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Militancia e informalismo: “Teresa Vila. Arte y tiempo”, en el Museo Blanes hasta el 3 de marzo

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En 1966, la crítica María Luisa Torrens escribía, en El País, que Teresa Vila marchaba “a la cabeza del movimiento plástico de vanguardia” de Uruguay; más de medio siglo después, es un nombre que pocos conocen y cuyas obras (las no efímeras, por supuesto) prácticamente no tienen ninguna circulación en galerías y museos. No hay duda de que el hecho de ser mujer, en ámbitos marcados por una masculinidad invasiva, contribuyó a un olvido repentino y a ciertas dificultades de afirmación incluso en su época –como anota también Cristina Bausero en el prefacio del catálogo de Teresa Vila. Arte y tiempo–, pero la suspensión casi total de su producción desde mediados de los 70 hasta su muerte, en 2009, tampoco ha ayudado a consolidar su figura como una de las más vitales e interesantes de una década (los 60, expandible localmente a 1973, año del comienzo de la dictadura) que muchos (ad)miran como la más vital e interesante de las últimas.

Afortunadamente, hoy este agujero expositivo tiene algo que lo colme, aunque temporalmente, y es algo, por cierto, sustancioso: con curaduría de la misma Bausero y de Elisa Pérez Buchelli, que investiga a la artista desde hace mucho tiempo, la antológica del museo Blanes, lejos de agotar todas las inquietudes vilianas, brinda un fresco muy dinámico y satisfactorio de su trayectoria. El primer acierto de la curaduría es haber mantenido –según testigos de la época y evocación de la hermana de la artista, que custodia la mayoría de las piezas presentes en el museo– la voluntad de Vila de no enmarcar sus cuadros, casi todos sobre papel, dejando semisueltas las hojas, que acá se colocan sobre un fondo de cartón en bruto, enmarcado: es evidente la carga simbólica de no querer encerrar la obra atrás de un vidrio, que en tanto transparente siempre termina “opacando” la imagen y la relación que tenemos, como espectadores, con ella. Sin contar la libertad otorgada a la pieza de moverse, de doblarse mínimamente, en fin, de sufrir las condiciones ambientales en ese afán de exponer, sin titubeo, lo que se produce en su inevitable caducidad, tan típica de muchos artistas de aquella generación, de la que se desmarcaba airosa, en sus expresiones más agudas, así como de cualquier pretensión de duración eterna, o casi.

La segunda elección loable de la curaduría reside en la división simétrica de las tres grandes fases –que coinciden, aproximadamente, con los cambios de décadas– del operar de Vila: así, sus comienzos y sus actos finales se despliegan cronológicamente ordenados en paredes opuestas, mientras la zona central, la abstracta, es dejada más libre, no se limita a la sala central y mezcla los años.

Acá sigo un recorrido similar y, aunque no es lo que encuentra el visitador al entrar (donde sí puede apreciar la única pieza en la que aparece un ser humano: un autorretrato de 1955 en tinta china y aguada, bastante picassiano), empiezo con las primeras “pruebas” vilianas de mediados de los 50, cuando recién salía de Bellas Artes: son una serie de dibujos y grabados figurativos, cuyo tema principal es el bodegón, con cierta insistencia en la presencia de la mesa, justamente subrayada por Buchelli en su texto, y que retoma, a nivel de lenguaje –algo que Bausero explicita–, el ambiente cubista, aunque no del período inaugural, sino el ya bien digerido de los 20 y quizá, aquí, influenciado por un “grafismo” de ilustración (véanse los vastos campos de colores y cierta síntesis de las líneas), expresión que se concretará años después en las ágiles pero logradas tapas que Vila creó para un par de libros de autores uruguayos. Este conjunto, si no sorprende por original, sí lo hace por su eclecticismo estilístico, ya que no se ancla a un trazo o a una paleta únicos, aun manteniendo una voz definida.

Símbolos patrios

Ahora, miro enfrente y salto básicamente una década, para explayarme sobre los dibujos y grabados (aunque acá sólo se expongan los dibujos) de su serie más notoria y quizá más vista, la de las “veredas”, que arranca alrededor de 1969-1970 y sigue unos años. Es el punto de llegada de un proceso incesante de politización de la actividad de Vila que, por ejemplo, había dedicado muestras de abstracciones al tema candentísimo de la guerra de Vietnam (su militancia produjo cierta resistencia en el mundo plástico del momento, recuerda Pérez Buchelli) y escenificado el propio compromiso social en acciones performáticas. La gran intuición de la serie es, evidentemente, la elección de las veredas, más bien de las baldosas de “nueve panes” que las conforman, típicas de la urbe uruguaya, como elemento estructural de las piezas –hojas de tamaño mediano–: el lápiz las reproduce casi imitando un frottage, y le superpone frases más o menos célebres de la historia política del país y elementos del oficialismo como escarapelas, banderas, partes del escudo.

Por supuesto, abundan las grietas. Por un lado, se subraya un elemento pobre, tosco, desdeñado y sentenciado al deterioro como la vereda pública, con toda una proyección, evidentemente, sobre su destino intrínseco de ser pisada, así como pisados eran los derechos de quienes transitaban aquellas baldosas en los años de Jorge Pacheco Areco, y aun más en los sucesivos. Por otro lado, Vila es, quizás, una de las primeras artistas que utilizan sistemáticamente símbolos patrios, contribuyendo a abrir una veta que no se ha cerrado más y que ha llegado a la saturación hodierna (¿cuántos artistas habrá que no hayan usado el repertorio visual oficialista por lo menos una vez en la última década y media?). Estas imágenes sombrías son las últimas conocidas de Vila que, básicamente, no mostró más nada luego de que Uruguay fuera fagocitado definitivamente por la dictadura.

Abstracción

Vuelvo, finalmente, a la época abstracta de la pintora, que cubre más o menos todos los 60 y gran parte de la exposición: son cuadros de mayor tamaño que las demás piezas, y casi nunca abandonan el soporte del papel, evidentemente predilecto en desfavor de las telas. Se trata de movidos ensamblajes de manchas contundentes –negro y gris sobre blanco– elípticas, circulares o cuadradas, en las que se insinúan, con efectos texturales riquísimos, papeles arrugados y pegados finamente (recurso apenas perceptible que ya había aparecido en los dibujos de los 50) que crean composiciones que no tienen semejanza con ningún otro abstracto uruguayo del período, aunque tal vez haya cierta asonancia, más de colores que formal, con los nerviosísimos cuadros de otra figura central del momento, como fue Hilda López.

Las tramas que crean son absolutamente hipnóticas y como “guiadas” por líneas que siguen los volúmenes y de repente se enhebran en símil moños, circulitos, arabescos, aun más audaces cuando a este tratamiento Vila le “agrega” el color: ahí explota un cromatismo que deja atrás a todos los compañeros de viaje informelles de la década, ligados a una abstracción informal más “europea” y lóbrega. El sorprendente rosa y sus variaciones (con, además, volitivas “apariciones” de amarillos y rojos) se inserta magníficamente en las negras espirales de las líneas y supera de repente el mismo pop de importación. Es un color que parecería inédito en la tradición oriental y que, sin embargo, ya se puede vislumbrar en algún Pedro Blanes Viale o en los reflejos de algún planista, pero aquí emana (todavía) una energía y una osadía urticantes. Las palabras de Torrens citadas al principio se hacen palpables.

El defecto de la exposición del Blanes podría ser el proponer sólo la Vila “pintora”, dejando tras bambalinas la performer de varias acciones llevadas a cabo entre 1966 y 1969. En realidad, simplemente Teresa Vila. Arte y tiempo sale del afán de querer mostrar todo y se focaliza en el lado más relegado de su producción, dado que la mínima fama que tenía Vila hasta ahora se reducía, a menudo, al hecho de haber organizado las primeras performances uruguayas de la historia (no poca cosa, claro). Empero, esto ya está de algunas formas “resuelto”: testimonios (documentos, afiches, fotos) de aquellas manifestaciones se pueden ver en la recién inaugurada Intersticios, en el Centro Cultural de España, donde la misma Pérez Buchelli reunió materiales inherentes a los “ambientes temáticos” y “acciones con temas” de esta gran artista.

Teresa Vila. Arte y tiempo. Curadoras: Cristina Bausero y Elisa Pérez Buchelli. Museo Blanes (Av. Millán 4015). Hasta el 3 de marzo.

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