Cada hijo perdido es un conejo enjaulado. Puede que sea una de las pocas extravagancias propias que el director griego Yorgos Lanthimos pudo insuflar en La favorita. Puede que no, ya que es la primera de sus películas en la que no ha escrito el guion. Si hubiera dependido enteramente de él, quizá esos conejos habrían aparecido destazados, como ocurre en La langosta. Ahí también está Rachel Weisz, no como manipuladora de ninguna reina, sino como una célibe obligada al ostracismo del bosque, en un mundo distópico donde el Estado penaliza a quienes no viven en pareja.
Colin Farrell (que ya no es el platinado Alejandro Magno ni el pistolero metafísico de Escondidos en Brujas –esa joya de cámara–, sino un mutante ubicado entre ambos extremos, lo que lo vuelve un imán para directores experimentales que no quieren ir demasiado lejos) le lleva a Weisz esos conejos como sangriento holocausto de seducción y va quebrando, con el subversivo gas sarín de la atracción, ese mundo de casados contra solteros.
La langosta es mucho más que La favorita. Puede comprobarse en Netflix. Y más radical aun es Lanthimos en su película anterior, Colmillo. Puede comprobarse en Qubit. Sí, el precio de la madurez del artista es la decadencia de su audacia, enseñan Rimbaud y Lautréamont (aunque quizás no sea cierto).
En Colmillo una familia mantiene a sus hijos aislados del mundo y los somete a una infantilización permanente de obediencia condicionada. Un gatito atravesado por una tijera de podar y el anuncio de que la madre de la familia dará a luz dos niños y un perro son los zoogramas de esa pieza que también termina con final abierto. Colmillo ganó el premio Una Cierta Mirada en Cannes, La langosta fue Premio del Jurado en ese mismo festival, La favorita compite por el Oscar. La escala habla por sí sola de una decadencia del descaro.
Aunque es griego, Lanthimos recuerda más al austríaco Michael Haneke que al ateniense Theo Angelopoulos, el director con peor suerte del universo (murió en un accidente de tránsito en El Pireo y, años después, todo su archivo fílmico se perdió en los incendios del Ática). Su testamento fue una película genial llamada La eternidad y un día, de la que Angelopoulos sólo puede adjudicarse un tercio del resultado. Otro tercio es de la banda sonora de Eleni Karaindrou y el tercio mayor corresponde a la actuación de su protagonista, Bruno Ganz. La muerte de Ganz, el 16 de febrero, dividió, a su vez, a la humanidad en tres tribus. Quienes postearon su adiós como uno de los ángeles de Alas del deseo, de Wim Wenders; los que lo hicieron con la imagen del Adolf Hitler de La caída; y quienes optaron por un escritor moribundo que pasea su perro por la rambla de Tesalónica. Estos últimos extrañaron que no exista ya el Video Imagen Club, de Ronald Melzer, para poder alquilar La eternidad y un día y velar a Ganz como es debido.