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Grabado para una edición de Frankenstein de 1831. Representa a Victor Frankenstein huyendo del ser que creó.

Máquina célibe

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En la novela de Mary Shelley todo parece arrancado de lo imaginario más crudo. Un homínido de dos metros y medio, hecho de partes ensambladas de distintos cuerpos (corpses) y animado vaya a saber por qué magia tecnológica. Hicimos mal en traer esa cosa al mundo. Somos dioses inmaduros e infantiles, no estamos preparados para lidiar con nuestra imagen y semejanza. Y nuestra criatura, por eso, es vengativa y violenta. No molestemos a la naturaleza, su balance es sabio y antiguo. Hay miles de variables y parámetros que no estamos considerando. Algo va a salir mal. Son advertencias que tienen todos los ingredientes fantasmales de la sensibilidad culta del siglo XIX inglés: no podrían haber sido hechas por el idealismo alemán, digamos, o por la política francesa. Son fantasías técnicas y económicas que entienden que la naturaleza es también un gran sistema complejo o una enorme e intrincada máquina técnica y económica, pero con operadores y ejecutantes infinitamente más astutos y pacientes que los hombres históricos y mortales: leyes naturales o dioses (o extraterrestres tecnológicamente avanzados, según los teóricos de los antiguos astronautas).

El temor y la advertencia romántica a la tecnología adopta siempre un aire teatral. Apunta, en principio, a lo excesivo-sublime, al furor fáustico, al pacto con ese diablo que después va a aparecer a cobrarse la deuda, al desafío arrogante y operístico que el mortal, ebrio de velocidad y poder, lanza a todos los dioses de la creación y la vida. El tema, sacado del nacimiento de la polis clásica y traspuesto al clima industrial del siglo XIX, es griego, y se llama hibris. La intuición romántica entiende que en la tecnología hay algo muy peligroso para la política y el gobierno. Pero el tono de la obra aísla a la máquina y a la inteligencia artificial como criaturas contra natura, monstruos horrendos contra los cuales se volverán las propias fuerzas naturales. Todo ya demasiado sabido. Pero ese mito cumple un papel disuasivo. Para utilizar la expresión de alguien a quien no voy a citar (para que el robo sea perfecto), se diría que la naturaleza está ahí sólo para hacernos creer que todavía hay un afuera de la máquina. Pues en la modernidad la naturaleza y el artificio tecnológico nacen juntos (y juntos morirán, algún día): la naturaleza es tecnológica (vean cómo despliega, desde el Renacimiento, sus máquinas por todas partes: máquinas de respirar, de comer, de desplazarse y de reproducirse, máquinas de fotosíntesis, máquinas biológicas, orgánicas y animadas, máquinas planetarias, máquinas minerales, gaseosas y líquidas) y la tecnología es natural (en el sentido de que siempre amplía, mejora, perfecciona o complementa alguna lógica vital, corporal o metabólica). La inteligencia natural es artificial y la inteligencia artificial es natural. El sueño es que no hay conflicto humano o social que no pueda y no merezca ser resuelto mediante el don de algún dispositivo u objeto técnico. Hay algo de juego infantil de la inteligencia artificial de competir con la naturaleza, es decir, de rivalizar consigo misma, de medirse con su doble y con su propia imagen. Esa tara se llama pulsión y en rigor es una especie de cortocircuito autista que siempre aparece bajo la forma de un plebiscito: ¿Kasparov o Deep Blue? Ahí, entonces, entre la artificialidad de la naturaleza y la naturalidad de la tecnología, se empantana y se olvida esa inteligencia humana, histórica y social, que plantea las cosas en términos de política y gobierno, lenguaje y duelo. El mundo moderno es mucho más extremo que el de los griegos, y su hibris no es la misma.

Si el lenguaje (o el pensamiento) es, entre otras cosas, la lucidez de un duelo y una suspensión, la conciencia de una falla, de un fracaso o de una falta, entonces el artefacto abstracto es una compulsión a la realización. La tecnología siempre busca el atajo. Y con eso digo bastante más de lo que quiero decir. Busca el atajo, como si efectivamente estuviéramos siempre haciendo un rodeo para llegar a nuestro destino, como si la propia historia no fuera más que una insensata y barroca pérdida de tiempo. La tecnología, sin embargo, nos pondría en la tensa línea recta a nuestro destino. No hay por qué demorar más. Todo parece estar siempre urgido por una especie de ansiedad basal, todo se estira indefinidamente en el estrés, en la lógica maestra del debo hacer antes de que, una lógica de suspenso de película de acción: “Tenemos que rescatar a los pasajeros del ómnibus antes de que explote la bomba”. El chantaje de la emergencia, la urgencia y las necesidades naturales.

El bicho de Victor Frankenstein habla menos de la hibris de haber dado vida a la materia muerta que de la hibris paradojal de no haber podido matar o dejar morir. Potencia de realización que esconde una brutal impotencia simbólica. Todo él es un órgano vivo y desesperado, un exceso de vida: proviene de un mundo, anterior a la historia y al lenguaje, en el que las cosas no mueren, ni viven. Un mundo que se clava en este en forma cada vez más invasiva y más trivial. Toda la tragedia estalla y termina cuando el creador desiste de fabricarle al bicho una pareja: ese loop hubiese traído al monstruo al mundo de los mortales. Hubiese dejado de ser, con suerte tal vez, una máquina de vivir.

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