El pasajero no se dio cuenta de que tomó el taxi en plena tanda de penales. Acaba de salir de una obra de teatro de Guillermo Calderón –el Calderón chileno– y viene rumiando en piloto automático lo que acaba de presenciar. Le pide perdón al taxista. “No se preocupe, usted lo puede ver aquí”, le contesta el chofer, y le muestra un pequeño monitor que está encima de la radio. La mejor manera de procesar el impacto que produce Dragón (2019) es hacerlo en esa suspensión de la realidad que implican los fusilamientos desde el punto penal.
Parece una “performance invisible” de ese grupo de artistas conceptuales que son el eje a través del cual Calderón articula su historia. En su próxima instalación los miembros del Dragón harán volar por los aires un auto –rojo– para escenificar el asesinato de un líder popular de Guyana –negro– y así denunciar que los descendientes de aquellos esclavos ahora portan las cadenas de la pobreza. Los artistas estarán dentro del auto cuando explote y empiecen a caer sobre el público miembros humanos de utilería. Todo va bien hasta que su nueva ayudante les pregunta si esas piernas y brazos serán de piel blanca, como ellos, o de piel negra, como el líder de Guyana. El Dragón, en las dudas que surgen sobre esa y cada una de las otras acciones performáticas que se van planificando en esa cafetería que ocupa todo el escenario, se ve enfrentado a sus propias contradicciones.
Hay tal sentido de los tiempos –sentido teatral le dirían, quizá, los entendidos– que por momentos el autor/director bucea al límite y en otros surfea con agilidad. En la alternancia de esa doble profundidad –que a veces hace reír y otras atraganta con la risa que acaba de producir– llega el punto que Calderón buscó desde un principio: el momento en que toma al espectador del cuello y le recuerda que hay una contradicción de clase que sigue sin resolverse, y que hasta que no se resuelva no habrá manera de transformar la realidad de manera estructural y duradera. Que todo muy bien con las acciones performáticas, pero ¿cuánto gana por hora la mujer extranjera que limpia los baños en la galería donde el Dragón está jugando al arte comprometido?
Así que cuando el taxista ha dejado de prestar atención al tránsito y va manejando a ciegas, con la mirada puesta en el pequeño monitor de los penales, el espectador que acaba de salir del teatro no se queja. Se sumerge en el juego. “Este lo erra, mirá las ganas que tiene de errarlo”. Y, penal tras penal, van pasando las esquinas y los semáforos. Santiago está desierta, así que en ningún cruce aparece el camión que aplaste la carrocería. Y si así fuera, si así ocurriera, sería justo. Porque nadie debe entrar en un taxi en mitad de una tanda de penales y obligar al trabajador a seguir generando plusvalía en medio de ese instante en que toda lectura de la realidad, real o aparente, debería concentrarse en si el pateador logra o no logra burlar al miedo y al golero.