Sin descuidar las historias originales, en los últimos años los estudios Disney ingresaron en una suerte de “fiebre de los remakes”, que los llevó a volver a contar algunas de sus historias más famosas del mundo de la animación, pero esta vez con actores de carne y hueso. Todo comenzó con un par de entregas exitosas de 101 dálmatas, experimentos varios con Alicia en el país de las maravillas, Maléfica y La Cenicienta y el éxito de las nuevas versiones de El libro de la selva y de La bella y la bestia, que abrieron una compuerta de nuevas adaptaciones.
Desde entonces se anunciaron una decena de reinterpretaciones de aquellos clásicos, con tres estrenos previstos para este año (Dumbo de Tim Burton, Aladdin de Guy Ritchie y El rey león de Jon Favreau). Sin embargo, lo primero que llegó este año, que fue lo último que llegó el año pasado a los espectadores estadounidenses, no fue una remake sino una secuela. Aunque ya veremos que en realidad fue una mezcla de las dos. Una secuake.
Hace unos días está en los cines El regreso de Mary Poppins, película dirigida por Rob Marshall (Chicago, En el bosque), que se atreve a continuar las aventuras de la niñera prácticamente perfecta, 54 años después de la original. Si el tiempo eleva las expectativas, este regreso tenía una tarea casi imposible entre manos. Y quizás sabiendo esta dificultad, sus responsables optaron por el camino más seguro.
El público cinematográfico premia la nostalgia más que los riesgos, como quedó demostrado en los dos últimos episodios de Star Wars. Y si El despertar de la fuerza seguía de manera más o menos ordenada la tonada musical de la primera entrega de la saga de George Lucas, aquí sucede algo muy similar.
Tenemos otra familia que necesita ayuda, aunque en realidad es la misma: los pequeños Banks, quienes acompañaron a Mary Poppins en viajes increíbles dentro de paisajes dibujados en el suelo, son dos adultos con sus propios problemas. Michael, viudo y padre de dos pequeños, corre el riesgo de perder la casa (la misma casa) a manos del banco (el mismo banco) y recibe la ayuda sobrenatural de una muchacha que baja del cielo con la ayuda de un paraguas.
No, no es la misma actriz. Julie Andrews, de 83 años, optó por ni siquiera hacer el cameo de rigor en este filme y se dio el lujo de aparecer en Aquaman prestando su voz a un gigantesco monstruo marino. Quien tenía frente a sí el reto más difícil era Emily Blunt y su elección para el papel protagónico podemos definirla como el mayor de los aciertos de Disney.
Su Mary tiene la misma combinación de dulzura con un toque de ironía, que por momentos recuerda al Willy Wonka que interpretó Gene Wilder en 1971. Todo está bien con ella en pantalla y no se extraña al personaje ya que lo encarna a su modo, pero en buena forma.
En este juego de comparaciones odiosas, quien se lleva la peor parte es Lin-Manuel Miranda en el papel de Jack, un farolero que fue aprendiz de Bert, el deshollinador de la película original. El oficio callejero cambia, pero también lo veremos comandar a un grupo de bailarines acrobáticos y cantar canciones. Y más allá de que el talento de Miranda como compositor esté probado (el musical Hamilton, la película Moana), aquí no termina de convencer al espectador de estar viendo a Jack en lugar de a Lin-Manuel. Sin mencionar que su acento inglés es tan forzado como el de Dick Van Dyke.
Hablando de música, también tendremos un puñado de canciones, que corren con la desventaja de que no estuvimos 54 años (o 38, en mi caso) escuchándolas una y otra vez. Parece haber algún hit entre tantos temas, pero eso solamente podremos decirlo con propiedad en el año 2072.
Lo de secuake no es una exageración tan grande: El regreso de Mary Poppins tiene nuevos segmentos animados, una nueva inquietud social para la mujer adulta (la señora Banks militaba por el derecho al voto femenino y su hija lo hace por el derecho a sindicalizarse), un nuevo ascenso por la baranda de la escalera y una nueva referencia a la cometa como elemento que une al núcleo familiar.
Ya que nombré la cometa, es recomendable repasar la película de 1964 para tener frescos algunos pequeños detalles, por más que esto sea un arma de doble filo y los “ecos” sean más evidentes.
Emily Blunt tenía una tarea titánica enfrente y logró sacar de su bolso gigante las herramientas para convencernos de que estamos viendo a Mary Poppins. El problema es que la historia tocó demasiados puntos conocidos y su mayor desvío fue para darle al cierre un vértigo del Hollywood moderno. Con todo, hay suficiente magia como para que los niños (y aquellos que todavía no depositaron su niño interior a plazo fijo en el Fidelity Fiduciary Bank) pasen un buen rato. Luego veremos si memorizan alguna de las canciones.