Ella ejecuta la viola desde el foso. Le tocó tener talento para la música y no el carisma de la belleza. Ese cuadro de imposturas presenta La suerte de la fea, una obra que Mauricio Kartun no se había decidido a estrenar. Dirigida por Paula Rasemberg y con la actuación de Luciana Dulitzky, llenó durante dos temporadas la sala Timbre4 de Buenos Aires. Aquí el dramaturgo analiza, entre otros asuntos, el éxito de este unipersonal sobre una figuranta, contado mediante “la vieja tradición del rapsoda, la historia y la música y nada más”.
Desde la visita de Terrenal, hace tres años, no volviste, pero el año pasado la versión de Sacco y Vanzetti que hicieron en El Tinglado fue premiada en los Florencio. ¿Seguiste los avances de ese montaje?
Sacco y Vanzetti es la pieza de mi producción que más sorpresas me da cada año. Fijate, es voluminosa en cantidad de actores, exigente en espacio, larga y con mucho documento histórico. Figurita de las difíciles si las hay. Y se las arregla, sin embargo, en cada temporada para entusiasmar elencos. Ojalá todo mi repertorio tuviera tal arrastre. Acá en Buenos Aires ha tenido dos puestas en años sucesivos y se vuelve a montar en este; está en montaje en Bogotá y hasta anda de gira en circuitos estudiantiles en México, montada por adolescentes. No pude ver la puesta de El Tinglado, a la que muy afectuosamente me invitó el elenco, pero seguí por las redes sociales toda su temporada, sus críticas y los premios, vi videos y fotos; una alegría enorme el éxito de esa versión.
¿Qué camino siguió Terrenal?
Con Terrenal reestrenamos el mes pasado la sexta temporada, y sigue llenando. Pasamos con mucho temor a un teatro que dobla en capacidad al anterior (que ahora está temporariamente cerrado) y nos encontramos con un público fiel que la vuelve a ver por tercera o cuarta vez, que la ha adoptado como ritual, digamos. Y otro nuevo, que sigue fluyendo en el boca a boca. Disfrutamos del milagro. Tenemos ganas de reincidir en Montevideo; si se nos presenta la oportunidad volvemos a cruzar el charco.
¿En qué contexto creaste La suerte de la fea? Imagino tu colección de fotos involucrada en ese proceso.
La escribí medio de urgencia, hace más de una década y media, para una convocatoria internacional, un ciclo de unipersonales en España. La había imaginado alguna vez como obra de gran formato. Tenía mucho acopio, mucho imaginario desplegado sobre ese universo, y en el entrevero la condensé, la esencialicé. El experimento era riesgoso pero salió bien. La publiqué, pero postergaba siempre su montaje porque me parecía algo corta, no le encontraba la vuelta. Las chicas, Luciana y Paula, lo resolvieron con esa practicidad femenina a la que hay que rendirse siempre: la desplegaron sobre el espacio, la completaron con el talento actoral, la hicieron flotar en la música en vivo de Fede Berthet y quedó un espectáculo precioso. Hay ahí un equipo de talentos. Y lo que imaginás de las fotos, sí, tal cual. Tenía en mi archivo una foto de una vieja orquesta de señoritas y, al mirarla, apareció ese mundo tremendo, las hermosas que hacen la parodia de tocar mientras exponen su belleza, y las feas que tocan hermoso escondidas tras el cortinado.
Virginie Despentes arranca su ensayo Teoría King Kong diciendo que habla en nombre de las feas. Tu obra parece anunciar esa misma restitución. Al mismo tiempo, ciertos atributos conllevan un estatus social. De manera que la sinopsis hace a pensar en La Madonnita y en cierta lucha de clases quizá emparentable con Ala de criados.
Escribí la obra poco después de La Madonnita. De hecho, parasita algo de su universo: esos sombríos cafés de hombres solos, la imagen de la mujer como proyección inasible para ellos, ese malentendido trágico de aquel modelo femenino que impone represivo el canon macho. La Madonnita la escribí hace ya 18 años y a esta un poco después. Aunque desde el punto de vista –inevitable– de un varón las dos clavan en la misma tragedia: la de la mujer que no puede ser de acuerdo a su propia imagen, porque para amar o ser amada debe aceptar la imagen ajena impuesta, la normalizada por lo masculino, la careta. Sin querer atribuirles ninguna conjetura premonitoria, ninguna revelación original, las dos instalan la cuestión de género y la discuten.
¿Escribiste una obra feminista, entonces?
Trato de sentarme siempre en una silla corrida un cacho de la mesa de los ismos; te obliga a comer con protocolos de corrección. Aborrezco el dedito levantado en cualquier dirección. Pero es interesante esto de haberla escrito hace tanto y leer ahora las críticas que le encuentran esas resonancias tan actuales, en un contexto tan diferente. Me alienta incluso a reponer La Madonnita, me dan ganas de volver a hacer sonar esa campana y ver a qué llama ahora.
¿Cómo es que Luciana Dulitzky terminó haciendo La suerte de la fea?
Luciana audicionó hace años para una pieza mía, El niño argentino, y fue luego alumna de mis cursos. Le conozco su raro histrionismo, su humor tan singular. Siempre rondaba en mis proyectos pero la ficha no terminaba de caer. La hizo caer ella. Otra vez esa practicidad de la que hablábamos antes: me llamó un día y me lo clavó a boca de jarro en el primer párrafo: “Soy la mejor actriz que podrás encontrar nunca para ese texto. Nadie te lo entenderá como yo”. Le creí pero le pedí prueba de vida: unos meses después me hacía un ensayo precioso en mi estudio y el proyecto se armaba.
Cuando hiciste el desmontaje de Terrenal en el Solís, me sorprendió que recomendaras Fluir, de Mihály Csíkszentmihályi, un libro muy útil pero que no tenía nada que ver con dramaturgia. ¿Qué lecturas te atrapan ahora?
Lo que menos leo desde hace muchos años es dramaturgia como materia. Leo poesía, mucha narrativa, estoy ahora con una novela de [Hanif] Kureishi, Nada de nada, preciosa. Me conmueve también cierto pensamiento contemporáneo, me morfo esos libritos de Byung-Chul Han como maníes. Me colgué ahora con uno de Jonathan Crary, 24/7, la hipótesis aterradora de cómo el capitalismo va por el último territorio libre en el que facturar, el de las horas de sueño. Y me compré, para disfrutarlo la semana que viene, Kentukis, el libro nuevo de Samanta Schweblin, una autora argentina deliciosa.