“Hace un tiempo me preguntaron si vivir en La Aguada determinaba el sonido de mi música. Fue poco tiempo antes de mudarme que de madrugada prendieron la Central Batlle y en el apartamento entró ese bzzzzzzzzzz gigantesco de los generadores, y entre el zumbido y los ruidos del puerto me di cuenta de que siempre hubo un ambient que inevitablemente se filtraba en lo que hacía”. Nacho Adda, el hombre detrás de Par, ha construido toda su obra bajo el arrullo de las máquinas. En su cabeza suele crear, más que discos, soundtracks de películas inexistentes en las que el ciberpunk retrofuturista (con Blade Runner y Vangelis como principales referencia) domina la imaginería.
Híper, su último disco, es también el más cantado (y algunos se atreverían decir accesible) hasta el momento, y cuenta con una participación exclusiva de voces femeninas que logran configurar una especie de historia (en su sentido más amplio y etéreo), con escenarios sonoros que se acercan, más que a la película de Ridley Scott, al famoso manga de Ghost in the Shell. Comparar Uruguay con ese Japón dominado por cyborgs y tecnologías artificiales parece una licencia poética demasiado amplia, pero para Adda todo está ahí, reverberando entre las calles; y ahora, a sólo unas cuadras de su nuevo apartamento y como para seguir alimentando esos paisajes imaginarios, se erige una nueva y distópica plaza Independencia sin pasto, custodiada por tanques militares, envuelta en un denso humo falso e iluminada por esporádicas bengalas que enrojecen el Palacio Salvo.
En tiempos en que el hip hop desplazó al rock como principal fuerza civilizatoria y la EDM (Electronic Dance Music) se convirtió en la pasta que une no sólo el sonido de las pistas de baile, sino el de la mayoría del pop, es curioso el lugar siempre lateral que ocupa Par, un proyecto en el que la arquitectura musical parece armada alrededor de las texturas más que del clásico y todopoderoso beat.
“Cuando se me ocurre un beat o meto algún acorde, inmediatamente después tiro un drone de fondo, alguna pared donde eso se sostenga. Y en la mezcla eso es lo que define a dónde voy más para adelante, mucho más que un gancho de sinte o una secuencia. Dentro de las paletas que tengo, esa es la pata más noise de mi música. Digamos que lo que desarrollo no es en sí un proyecto noise, pero el ruido que en determinado momento sube o baja es muy importante para mí”.
Esta no es sólo una señal de estilo, sino una marca de su evolución: comparado con sus primeros discos, de beats desintegrados y glitches similares a los de Aphex Twin, lo de ahora tiene mucho más aire, un aspecto más orgánico y ambiental que lo acerca a bandas incluso más lejanas, como Cocteau Twins. “En determinado momento me dejó de interesar la falla, el glitch, y quería que se sintiera menos programado. Al principio era una búsqueda de las influencias que uno tiene y de lo que escucha, pero cuando entré en ese período de sacar cosas, me di cuenta de que muchos de los glitches eran adornos que no le hacían a la estructura maciza del tema. Lo entendí cuando empecé a conceptualizar Arq (2016), en donde la arquitectura tomó un rol conceptual. Estaba estudiando cómo en las estructuras modernas el racionalismo prescindió de molduras, de toda la decoración de la casa que no fuera la estructura y los pilares, y que todos los espacios tuvieran una función concreta. Ahí pensé cómo sería una percusión así, cómo sería un bajo así. Por eso, más allá de que en los auriculares sea divertido escuchar ese chkchkchk, me interesaba que no hubiera cosas que sobraran”.
Desde la arquitectura, es interesante pensar cómo esos glitches, que empezaron como una rebelión frente a los beats demasiado evidentes, se terminaron por convertir en los mismos ornamentos, las figuras de yeso de lo que habían criticado. “Yo encaro la música como si fuera pintor o escultor. Trato de que sea lo más artísticamente parecido a un museo, no en el sentido pretencioso de ‘arte sonora’, sino de que te coloque en determinado momento. Por eso el cubo derivó en el logo de la banda, y me parece la mejor manera de representar lo que hago”. Adda separa unas filas de una torre de yenga que están en la mesa del bar y conforma un cubo propio. Hay algo curioso, una concordancia entre ese nuevo cubo entre sus manos, su barba espesa, impecablemente triangular, y toda una presencia de movimientos cortos y precisos que siempre le dan un extraño aire de simetría.
En el centro de este último álbum/cubo colocó un plantel de voces femeninas uruguayas y extranjeras. Trabajó en forma remota, en una especie de tenis virtual entre bases que mandaba él y voces que ellas devolvían. En esta libertad hay momentos destacables, como la curiosa transformación de registro y delivery más sensual de Laura Chinelli en “Espejos”, o ese ambiente entre ominoso y etéreo (muy a lo Julee Cruise en Twin Peaks) que logra la voz de Liz Bohlmann.
La idea de Par surgió casi del desmembramiento progresivo de varios proyectos colectivos. Con orígenes en una banda de amigos liceales en la que resultó bajista por sorteo, las clases de bajo con Harry (Kardos, de Elefante, banda que por aquel entonces era el mascarón de proa del rock con elementos electrónicos en Uruguay) tuvieron un rol fundamental, y aprender a tocar se fusionó, casi sin proponérselo, con aprender a producir: “Siempre digo que Harry fue un maestro no sólo por enseñarme a tocar el bajo, sino porque me enseñó a conceptualizar el grabarte a vos mismo y maquetear. Entonces pasaba que yo presentaba una bata en el ensayo y el batero me decía ‘si, ta, todo bien, pero la hiciste vos la bata, la bata la voy a hacer yo’, y ahí empecé a ver los choques con otros músicos. Ya cuando se disolvió esa banda y empecé una nueva, partí de ‘quiero tocar el sintetizador y tirar programación’, y ahí los problemas eran con el violero, tipo ‘vamos a armar una asamblea para ver si va esta tecla’. Ya había empezado a cansarme, y terminé metiéndome en una música para la que no precisara de otros músicos y no tuviera que pedirle permiso a nadie”.
Cuando se le pregunta qué piensa de haberse convertido en un músico para escuchar con audífonos en tiempos en que las pistas explotan, dice: “[bailar] es una experiencia que nunca tuve, capaz que por no haberla tenido de chico. Creo que hay un capítulo de Seinfeld que dice: ‘¿Salir a bailar? ¿Para qué bailar? ¿Tenés que salir a bailar?’. Fue así toda mi vida. A mí me pasan preguntando cuándo voy a sacar un disco para bailar, como si en la música electrónica eventualmente tuvieras que hacer eso. En mi caso, es como si me pusiera a hacer un disco de tango: no es parte de mi experiencia. Estoy más cerca de hacer un disco de música árabe, por parte de mi familia, que música de pista. No sabría ni cómo empezar: ¿cuatro horas? ¿Qué hago en todo ese tiempo?”.
Lo dice Nacho Adda, el músico de electrónica que prefiere estar en un sillón a estar en la pista, el más apolíneo de todos, un número impar abriéndose paso como un electrón libre en un mar de ruido.