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Parque canino en rambla Presidente Wilson y Bulevar Artigas, el sábado.

Foto: Federico Gutiérrez

De parques, correas y patentes

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La mascota y su contexto.

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Hace 15 días la intendencia capitalina dio a conocer la reapertura del parque canino ubicado en la rambla Presidente Wilson y Bulevar Artigas. Creado allá por 2018 gracias a una iniciativa ciudadana presentada en el ciclo de ideas Montevideo Decide, este espacio destinado al esparcimiento controlado del animal doméstico es cerrado, con horarios fijos –de 8.00 a 12.00 y de 17.00 a 21.00–, cuenta con un cuidador y reglas básicas, como “no llevar comida para la mascota ni su dueño, no ingresar con más de dos perros por persona, recoger las heces y tirarlas en los recipientes previstos. Además, los animales deben estar vacunados y desparasitados y si son de gran porte o potencialmente peligrosos deben tener bozal”.

Debido a la situación sanitaria, la reapertura sumó otras medidas preventivas a los requisitos ya establecidos. Sólo se permitirá un máximo de 15 personas dentro del recinto, cada perro deberá ingresar con una sola persona, se prohibirá el uso de bebederos y el tiempo máximo de permanencia no deberá superar los 15 minutos.

Desde hace un tiempo, a nivel institucional se ha comenzado a tirar este tipo de guiños al mundo mascotero. De hecho, la propia intendencia anunció, a comienzos de año, que tanto perros como gatos podrían ingresar, tutelados, al palacio municipal. La idea era hacer el edificio más amable con los contribuyentes, tomando en cuenta que la relación que tienen los seres humanos con las mascotas ha ido evolucionando.

Obviamente, las políticas dirigidas a la convivencia ciudadana con sus animales de compañía son siempre bienvenidas, aunque aún parece que las iniciativas y las resoluciones no van necesariamente acompañadas de un criterio único que otorgue beneficios y obligaciones.

En algunos países no sólo se quedan en abrir parques o dictaminar cómo tiene que transitar un perro en la vía pública, sino que se centran en cuestiones que ayudan indirectamente a evitar accidentes. The Yellow Dog Project establece un código de colores en los collares y las correas, con el fin de avisar del carácter del perro que uno pasea. Al darle significado a cada color, las personas de antemano sabrán si deben o no interactuar con él, si es miedoso, agresivo, amable, está en celo, etcétera. Con ese criterio, el color rojo significa precaución, quiere decir que no debemos acercarnos a estos perros; el naranja avisa que no se lleva bien con otros perros; el amarillo nos alerta sobre un comportamiento nervioso, impredecible; el verde informa de un animal amistoso y el azul sugiere no molestarlo.

Más cerca, en Buenos Aires, al menos previo a la cuarentena interminable también existían medidas que intentaban contemplar las demandas mascoteriles, habilitando el uso del subte con ellas los sábados, domingos y feriados luego de las 13.00. Lógicamente, tales beneficios están sujetos a obligaciones que ayudan no sólo a controlar la salud del animal, sino a crear un registro que agrupe a las mascotas y sus dueños con el fin de tener una población cuyas responsabilidades podrán ser monitoreadas. Se trata de iniciativas que pueden servir tanto para acceder a ciertos beneficios como para hacerse cargo de incumplimientos en cuanto a la tenencia responsable y el bienestar animal.

En Uruguay no existen estímulos claros que promuevan la inserción de las mascotas en la ciudad. Por el contrario, hay obligaciones que no parecen verse reflejadas en la vida cotidiana. Sí, hablamos de la famosa patente. Cada año nos vemos obligados a pagar una suma de dinero no menor para recibir medicaciones destinadas a desparasitar al animal, y nada más. Alguno podrá decir que ese dinero se vuelca a la prevención de enfermedades zoonóticas y a subsidiar castraciones por los barrios. Sin embargo, desconocemos cómo resultan esos objetivos: ¿cómo afectó a la población canina de determinado barrio la esterilización de los animales?, ¿se detuvo el crecimiento?, ¿aumentó?

Quizás sea un buen momento para ofrecer beneficios reales y tangibles. Por ejemplo, que al pagar la famosa patente el animal reciba la vacuna antirrábica (una enfermedad que no debería depender de la buena disposición del tenedor de mascotas, sino del Estado). Además, se podrían habilitar medios de transporte los fines de semana para que la gente pueda ir con el bicho desde su barrio a la rambla, por ejemplo. De esa manera, seguramente la cantidad de personas que acceda a pagar la patente sea muchísimo más que el escaso 10% actual.

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