Ayer, casi al mismo tiempo que se sabía de la muerte del dramaturgo y director uruguayo-venezolano Ugo Ulive y del artista y teórico argentino Tomás Maldonado, las redes sociales ardían en discusiones en torno a la figura y la leyenda de Bernardo Bertolucci, fallecido también ayer, a los 77 años.
Fue uno de los grandes directores del cine italiano (de hecho, la agencia Efe lo recuerda como “el último gran maestro”); dirigió a artistas como Robert de Niro, Marlon Brando, Debra Winger, María Schneider, John Malkovich, Gérard Depardieu, Dominique Sanda y Burt Lancaster, entre muchos otros intérpretes de primera línea; ganó el Oscar a mejor película, mejor director y mejor guion en 1988 por El último emperador (película que recogió en total nueve estatuillas de la Academia de Hollywood, además de dos Globos de Oro, un César, un BAFTA y dos premios de la Academia de Cine Italiano); fue premiado con el León de Oro a la trayectoria en Venecia en 2007, con la Palma de Oro en Cannes en 2011 y con el Premio Honorífico del Cine Europeo en 2012, y se le concedieron, entre muchas otras distinciones, la Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes (España, 2001), el Leopardo de Honor (Locarno, Italia, 1997) y la Orden al Mérito de la República Italiana en el grado de Gran Oficial (1988). Pero todo ese reconocimiento, toda la admiración que despierta su obra no puede contra la mancha de vergüenza que él mismo aceptó cargar cuando admitió haber engañado a Maria Schneider para que la humillación y el miedo de su personaje en Último tango en París (1972) no fueran actuados sino sentidos, una decisión estética que pasó por encima de la sensibilidad de la joven actriz (Schneider tenía 19 años) y logró el objetivo de hacer de la famosa escena de la manteca un clásico del cine erótico del siglo XX.
Pero vayamos por partes.
Bernardo nació en Parma, en el norte de Italia, en 1941, en el hogar conformado por el poeta y guionista Attilio Bertolucci y la profesora Ninetta Giovanardi. Su hermano menor, Giuseppe, nacido en 1947 y muerto en 2012, también se dedicó al cine. Dice la leyenda que cuando Bernardo tenía 15 años ya rodaba, con Giuseppe, sus primeros cortos, con una cámara prestada. Su entrada al mundo del cine, sin embargo, se produjo de la mano de Pier Paolo Pasolini, que lo contrató como asistente de dirección para su primer largometraje, Accattone, de 1961. Al año siguiente sería el propio Bertolucci el que debutaría como director con La commare secca. En 1968, una historia creada por él junto con Dario Argento y Sergio Leone condensaría todo el imaginario cinematográfico del western y consagraría a su director, Leone, como el rey del giro spaghetti del género y a Ennio Morricone como su músico por antonomasia.
El salto a la fama de Bernardo Bertolucci, sin embargo, se produjo en 1972, con la mencionada Último tango en París, la historia en la que un viudo reciente, interpretado por Marlon Brando, inicia una relación erótica con una joven actriz a punto de casarse y a la que conoce cuando ambos visitan, con la intención de alquilarlo, el mismo apartamento en París. Maria Schneider, protagonista femenina, dijo muchos años después que se había sentido “un poco violada” tanto por Brando como por Bertolucci, debido a que no le avisaron que sería parte de una escena de sodomía hasta el momento de rodar la película, y que nunca le dijeron cómo sería.
En 1976 se estrenó la monumental Novecento, una larguísima crónica de la historia política de Italia durante la primera mitad del siglo XX narrada a través de la relación de amistad entre dos niños nacidos el mismo día: Olmo Dalcò (Gérard Depardieu), hijo de trabajadores de una hacienda, y Alfredo Berlinghieri (Robert De Niro), nieto del dueño del lugar. La gloria definitiva de Bertolucci llegaría, sin embargo, en 1987 con El último emperador, superproducción basada en la vida de Aisin-Gioro Pu Yi, conocido como Puyi, el último emperador de China antes de la Revolución.
Ahora, cuando acaba de morir, pocos hablan de la bellísima película El cielo protector, de 1990, en la que un veterano Paul Bowles se transforma en la voz narrativa de su propia novela de 1949, The Sheltering Sky, mientras John Malkovich y Debra Winger dan vida a un extravagante matrimonio neoyorkino que busca recuperar, en el ardiente desierto del Sahara, la inspiración, el amor y el deseo. Si tuviera que elegir, esa es la obra de Bertolucci que quisiera ver para recordarlo.