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Federico Kukso.

Foto: Alejandra López

Un sentido de la presencia: el periodista científico Federico Kukso, autor de Odorama, una historia cultural del olor

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“Cuando pensamos en la capa de gases que envuelve al planeta y que respiramos, la pensamos en singular. Pero a lo largo de la historia de la Tierra hubo varias, de distinta composición, un pequeño gran detalle que los viajeros del tiempo deberían tener en consideración. La pestilencia era tal que, como recuerdan Lynn Margulis y Dorian Sagan en su libro Microcosmos: Four Billion Years of Microbial Evolution, varios geólogos han llamado Big Belch (“el Gran Eructo”) a la liberación de gases atrapados en el interior de la Tierra por parte de la actividad tectónica, al tiempo que el planeta giraba a gran velocidad en ciclos de días y noches de cinco horas cada uno”, se lee en las primeras páginas de Odorama: historia cultural del olor (Taurus/Penguin Random House, 2019), del periodista argentino Federico Kukso.

Podría decirse que la idea del libro lo invadió como el miasma de un pantano, que lo enfermó de curiosidad y lo mantuvo alrededor de tres años en una dimensión paralela, desatendida, hurgando qué hay detrás de un olor. Pero Kukso, formado en historia de la ciencia en la Universidad de Harvard y en el MIT, describe un escenario más prosaico, de fragancia persistente. “Surgió cuando vivía en una ciudad cerca de Boston, Cambridge, y en todos lados había olor a canela. Si bien no es algo que desconozcamos los rioplatenses, no está en la abundancia que está en Estados Unidos. Una cosa llevó a la otra y de repente me encontraba yendo a laboratorios, entrevistando a artistas, a sociólogos, a antropólogos, leyendo libros de historia... Es una mirada casi exploratoria, como si fuese una excavación arqueológica; sentía que estaba excavando historias. Recién ahora vengo a racionalizar que tuve una relación con el olfato desde muy chico, porque mi mamá es obstetra y mi papá es otorrinolaringólogo, y la biblioteca de mi casa paterna está llena de libros médicos”.

Odorama terminó saliendo, de manera fortuita, cuando empezaba la pandemia, que puede tener entre los primeros síntomas la pérdida temporal del olfato. Ese dato no despertó mayor alarma y enseguida se dijo “ya nos vamos a volver a abrazar” pero nadie dijo “ya nos vamos a volver a oler”.

Fijate que ese comentario te marca cómo el olfato y el olor, en especial en Occidente, están muy olvidados. Es un sentido acallado, desvalorizado intelectualmente. Por ejemplo, ahora, estamos hablando por teléfono mediados por un río y yo no te huelo a vos ni vos a mí. En una situación de entrevista cara a cara, imaginate si estuviéramos tomando un café y vos me sentís mucho olor a transpiración: tu juicio de valor hacia mí sería distinto. El olfato es un sentido de la presencia, de la cercanía. Salvo que sea un incendio, vos no podés saber cómo huele una persona a miles de kilómetros. El gran interés que tengo es tratar de ver, cada vez que voy a un lugar, qué olor tiene. Si no hay un olor, como en los sitios totalmente sanitarizados, los hospitales, los aeropuertos, esa ausencia también habla.

Olor femenino, octubre de 1974

Fijás en la Ilustración el comienzo de ese ninguneo hacia el olfato, y citás a Kant cuando lo trata de “sentido dispensable”. Se esconde, a la vez, un atributo asimilado a lo salvaje. En Parasite, la última película ganadora del Oscar, es muy claro el desprecio por el “olor a pobre”.

La película, que salió mucho después de que terminé el libro, ejemplifica los prejuicios olfativos de los que hablo: del olor del negro, del olor del pobre, del olor del inmigrante. En el Río de la Plata y en Brasil ahora la olvidamos, pero había una palabra muy fuerte, “catinga”, que era el olor del afroamericano, el olor del negro, de una manera despectiva. En verdad, el gran mensaje de esa película es que no importa que te cambies de ropa y de modales, tu “olor de clase”, por así decirlo, tu olor de pertenencia, se revela. El olor como una revelación de tu naturaleza más íntima. Hay un momento en que el nene de la familia rica le dice al padre que huelen mal, que es el olor del subte.

Uno tiene con los olores una relación perceptiva de “huele bien” o “huele mal”, casi dicotómica, pero el olor tiene muchas dimensiones. Eso quería rescatar: mostrar que detrás de cada olor hay una biografía, hay política. Me imagino que hay olores particulares de Uruguay. La nación también se construye a partir de los olores compartidos.

Emerge en varios tramos la fetidez de las ciudades: el Támesis como la gran cloaca de Londres, por ejemplo. Y en tu recorrido vas dando cuenta de que en diferentes coordenadas históricas tanto las diversas versiones de infierno como la enfermedad y la miseria están marcadas por el mal olor.

Es una construcción cultural, porque, ¿qué es lo que una sociedad determina qué huele mal? Yo no fui al sudeste asiático, pero me dicen mis amigos que las ciudades apestan, y la gente convive. Eso está muy analizado en estudios con chicos, desde que nacen hasta los tres años, porque en ese momento los pibes todavía no identifican que un olor es malo, hasta que la madre, la cultura, se los mete diciendo “olor a caca”. A los nenes hay olores que no les molestan. A mí me fascina cómo una sociedad construye qué huele bien y cómo eso nos atraviesa.

A medida que avanzan las anécdotas de Odorama, se repite que el olor tiene un obstáculo, que es algo inasible, pasajero. Sin embargo, rescatás a varios cazadores: algunos que querían atrapar ciertos olores para erradicarlos, otros que pretendían registrarlos. ¿Qué personajes te sedujeron más durante la investigación?

Lo más interesante de una exploración histórica de los olores es darte cuenta de que los sentidos no son de la misma manera en todas las épocas. O sea, la manera en que ahora vemos, tocamos, olemos, no es una constante histórica. Cada época tiene una sensibilidad propia. Y en la Revolución Francesa hay un momento, que cuento, con el surgimiento de la figura de los higienistas, y sobre todo con la revolución científica, con el estudio de los gases, con Lavoisier, cuando se descubren el oxígeno, el ozono, el nitrógeno. En el siglo XVII y en el XVIII la química empieza a clasificar los olores; hasta entonces la gente estaba acostumbrada a vivir con invasiones pestilentes. Quizás fue una acumulación de situaciones: surgen el microscopio y el telescopio, se entroniza a la visión y al olor se lo deja de lado. Como Kant, una cantidad de filósofos desprecian el sentido del olfato y ponen la razón y la mirada como el medio de explorar el mundo.

John William Waterhouse, The Soul of the Rose, 1903

Y de repente empiezan a surgir estos hombres y mujeres, los higienistas, que no solamente buscan limpiar la ciudad de malos olores, a los que se asocia con la enfermedad, sino que también empiezan a asociar que lo que huele mal es condenable, es el pecado. En París se tiran barrios completos –esto es muy Los miserables–, las callejuelas estrechas, para empezar a construir las grandes avenidas con el concepto de airear la ciudad. Surgen las plazas, los parques. Hubo un movimiento muy potente también en el Río de la Plata. Es el higienista el que empieza a tener esta concepción moral de que es el inmigrante que huele mal el que trae la enfermedad y al que hay que poner en barrios aparte. El concepto de la higiene, no sólo del cuerpo, tiene detrás una concepción moral.

Hay un montón de cazadores, incluso en la actualidad, que buscan concebir los olores como patrimonio intangible. Estuve en Versalles, donde está la Osmoteca, que guarda perfumes de fórmulas. Después hay artistas que buscan, de alguna manera imperfecta, coleccionar olores: el de una zapatilla, por ejemplo, en una lucha permanente contra el olvido.

Uno de los efectos que estoy viendo del libro es que el lector piense cuáles son los olores que marcan su vida. Es muy difícil de delimitar, pero siempre me pongo en el rol de un historiador en el siglo XXV, que está tratando de pensar cómo eran Argentina o Uruguay en el siglo XXI: imaginate si no tuviese noción del mate, que es un olor que nos une; la descripción de la sociedad sería incompleta. Me parece importante también concebir esos olores que dejan de existir.

Es gracioso cómo, al tratar de reconstruir el olor del espacio, reunís testimonios de astronautas y científicos, y la conclusión es que ahí afuera huele parecido a metal y a asado.

Porque tenemos una relación visual, tendemos a privilegiar lo icónico. Tené en cuenta que el olor es química; son enjambres, nubes de moléculas que no vemos (¡imaginate si pudiésemos ver los olores!). Eso pasa en el universo: está lleno de compuestos químicos, y hay registros de Buzz Aldrin, de Neil Armstrong, de cuando volvieron al módulo lunar, se sacaron los trajes y pudieron oler; hay descripciones de cómo huele la Luna. Ahora hay de Venus: huele a huevo podrido. Y así con cada cuerpo celeste. Pero, a ver, no concebimos los personajes históricos en términos de olores. ¿Cómo olía Artigas? ¿Cómo olía San Martín? Son preguntas de las que quizás no tengamos respuestas; pero si tenés en cuenta que un ser humano transpira, que en ese momento no existían los antitranspirantes, que el champú recién se inventó a fines del siglo XIX, que el dentífrico tampoco existía, vos te podés más o menos imaginar una escena. Y me parece que está bueno ese juego, porque te acerca a esos personajes, que casi siempre son retratados como si fuesen asexuados, como individuos que no iban al baño, y hace que sus logros sean más importantes.

En contraste, como contás, Napoleón dejó muchísimos registros, como apasionado de los perfumes pero también del olor de su amada, como cuando le escribe que llegará en tres días y en la línea siguiente le ordena que lo espere sin lavarse.

De Napoléon hay ejemplos desde la burocracia, de facturas de compras de agua de colonia a distintos lugares, hasta lo que le dice a Joséphine a través de cartas. Esto también se puede recrear con el olor de la comida, viendo cuáles abundaban en esa época. Es un ejercicio mental, pero hay registros, y si tenemos en cuenta cómo te influye el olor del café, por decir algo, cómo habrán cambiado las ideas de las personas. Acá durante la revolución había chocolate caliente y el olor de ciertas comidas mezclado con la putrefacción de la propia ciudad. Todos conocemos los efectos psicológicos que tienen los olores, pero hay una tendencia histórica a correr esta información de lado.

¿No te asombró la presencia constante que tiene el incienso desde la Antigüedad?

Me llamó la atención la fisicalidad del incienso: en todas las religiones se equipara esta cosa de elevar la plegaria, como si estuvieses en diálogo con algo que está arriba con ese humo. Es interesante cómo está esa percepción del “olor a iglesia”, cuando en Oriente, en Vietnam, en muchas religiones, se habla con los parientes a través del incienso. Pero no sólo eso, sino que produjo un comercio tal que había una ruta del incienso que bordeaba Arabia. Los egipcios, que también tenían una relación muy fuerte con el incienso, empezaron a negociar. Yo soy ateo, pero uno recuerda a los Reyes Magos yendo a obsequiar la mirra a ese niño por nacer. Le llevan un regalo olfativo.

En el capítulo de América y en el de la ruta de la seda me interesó cómo los olores también impulsaron grandes viajes de descubrimiento. Vos abrís la alacena de tu casa y el orégano, la pimienta, cada producto, cada objeto, tiene una historia.

Vas tras un rastro olfativo que muchas veces te lleva a hablar de sabores, incluso de los que nunca vamos a probar, por lejanos o por extinguidos.

Fijate que el sabor es casi 80% olfativo. Por eso también, cuando se habla de anomia, en caso de la covid-19, se habla de una pérdida del olfato y del gusto. Lo “bueno” –lo he hablado porque escribí una nota la semana pasada para Le Monde Diplomatique– es cómo se lo está revalorizando. Pese a estar en el siglo XXI, se sabe poco científicamente del olfato, porque se han dejado de lado las investigaciones, y ahora, como es uno de los síntomas tempranos de esta enfermedad, quizás empiece a tener un rol más importante.

Justo salió hace poco un documental sobre el líder de la banda INXS, que a raíz de un golpe había perdido esos sentidos, pero era un drama íntimo, desconocido fuera de su círculo.

Hay una película de 2011 que recomiendo buscar; se llama Perfect Sense, con Ewan McGregor, que es un cocinero, y Eva Green, que hace de una epidemióloga, y cuenta la historia de una pandemia que les va quitando a las personas un sentido a la vez. Casi siempre la gente dice “prefiero perder el olfato y no la vista”, pero es interesante lo que pasa con la gente anómica o la que tiene menos detección del olor: sufre mucha depresión, tiene problemas de sociabilidad; imaginate estar todo el tiempo sin saber si olés mal, cómo vas a una cita, no podés oler a tu bebé, a tus amigos, y también hace que toda tu comida, como no sentís, tenga que ser muy calórica y picante. No es solamente que no huelen los malos olores; no huelen una pérdida de gas. No es un sentido accesorio. Incluso se habla de que es uno de los primeros sentidos de los organismos, antes de ver. El Homo sapiens nace prácticamente ciego; el primer vínculo que tiene el bebé con la madre es olfativo. Es curioso como la sociedad de Occidente en todo momento ha desprestigiado el olfato. Uno dice “hay olor” y en verdad está diciendo “hay mal olor”. No se habla de explorar el mundo con la nariz, como el perro o el gato. A raíz de la revolución olfativa, los grandes escritores del siglo XIX, Baudelaire, Balzac, Victor Hugo Nietzsche, le dan al olfato un rol que no tuvo hasta ese momento, en que empieza a haber descripciones olfativas. En el siglo XX eso prácticamente desaparece.

Actualmente toda esta comunicación a distancia, como hablábamos al principio, nos preserva pero nos hace perder matices.

Hay un concepto muy lindo en inglés, una especie de nostalgia olfativa: nose-ology. A mí me pasa, quizás más en Argentina que en Uruguay, ya que hay una cuarentena mucho más estricta y hace como dos meses que no veo a mi mamá, que extraño su olor, el olor de sus comidas, y ahora que no se viaja, extrañamos el olor de los lugares. Uno viaja con la nariz, y no es lo mismo que explorar en internet.

Cuando estaba haciendo el libro descubrí que cuando contaba lo que estaba investigando la gente me miraba de una manera extraña, y cuando avanzaba la conversación, veía que cada persona tiene una anécdota con una serie de olores, que quizás nunca compartieron. A mí me atraen las historias mínimas –tengo un libro sobre el baño, un libro infantil, que surgió de la historia del papel higiénico– y estoy trabajando, aún es embrionario, en un libro parecido a Odorama, sobre historias de comidas. Me interesa que la gente se pregunte qué olores marcan la identidad, a qué huele tu ciudad, tu edificio, tu casa. De chico, yo vivía en un tercer piso, y cada piso tenía un olor a comida distinto, porque los olores se impregnan en las paredes. Quiero despertar las narices. Uno tiene esta falsa concepción de que todos olemos el mundo de la misma manera, y no es así. Sobre todo, teniendo en cuenta que las mujeres detectan mejor los olores, y que con los años tu percepción olfativa va decayendo. Y una de las cosas que me fascinan es esta capacidad que tienen los olores de trascender la muerte. No sé si te pasó alguna vez de ir a la casa de alguien querido que falleció, abrir un cajón y oler esa ropa: es como si la persona estuviese viva. Los olores tienen tantas dimensiones que es una lástima que muchos no lo piensen de esa manera.

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