El brazo izquierdo buscando hacia atrás un imposible. Como si la mano, con los cinco dedos estirados, quisiera tocar, por la espalda, el hombro opuesto. De lograrlo se le partiría el tórax y caería el corazón al suelo como una víscera palpitante y sudorosa. La pierna derecha formando una diagonal perfecta. El cuerpo resuelto en un semicírculo. Todo eso a más de un metro del suelo. Debajo, su pareja de baile también tiene los pies despegados del piso. Parecen dos piezas de un juego para encastrar antes de volver a caer después de ese gesto alado.
Son el número 22 de Uruguay y el número 20 de Chile, Martín Cáceres y Charles Aranguiz, ejecutando un pas de deux en una fotografía publicada en la web de la diaria luego del partido de fútbol del pasado lunes.
Usar el cuerpo para buscar un objetivo, a veces práctico, a veces inútil. Cuando la revista peruana Etiqueta Negra hizo el mejor perfil posible sobre una bailarina (perdón, New Yorker), su editor no le pidió al periodista que contara cómo Misty Copeland bailaba El lago de los cisnes. Le pidió que describiera el modo en que se agachaba para recoger un juego de llaves que se le había caído al piso. “Las levanta sin doblar las rodillas, con el dedo índice y pulgar, como si se tratara de un cristal”. Algo de esa delicadeza, y algo de la fuerza de dos futbolistas disputando un balón está en el escenario cada vez que se monta un ballet. La semana pasada el Ballet Nacional del SODRE tuvo su Noche francesa en dos partes.
La suite en blanc cumplió con su objetivo de mostrar la danza sin afeites. Sin decorados. Sin anécdota. Sólo mallas y tutús blancos.
Lo más esperado fue lo que vino después. Fogoneado por el furor picassiano que despertó la muestra del Museo Nacional de Artes Visuales, el ballet con vestuario y escenografía del genial malagueño prometía deleites. Apenas se vio el telón se intuyó que la promesa de El sombrero de tres picos se haría realidad. Al abrirse y revelar el trazo de la ambientación, se confirmó el pronóstico. Sin embargo, la danza no estuvo a la altura de la primera parte. Lara Delfino, que venía de hacer un estupendo rol secundario en La sílfide, no logró transmitir la fuerza que el papel de la molinera despierta en la fantasía del espectador poco versado. No fue una Carmen, quizás porque ese énfasis nunca estuvo en los planes del coreógrafo. En cambio, en los pasajes en que dejó el tono de apagado andalucismo del conjunto y se acercó a lo que el imaginario asocia con la danza clásica se puede decir, con impunidad de comentarista, que volvió a brillar.
Al final, la jota que interpretó el cuerpo de baile en pleno, festejando el chasco del poderoso y abusivo Corregidor, resultó tan sincronizada e intensa como la coreografía que desplegaron los celestes en el minuto 80 de juego, con Rodrigo Bentancur como eje, para culminar en el quirúrgico movimiento técnico de Edison Cavani para el 1-0 contra Chile.