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Mientras contamos los muertos

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Aquel 11 de setiembre yo estaba recostado en el sillón de casa. Se estrellaban los aviones en las Torres Gemelas y la incredulidad se adueñaba de todos los que lo veíamos en la tevé. El país más poderoso del mundo, vulnerable, expuesto. El terrorismo podía alcanzar a todos, y ese mismo terror fue generando un clima de miedo intolerable.

A las 72 horas del atentado, George W Bush solicitó al Congreso la autorización expresa al presidente de Estados Unidos del uso de “todas las fuerzas que sean necesarias y apropiadas contra aquellas naciones, organizaciones o personas que él determine hubieran planificado, autorizado, cometido o colaborado con los ataques terroristas”, o “albergado tales organizaciones o personas”. De los 519 legisladores de aquel momento, sólo una representante de California votó en contra de la “guerra al terror”. Barbara Lee (mujer y negra) justificó su voto: “El 9/11 cambió el mundo. Nuestros peores miedos ahora nos persiguen. Pensemos un minuto en lo que estamos haciendo si aprobamos estas potestades. No nos convirtamos en el diablo que deploramos”.

Después de su voto, Barbara fue humillada, amenazada de muerte y tratada de antipatriota por una sociedad que, paralizada por el miedo y el enojo, entregaba un cheque en blanco al presidente. Barbara fue una visionaria tan sensata como solitaria, que previó lo que sucedió en los siguientes 20 años: la emergencia y el miedo colectivo habilitaron poderes enormes que desataron la furia por el mundo y que nunca retrocedieron. Esos poderes permitieron, además de guerras, que el organismo de inteligencia en información de Estados Unidos (la NSA, National Security Agency) desarrollara el mayor programa de vigilancia masiva del mundo utilizando internet y nuestros teléfonos. Así lo develó el ex agente Edward Snowden en 2013.

El lector se preguntará qué tiene que ver esta historia con el momento que vivimos. Paso a explicar. Quizá el mayor y más devastador efecto del coronavirus sea el que tiene sobre nuestra amígdala cerebral, el centro donde se procesan las reacciones emocionales. El enojo y el miedo se procesan allí, regulando procesos que se alejan de lo racional y pueden estar jugándonos una mala pasada al evitarnos evaluar tranquilos todas las cosas que suceden mientras nos ponemos el tapabocas.

No sorprende que las semanas que llevamos de pandemia campee primero la parálisis social, el mirar al costado y comenzar a pensar en que tu vecino pueda ser tu nuevo enemigo. Vamos señalando por la calle cuando salimos, y nos señalan. De a poco vamos perdiendo los rostros, escondidos tras las máscaras, y nos quedamos confinados en casa (los que tenemos casa, los que tenemos el privilegio de poder hacer cuarentena y cumplirla) esperando el sádico conteo de muertos que nos persigue y envuelve. Miramos por las pantallas un mundo que no da pie con bola, con una economía que se despedaza, inmersa en un capitalismo que agoniza multiplicando los pobres. La falta de liderazgos globales, con países que se miran de reojo, una autoridad sanitaria global (léase Organización Mundial de la Salud) muy dinamitada y magra colaboración internacional hacen que nuestra sociedad, acostumbrada a consumir mucho en poco rato y a pensar poco, maneje mal la incertidumbre y reine un intolerable clima de sálvense quien pueda.

Entre lo que parece una ola de amenazas, hay una que poco vigilamos, que se quitó la máscara y ahora es legitimada (y hasta bienvenida) bajo el paraguas de la pandemia: la vigilancia masiva. También hay un muerto que no contamos: nuestra propia vida privada, que entregamos agradecidos, sin siquiera percatarnos de que mañana quizá sea tarde si regalamos nuestras libertades civiles por un virus.

Carta blanca a Gran Hermano

La acumulación de poder que acumulan los gobiernos del mundo encuentra en la historia pocos precedentes. Una suerte de carta blanca de los ciudadanos se ha dispersado por el globo, y los gobernantes, en poco y nada de tiempo, tomaron medidas draconianas sin oposición. Todos para su casa, y salir es reprobado por el gobierno y por nuestros propios vecinos. Ciudades militarizadas, los poderes legislativos y judiciales con manos atadas en decenas de países del mundo. Muchos regímenes usaron la crisis actual para consolidar su poder y obtener otros nuevos. Es terreno muy fértil para regímenes con mayor sesgo autocrático, que permiten coartar la libertad de prensa, pensamiento y expresión. Nadie se queja mientras la descolectivización campea. El miedo al contagio es mayor y vamos entregando voluntariamente nuestros derechos y libertades. La enfermedad covid-19 legitimó prácticas de control y vigilancia que hace unos meses nos habrían horrorizado.

En esta saga, pareciera que los que vieron nacer al nuevo virus fueran vencedores. China y los tigres asiáticos se alzan frente al mundo como ganadores de esta guerra. Todas las gráficas muestran cómo las ahora famosas curvas están chatas y sus sociedades retoman la vida normal. Occidente decidió ir tras sus pasos y lo primero que hizo fue mirar lo que hicieron. Veamos.

Algunos países no necesitaron carta blanca. Ya la tenían impuesta. China es desde hace años un inmenso Gran Hermano con control estatal que rastrea todos los movimientos de sus ciudadanos. Hay ciudades enteras que tienen catalogados a sus habitantes. La información proviene de los smartphones, las tarjetas de crédito, los teléfonos, las millones de cámaras de videovigilancia. Toda la información en bancos gigantes es cruzada y almacenada, lo que les permitió generar con facilidad aplicaciones con códigos QR y controlar la movilidad en el transporte público de los ciudadanos. Si tenés color verde, pasás. Si tenés color rojo, no.

Sus vecinos de Corea del Sur reportan que no llegaron a tanto. Sin embargo, aceptan que su estrategia fue la vigilancia y el testeo masivo, con una competencia despiadada entre las empresas que la ofrecen. El doctor Kim Woo-joo, uno de los referentes sanitarios, declaró en marzo que su país optó por violar algunas libertades personales durante el contexto sanitario. Con tranquilidad asumió: “Rastreamos ubicaciones para vulnerar la privacidad de la gente”. Si estás en cuarentena (que no es obligatoria como en China), una app te rastrea y hace vibrar tu celular si te alejás de tu casa. También el ciudadano debe registrar todos días sus síntomas, y las autoridades lo contactan si no lo hace. Afirmó que “cada país está manejando la situación según su cultura y sus tradiciones”. Me hizo acordar mucho a la última columna de Paul Preciado, quien desde España postula: “Dime cómo tu comunidad construye su soberanía política y te diré qué formas tomarán tus epidemias y cómo las afrontarás”.

Lo interesante es que, aunque se declaren ganadores y pareciera que lo peor ya pasó allí, esto está por verse. ¿Es la vigilancia masiva la vacuna digital para el coronavirus? Todavía resta probar que privar de sus libertades a los pobladores y vigilarlos de este modo funciona, y cuán efectivos son estos métodos para mantener la pandemia controlada. Y si el remedio no fue peor que la enfermedad.

Tampoco los datos son tan transparentes. ¿Acható la curva China tanto como muestran las estadísticas oficiales? Muchos reporteros independientes fueron expulsados del país, y hay razones para sospechar que la realidad sea otra. Eso es lo que denunció Amnistía Internacional en marzo, cuando notó la expulsión de reporteros desde China, Hong Kong y Macao. Se suman también las dudas que generaron los movimientos de familias enterrando sus muertos al terminar el aislamiento de la región de Wuhan: el reporte de entierros masivos pone en cuestión las cifras de fallecidos. Conforme se van levantando las cuarentenas en Asia, surgen reportes de nuevas oleadas de infecciones y nadie puede decir que esto no pueda pasar en cualquier otra parte del mundo. Hong Kong y Singapur ya las vivieron.

A Occidente llegaron el virus y también los métodos. Los países occidentales, antes reacios a vigilancias extremas, están liberando restricciones para que apps puedan acceder a nuestra privacidad, con la misma razón sanitaria como excusa. España avisa que 40 millones de teléfonos ayudarán a su plan de rastreo de casos. Alemania lanzará apps que rastrean casos de covid-19, y si un usuario da positivo avisan a todos sus contactos. Un botón de pánico. En Rusia, sistemas multimodales remedan cibergulags, dirigidos desde el Kremlin, con cientos de miles de cámaras que ya escrutan Moscú. En Israel, el primer ministro Benjamin Netanyahu aprobó el uso de datos secretos de los smartphones para rastrear la epidemia; los ciudadanos que violen la cuarentena domiciliaria sanitaria pueden enfrentar meses de prisión. También ordenó el cierre de todos los tribunales, incluso las que tenía planificado visitar por acusaciones de corrupción.

El gobierno de Irán, país que está sufriendo una alta tasa de contagios y muertes por covid-19, lanzó una app que deriva al Ministerio de Información la localización en tiempo real de sus ciudadanos, sin explicación de para qué se usará, quién tendrá acceso y dónde y cuánto se almacenará la información. El Parlamento armenio autorizó por ley el acceso a datos similares de los teléfonos y también a información médica de los expuestos al virus. En India, se lanzaron en el último mes decenas de apps para colectar datos biométricos de sus ciudadanos, con poco o ningún soporte legal. Una, en Mangalore, fuerza al posteo obligatorio de una selfie cada 30 minutos para asegurarse de que las personas están en casa. Si no estuvieran allí, las autoridades policiales se harían cargo, sin aclarar muy bien cómo. La vigilancia en ese país se suma a nuevos reportes de fobia entre religiones y odios eternos. Interesante combo para 1.300 millones de personas encerradas.

Más cerca, en Bolivia, se optó por el uso de tobilleras: “Se ha aprobado que las personas que estén en sus domicilios usen estas tobilleras, que tienen un chip que nos permitirá monitorear su ubicación”, señaló la autoridad a los periodistas. Sin embargo, las tobilleras serían innecesarias, puesto que los smartphones funcionan como tales y no tiene que comprarlos el Estado.

Poco se habla, pero no hay algo similar a privacidad cuando hablamos de estos dispositivos. Mientras escribo esto, mi smartphone está enviando mi locación precisa a muchas empresas. Cualquiera que obtenga acceso a mi teléfono (el que le di yo mismo al instalar todas las apps que tengo) puede rastrear mi historia desde hoy hasta 2008, cuando eclosionaron las redes sociales y la NSA ajustaba su red de vigilancia. Mi teléfono, como el tuyo, es un verdadero espía. Así lo definió el periódico The New York Times en una pormenorizada investigación que publicó en diciembre de 2019, en una fecha cercana al natalicio del virus SARS-Cov-2.

La vigilancia puede terminar metida en nuestros cuerpos con sensores biométricos. Pensemos en que ya hay relojes pulsera con capacidad de detectar ritmo cardíaco, medir la temperatura corporal, la presión arterial, el potasio, los niveles de oxígeno, las respiraciones, la actividad corporal y tantos aspectos más. Si sumamos el smartphone, ampliamos los controles de la retina y de la piel, la evaluación de la función pulmonar, el ultrasonido de mi cuerpo, las teleconsultas, el acceso a mis notas y, eventualmente, a mi historia clínica electrónica completa. Todo en el telefonito. Ya hay tecnología que permitiría medir tu frecuencia cardíaca y temperatura en vivo durante una videollamada. Dentro de poco esa inútil medición en la frente de los aeropuertos quedará obsoleta.

Imaginen lo que podrían hacer con esta tecnología gobiernos que ya muestran un autoritarismo más desnudo, que también se relamen mientras contamos muertos. Ya se habla de “golpes de coronavirus”, como en el caso de Hungría, donde el presidente Viktor Orbán usó la crisis para tomar superpoderes y gobernar por decreto hasta nuevo aviso. En Filipinas se dio la orden de disparar a muerte a quienes violen las normas de confinamiento, denunció Amnistía Internacional. Imaginen este grado de control wi-fi si los gobiernos tienen carta blanca y sin control ciudadano.

Las big tech de Silicon Valley al acecho

El sistema de salud es el mayor negocio del mundo, y Silicon Valley no podía estar ajeno. Peter Diamandis publicó este año el libro El futuro es más rápido de lo que piensas, que pronostica que para 2030 todo el sistema de salud será dirigido por las principales compañías big tech: Amazon, Apple y Google.

Un informe de Bloomberg publicado el 10 de abril reportó que Apple y Google (en un hecho sin precedentes entre archirrivales) están cooperando para rastrear datos de tres billones de personas. Un tercio de la población mundial compartirá sus datos de forma pública y gratuita con el consentimiento “he leído y acepto...”, que nunca leemos y siempre aceptamos, para dar gratis (encima eso) información personal para combatir la pandemia.

En Reino Unido se liberaron documentos confidenciales que muestran que las firmas tecnológicas están usando información confidencial de pacientes para construir un datastore de covid-19. Aunque sea anonimizada, es información sensible y confidencial: incluso en manos del gobierno pone en riesgo la privacidad. La entrada de las big tech al corazón de los datos gubernamentales pareciera materializarse a rápidos pasos conforme vivimos la pandemia. El plan para rastrear casos ya está en marcha en aquel país.

Los primeros días de abril, Google puso en línea un servicio para que veamos “cómo tu comunidad se mueve ante covid-19”. Accediendo a su página es posible visualizar los datos agregados de todos los países del mundo donde el gigante tecnológico accede mediante sus múltiples apps y prestaciones “gratuitas”. Una excepción es China, claro está (ellos tienen sus propios googles). Así, podemos comparar los movimientos de nuestra población del mes de marzo con una línea de base marcada en enero, ver cuánto más o menos los ciudadanos fuimos a nuestros lugares de trabajo, estaciones de transporte, lugares recreativos, farmacias, supermercados y parques, y los movimientos a nuestros hogares. Ya sabemos de dónde vienen esos datos: se los dimos nosotros a Google al aceptar las condiciones de uso para que hoy desde California nos vigilen.

Google ya sabe todos nuestros pasos desde hace años. Ahora la covid-19 la legitima, y nosotros, agradecidos. ¿No son tiernos los avisos que nos envía de los kilómetros que hicimos el año pasado por el mundo, los lugares que visitamos y las personas que conocimos? No fue noticia, pero es bueno recordar que desde 2019 sabemos que Google escucha nuestras conversaciones y también accedió a millones de historias clínicas electrónicas fuera del ojo público. Tener tanta confianza en Google es, cuanto menos, arriesgado.

Aunque declaren en la misma página que mantienen tus datos privados anonimizados y seguros, vale preguntarse a dónde va la información luego de que damos clic en “acepto”. En Estados Unidos, por ejemplo, no hay legislación de privacidad básica de protección de datos. Las tecnologías cruzan fronteras, mientras que las legislaciones no lo hacen, siempre van rezagadas. Por eso esta crisis ya agitó el avispero y aparece el déjà vu del 9/11.

Jared Kushner, asesor y yerno del presidente de Estados Unidos, Donald Trump, está tratando de establecer su sistema de vigilancia nacional específico para la covid-19. Aunque la mayor parte de su alcance es un misterio, ya legisladores reaccionaron solicitando explicaciones acerca de la privacidad violada y la falta de transparencia en el proceso. Legisladores estadounidenses temen que esto socave ad aeternum la privacidad sanitaria y las libertades civiles, y que la confidencialidad y seguridad de esta información sea violada, convirtiéndose en el nuevo statu quo. Senadores demócratas piden a gritos y en carta firmada explicaciones de cómo, quién y para qué se utilizarán estas bases de datos. Hay rumores y miedos de que empresas relacionadas con Google utilicen herramientas para registrar a todos los pacientes con covid-19. Googleen.

Por todo esto es que Edward Snowden explica que lo que se está construyendo ante nuestros ojos y venia es la nueva arquitectura de la opresión. Los datos que están recabando los gobiernos (con la ayuda de las grandes corporaciones) los tendrá alguien –vaya a saber quién– hasta que un día alguien abuse de ellos. Si no se pone un freno, todos estos datos pueden automatizarse y determinar quién tendrá trabajo, quién recibirá un préstamo, quién irá a casa y quién tendrá hogar y quién no.

Si estos sistemas no se controlan, nos controlarán. Hasta los discursos. Lo que se dice y lo que no, como hicieron Facebook y Twitter al censurar al presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, el mes pasado. Está bien, puede que diga “disparates” (declaro además que estoy en las antípodas de sus opiniones), pero es un presidente que accedió a su cargo por el voto popular, y que Mark Zuckerberg decida el filtro de lo que se dice y lo que no encierra una carta blanca peligrosísima.

1984, una canción de cuna

Comentando lo que sucede, un amigo colombiano me dijo que una sociedad orwelliana podría parecer un idilio si se dejan las cosas a su libre albedrío. Si nuestras sociedades legitiman la vigilancia masiva por esta causa sanitaria, sin control, el riesgo de que estas medidas nos acompañen es alto, sobre todo si no pensamos y evaluamos bien el mundo pospandemia covid-19 que queremos. Puede que nuestros nietos y los nietos de ellos la hereden. No podemos dejarles este legado.

Lo que se hace en tiempos de crisis suele perdurar. Siempre hay urgencias y emergencias o crisis que pueden surgir. Por ejemplo, ya investigadores postulan que la dinámica de este virus hace que aunque se declare eliminado, las medidas de vigilancia pública serían necesarias hasta 2024 y el distanciamiento social (total o intermitente) se requeriría hasta 2022. Los gobiernos pasan, los datos registrados y las corporaciones que lucran con ellas quedan.

Tenemos opciones en este momento bisagra de la humanidad. El tiempo irá mostrando qué opciones de salud pública son las mejores para controlar pandemias. No abracemos serpientes. Yuval Noah Harari piensa que la elección será entre la vigilancia totalitaria y el empoderamiento de los ciudadanos y las sociedades con colaboración internacional. Lavarse las manos porque estás educado para hacerlo versus obligarme a la videollamada para vigilar que me las lavo en el baño de mi trabajo o de mi casa. No caigamos en la trampa de pensar que es lo único que hay que hacer. Hay ejemplos positivos de control sanitario de la covid-19 que apuestan por lo segundo. Miremos a Suecia, Portugal, Grecia, Islandia. No pensemos que las soluciones sanitarias tienen que pasar sí o sí por la vigilancia extrema y sin controlar a quienes controlan. Eso está por demostrarse. Tengamos pánico a los botones de pánico.

Vendrán diferentes olas de covid-19 y otras pandemias. Siempre las hubo. Es necesario abrir los ojos y reconocer que con miedo es muy fácil manipularnos. Debemos recordar a Barbara Lee y su aislado voto en contra el 14 de setiembre de 2001, para no repetir errores. Las libertades civiles, el poder que se entrega a los estados y qué democracia queda es la pregunta central de esta crisis sanitaria. Como me dijo un colega: “Autoritarismo, aislacionismo, nacionalismo; todas son plagas mayores que la covid-19”. La vigilancia masiva, sin control ni límites, los amalgama. Está en nosotros vigilarla.

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