en el aire, y comenzó a hacer experimentos numéricos.

Lorenz pretendía simular un sistema reducido que capturara los rasgos esenciales de la convección: el ascenso de aire caliente y el descenso de aire frío, fuerzas de Coriolis y otros factores fundamentales de la dinámica del clima.

Para llevar a cabo sus cálculos, Lorenz disponía de uno de los primeros computadores electrónicos accesibles en aquel momento: el Royal McBee LGP-30. Se trataba de una máquina con tecnología de válvulas y cinta perforada, con muy poca memoria (apenas unos pocos kbytes), pero que representó un gran avance frente a los tediosos cálculos a mano o con calculadoras mecánicas.

Con este ordenador, Lorenz podía introducir valores iniciales (temperatura, velocidad, etcétera) y dejar que el programa resolviera las ecuaciones paso a paso, generando una serie temporal de resultados a lo largo de varias iteraciones.

En cierto momento de su investigación, Lorenz quiso reanudar un experimento partiendo de un punto intermedio que le interesaba especialmente. Para ahorrar tiempo, ingresó manualmente los resultados que para ese momento había impreso su computadora. Luego se ausentó un momento, al parecer para ir por un café, dejando que la máquina hiciera los cálculos.

Cuando regresó y examinó la nueva secuencia de resultados, quedó atónito: el comportamiento de las variables difería drásticamente de la secuencia original que esperaba reproducir.

En 1995, Lorenz recordaba aquel episodio en su libro La esencia del caos: “Los números que yo había tecleado no eran los números originales exactos, sino los valores redondeados que había dado la impresora en un principio. Los errores redondeados iniciales eran los culpables: se iban amplificando constantemente hasta dominar la solución. Dicho con terminología de hoy: se trataba del caos”.

En efecto, la computadora guardaba en su memoria los valores con muchos decimales, pero al imprimir los resultados, redondeaba a unos pocos. Lorenz comprendió que pequeñísimas diferencias en los valores iniciales podían crecer exponencialmente y dar lugar, a la postre, a trayectorias en el espacio de fases completamente distintas. De eso se trata la “sensibilidad a las condiciones iniciales”, rasgo esencial de los sistemas caóticos.

El siguiente paso fue representar gráficamente los resultados. Al conectar los puntos sucesivos que arrojaba el cálculo, Lorenz notó que la trayectoria no se cerraba en una órbita periódica ni se dispersaba al infinito, sino que se enrollaba y se movía de un lado a otro, formando dos grandes “lóbulos”. A esta figura, luego denominada “atractor de Lorenz”, se la describe como alas de mariposa, porque, al proyectarla en el plano adecuado, muestra dos lóbulos que recuerdan las alas de ese insecto.

La observación fortuita de Lorenz no sólo trastocó la forma de entender la predicción meteorológica, sino que abrió la puerta a una nueva rama de la física y las matemáticas: la teoría del caos. Su hallazgo demostró que, aun en modelos deterministas sin intervención del azar, los estados futuros pueden volverse impredecibles debido a la inestabilidad dinámica y la extrema sensibilidad a las condiciones iniciales. Por su parte, la representación gráfica del hallazgo abonó la imaginación popular y las arcas de Hollywood (con el denominado “efecto mariposa”).

Cuestión de tiempo

Si observamos con atención, lo caótico parece ser la norma en todo el universo. Es cierto que cuando pensamos en las órbitas de los planetas alrededor de nuestro sol, o en la posición de las constelaciones en el firmamento, tenemos la sensación de que allí todo es perfectamente predecible. Sin embargo, se trata de una ilusión de estabilidad, ocasionada por nuestra particular percepción del tiempo.

Modelos predictivos del estado del Sistema Solar han mostrado que levísimas variaciones (como el pasaje o no de un asteroide) conducen a configuraciones radicalmente distintas de todo el sistema pasado algún tiempo. Tanto como que el planeta Marte (dejemos a nuestra Tierra en su sitio) continúe en su órbita actual o haya sido expulsado del sistema.

Algo similar sucede con la teoría evolutiva, que resulta tan fácilmente observable con virus y bacterias, mientras que exige una capacidad de abstracción importante cuando pensamos en jirafas o humanos. Mientras que para que un humano produzca otro humano pueden pasar 20, 30 o 40 años, una bacteria produce otras bacterias todo el tiempo. Siendo tan rápidas las mutaciones en el segundo de los casos, la selección natural puede observarse casi en tiempo real. Pero siempre ocurre.

El clima se asemeja, en este aspecto, más a las bacterias que a los humanos. Tanto el clima como los movimientos de los planetas se encuentran sujetos al mismo principio. Sólo que para apreciar el caos en el primer caso, basta dejar pasar unas horas (a veces algunos días), mientras que para hacerlo en el segundo tienes que esperar algunos cientos de miles de años (a veces algunos millones de años).

El conocimiento de nuestra ignorancia

Entre las consecuencias relevantes del descubrimiento de Lorenz, quisiera destacar aquí dos. La primera de ellas ya aparece en el segundo párrafo de Los vientos y el clima, de Chauncey Wright: “Durante el último medio siglo, el progreso de la filosofía experimental en la dirección del clima, aunque sus resultados son en su mayor parte de carácter negativo, ha sido suficiente para excitar las aprensiones del filántropo. Hemos desaprendido muchas fábulas y teorías falsas, y hemos avanzado mucho en ese conocimiento de nuestra ignorancia, que es el único fundamento verdadero de la ciencia positiva”.

El conocimiento de nuestra ignorancia. Ese es un buen punto. Los problemas fundamentales de la medición tienen que ver con la determinación del error que contienen nuestras medidas. Buena parte de la estadística, hasta nuestros días, se aboca a la empresa de cuantificar nuestra incertidumbre.

Pero fuimos más lejos: descubrimos que la incertidumbre no es un asunto exclusivo de nuestros instrumentos de medición ni de cuán bien conseguimos especificar nuestros modelos, sino que forma parte de la propia naturaleza.

Luego, descubrimos que esa incertidumbre de los casos, ese “error” que forma parte de la naturaleza, se produce en el marco de regularidades poblacionales. Esas regularidades asumen formas diversas. Una campana, por ejemplo. O una mariposa.

No sos tan importante

Sobre el final de la última campaña electoral uruguaya, el candidato a la presidencia (devenido presidente electo) Yamandú Orsi hizo una afirmación de la mayor trascendencia: “No sos tan importante”. Su profundidad no se vincula al contexto en que la pronunció –la insistencia de un candidato a periodista (devenido bufón) para que le concediera una entrevista–. En general, ninguno de nosotros es tan importante.

Ese ha sido uno de los mayores descubrimientos en Occidente durante los últimos siglos, a cuya reiterada consideración hice referencia al inicio de esta entrega. Está implícito en la ley de los grandes números, en la segunda ley de la termodinámica y en el principio de indeterminación de Heisenberg.4 También en la selección natural, así como en esa parte de la naturaleza que llamamos cultura.5

Por caminos diversos, distintos grupos de investigadores (como Poincaré, Lorenz y otros en el caso que nos ocupa) han descubierto que resulta muy difícil predecir con exactitud el estado de un elemento particular, pero sí prever el estado del conjunto de elementos del que aquel forma parte.

Habitamos un universo localmente caótico, pero globalmente regular. No somos capaces de conocer la trayectoria exacta de cada partícula o de saber qué individuo, en concreto, prosperará en una población dada. Pero sí podemos postular leyes y mecanismos que nos permiten predecir el estado global de las colecciones de elementos de las que aquellos forman parte.

Desde una perspectiva individualista, este gran descubrimiento no parece un buen sucedáneo de aquello que motivó nuestras primeras indagaciones: nos interesa saber si en la próxima tirada la moneda caerá en cara o en cruz, no que en el largo plazo caerá la mitad de las veces cara y la otra mitad cruz. Pero así parece funcionar el universo.

Por lo demás, como alertaba Wright ya en 1857, si pudiéramos predecir el estado o comportamiento de cualquier elemento con absoluta precisión, nuestro mundo fenoménico sería fatalmente monótono y aburrido. Así que no te preocupes por si el próximo fin de semana lloverá o no lloverá, y disfruta de este mundo localmente incierto.


  1. Llegó a esbozar una hipótesis respecto del surgimiento de la vida y su variabilidad: “...la clasificación de las formas orgánicas no presenta al naturalista la estructura de un desarrollo regular aunque incompleto, sino la forma quebrada y fragmentaria de una rutina. Podemos [...] suponer que la creación de estas formas orgánicas que constituyen este sistema fragmentario se efectuó en medio de una tormenta elemental, una confusión regulada, que unió todas las condiciones externas que las más altas capacidades y las más altas variedades de vida organizada requieren, para su más completo desarrollo. Y que cuando la tormenta descendió a una diversidad más simple pero menos amable –en el clima– órdenes completos y géneros y especies se hundieron con ella desde los rangos de posibles formas orgánicas”. El clima, caído de su alto estado, no más capaz de desarrollar, mucho menos de crear nuevas formas, sólo puede sostener aquellas que quedan a su cuidado”. 

  2. La referencia a las consecuencias de llegar a conocer cómo funciona la mente humana abona, en el presente, la incertidumbre respecto de lo que sucederá con la llamada inteligencia artificial. Ya no cuando conocemos cómo funcionan las neuronas, sino cuando podemos emular su funcionamiento, programando una máquina. Dedicamos varias entregas al tema. 

  3. La anécdota guarda una enorme similitud con la que, sólo 13 años más tarde, protagonizaron Bertrand Russell y Gottlob Frege. Te animo a que busques al respecto. 

  4. En la teoría del caos, la impredecibilidad surge de un determinismo clásico extremadamente sensible a variaciones mínimas en las condiciones iniciales. Pero en principio el sistema es determinista. Mientras tanto, en la mecánica cuántica, la imposibilidad de conocer la posición exacta del electrón es una limitación fundamental (principio de indeterminación de y naturaleza probabilística de la función de onda). Aquí existe un componente de aleatoriedad intrínseca, no sólo complejidad de un sistema determinista. 

  5. La teoría del caos ha demostrado su utilidad para explicar alzas o desplomes extraordinarios en la bolsa, corridas bancarias e incluso la fijación de precios. Más allá del espacio económico, seguramente tenga mucho para aportar en la comprensión de fenómenos como la propagación exponencial de rumores, las modas y otros fenómenos culturales. 

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